La ilegalidad como derecho adquirido

El privilegio logrado no será abandonado

 

El episodio de los jueces trasladados a dedo por Macri, su pretensión de quedarse con esos cargos conseguidos irregularmente, y la posición de la Corte Suprema ante una situación que está claramente prevista en la Constitución Nacional, ilumina una práctica poco señalada, pero que atraviesa cuestiones centrales de la economía argentina.

Si esos jueces obedecieran a las leyes, jamás resistirían la vuelta a sus cargos originales. Si el macrismo fuera realmente republicano, no dudaría en desprenderse de la ilegalidad evidente cometida por su jefe. Lo mismo ocurre con la pléyade de comentaristas de derecha que, amparados en los mantras anti-cristinistas, defienden la continuidad de una situación irregular, que no se compadece con la institucionalidad que pretenden defender.

Toda esta cadena de aparentes incoherencias entre actores y discurso, se entiende perfectamente desde la lógica política que las ordena, que es defender un orden de privilegios logrado por un grupo social asociado a la gestión macrista, que no admite retroceder en sus logros materiales y de poder.

En el centro de esa resistencia está la idea que se podría sintetizar en el apotegma de que “el privilegio logrado no será abandonado”, o que “las leyes no son vinculantes”.

Este comportamiento no es exclusivo ni de los jueces en cuestión, ni de la elite macrista. Ese principio impregna el accionar político de los grandes actores económicos de nuestro país.

 

 

Una ilegalidad no se le niega a nadie importante

Cuando se piensa, por ejemplo, en el caso Vicentin, que es un verdadero muestrario de ilegalidades cometidas contra el Estado, contra empresarios privados locales y extranjeros, contra los trabajadores y contra la sociedad toda a través de la evasión impositiva, lo que primó desde el lado de los poderes fácticos fue impedir la intervención gubernamental en un caso delictivo tan flagrante.

No había ninguna urgencia en hacer justicia, reparar los daños causados y retornar a la legalidad, o cortar la continuidad de la ilegalidad, que no fuese la de inhibir a los poderes públicos de actuar a favor de la comunidad.

El caso Vicentin, a su vez, echó luz sobre el gran tema del contrabando de granos, que podría llegar a tener enorme magnitud en términos económicos. La privatización de puertos, ramales ferroviarios y la propia hidrovía sobre el Río Paraná, realizadas en nombre de la modernización y la eficiencia, facilitó enormemente el trámite para quienes quieran evitar declarar su producción y sus exportaciones y eludir la tributación según la ley aún vigente. Es claro que esa ilegalidad mejora la rentabilidad privada, pero derrumba la capacidad estatal para impulsar el desarrollo y el bienestar de todo el país.

Según tenemos entendido, el contrabando está prohibido. Es una actividad delictiva. Está mal.

Sin embargo, parece ser un derecho adquirido, y si hubieran movimientos públicos para que la actividad agroexportadora vuelva a la legalidad, o sea a declarar todas las oleaginosas y cereales exportados, y pagar los impuestos correspondientes, sería previsible una respuesta furiosa de los delincuentes trajeados, así como la indignación de la prensa “seria”, que se horroriza de los motochorros y de los que ocupan tierras para poder vivir.

La evasión impositiva en Argentina tendría una suerte de status legal, aunque aún no haya llegado a legislarse. Por ahora, la ley está suspendida de facto. Subsiste la vieja legislación que dice que evadir está mal, y que es un delito que la sociedad entiende que merece ser castigado. Sin embargo, todas las prácticas sociales apuntan a convalidarla. Se ha logrado, casi literalmente, neutralizar la acción del Estado. Todo se puede arreglar en los distintos pasillos, en quinchos o en canchas de golf.

Cuando esto no ocurre, y la AFIP actúa, se la considera un instrumento de “persecución política”. Que el Estado investigue, actúe y sancione se considera una actitud “apretadora” del autoritario de turno. O sea, el celo en hacer cumplir la ley sería el comienzo del autoritarismo, o el autoritarismo mismo.

Muchas ilegalidades se han convertido en una “nueva legalidad” desde la dictadura cívico-militar. El debilitamiento del Estado en su función indispensable de hacer cumplir la Ley, se ha transformado en una virtud republicana, conjuntamente con la caracterización del Estado como fuente de todos los males y de todas las trabas a la honesta actividad privada. La “nueva legalidad” impuesta por los poderes fácticos, se acompaña por una modesta Biblia política, que considera democráticos a los gobernantes que no son capaces de hacer cumplir la ley y autoritarios a lxs que se empeñan en hacerlo.

De a poco se fue construyendo en las últimas décadas un tipo de capitalismo prebendario, basado en negocios cedidos o garantizados por el Estado, no importa si el origen fue en forma legal o ilegal, o si lo son en la actualidad. El caso Papel Prensa, gravísimo por sus implicancias de cuatrerismo estatal-empresarial, logrado mediante el recurso a metodologías características del terrorismo de Estado, no sólo sigue impune, sino que es la nueva “normalidad” naturalizada por la sociedad.

Otro caso de irregularidad es el de los monopolios y oligopolios, muy abundantes en ramas estratégicas de la economía nacional. La existencia de estos conglomerados con enorme poder les permite abusar de sus posiciones dominantes en los mercados. En la buena literatura económica liberal, se sostiene que el monopolio es una forma económica perversa, que literalmente explota a los otros integrantes de la sociedad, tanto proveedores como consumidores, valiéndose de su poder que le permite extraerles más valor del que correspondería en caso que funcionara la libre competencia. Lo cierto es que en nuestro país no hay libre competencia en cuestiones cruciales que hacen al bien común, como en varios rubros de la alimentación. La aplicación de medidas antimonopólicas brilla por su ausencia, literalmente no existe, a décadas de la revolución pro-mercado iniciada durante el menemismo. “Capitalismo sin mercado”, como acusaban los ideólogos liberales al modelo mercadointernista previo a las reformas.

Restaría que se reformen los manuales de economía, para enseñar a las nuevas generaciones que los monopolios son, en realidad, un fenómeno sumamente positivo.

Un caso específico de esta situación son los monopolios naturales, o sea, actividades en las que por sus características técnicas, resulta económicamente inviable introducir la competencia. En nuestro caso, la provisión de servicios básicos fue cedida al sector privado durante el menemismo, en un contexto enormemente dudoso en materia de legalidad, atravesado por denuncias muy serias, incluso de los Estados Unidos.

A partir de allí se constituyeron monopolios privados, con entes reguladores públicos que no han sido capaces de controlarlos, con lo cual se transfirió un enorme poder económico a agentes particulares, que a partir de ese momento quedaron habilitados a obtener súper ganancias y no invertir en la medida especificada en los pliegos de licitación.

Todo eso se volvió natural y normal, y hasta hoy seguimos con una situación de abuso constante de los derechos de los usuarios, que durante el macrismo llegó literalmente a provocar la extinción de cientos de empresas y la ruina familiar de miles de argentinos, cuyos bolsillos exhaustos no aguantaban los regalos que el Estado macrista les daba a socios y amigos. Total normalidad.

Los privilegios irregulares se vuelven la norma, a pesar de que contradigan la formalidad de las leyes.

La ilegalidad vuelta normalidad es también el caso de la deuda del grupo Macri por el Correo, o la del diario La Nación con la AFIP. También no pagarle las deudas al Estado es un derecho adquirido, convalidado por la inacción completa del Poder Judicial. El blanqueo de fondos no declarados al Estado por parte de los familiares del Presidente Macri es una etapa superior de la ilegalidad y de la impunidad.

 

 

Víctimas de la ley

Los hechos de anormalidad, de ilegalidad, se acumulan y permiten explicar buena parte de las trabas a la economía nacional: fuertes intereses se apoderan de puntos nodales, lugares donde pueden capturar masas importantes de recursos que inevitablemente circulan por allí.

En una imagen gráfica, comienzan a cobrarle peaje al resto de la sociedad, incluido el Estado, y eso se vuelve inmodificable.

El hecho se naturaliza y mientras la mayoría de la sociedad se va empobreciendo, la riqueza se concentra en pocos sectores y el resto del país es convencido de que eso es lo que merece –porque es “un país de mierda”—, o porque el mundo es así, o que por algo será.

Para defender a cada una de estas actividades delictivas hay un ejército de profesionales, abogados, contadores, economistas, publicistas y hasta intelectuales, pensando cómo justificar los delitos.

Victimizarse, hacerse los explotados y expoliados por el Estado, plantear que los sectores productivos tienen que soportar injustamente a los improductivos, y sobre todo que “la carga impositiva es la más alta del mundo”, es parte de los justificativos para sostener la ilegalidad.

La idea de que todos paguen correctamente los impuestos y compartan la carga de sostener el buen funcionamiento de la sociedad es completamente extraña. Innombrable.

Es de destacar, en esta elegía de la ilegalidad, el lavado de cerebro colectivo con el mantra de que los impuestos –que siempre serían asfixiantes— sólo existirían en la Argentina. Se trata de una mentira inconmensurable que se disuelve con una búsqueda de 5 minutos en Internet, consultando cualquier fuente estadística internacional medianamente seria.

En la versión de autoayuda del raquítico capitalismo argentino, se estaría viviendo la oprobiosa situación en que los pobres explotan a los ricos, cuyo único pecado sería haberse ganado esforzadamente su holgada posición. Los impuestos serían la expresión de la envidia social, y a los envidiosos no hay que darles bolilla.

En ese contexto de ideas, entre cínico y violento, la prensa que representa gustosamente a la ilegalidad ha iniciado una campaña en torno a “irse del país”. Los problemas que atravesamos lxs argentinxs no tienen raíces concretas en las pésimas políticas económicas, y a los efectos deteriorantes de la pandemia, sino que serían el efecto del  gobierno estructuralmente detestable, haga lo que haga, de Alberto Fernández.

Lo grotesco de la campaña pro-inmigración de las almas puras, apenas puede ocultar que la pasión por Uruguay encierra un frío cálculo impositivo, que deberá ser tenido en cuenta por las autoridades nacionales. Ganar plata en la Argentina pero pagar impuestos en Uruguay, o en cualquier guarida fiscal, es la lógica de fondo en la que participan desde Susana Gimenéz hasta Marcos Galperín.

Pasión por la evasión, fuerte deseo de no compartir con la sociedad parte de la mucha riqueza conseguida, pero barnizadocon expresiones elevadas como “la lucha por la libertad”, el cansancio moral frente a un país “que no encuentra el rumbo”, de agotamiento frente a la injusticia de ser castigados “por el éxito”. Nuevas formas de pobreza intelectual de una derecha que no tiene qué ofrecerle a la sociedad, más que banalidades.

 

 

Dólar, estado de las reservas y costo de la ilegalidad

Si bien se lo piensa, la actual situación del dólar, en especial de las menguadas reservas del Banco Central, está directamente conectada con la ilegalidad convertida en norma. No son los pequeños ahorristas, ni los que circunstancialmente hacen unos pesos comprando dólares oficiales y vendiéndolos en el paralelo, los causantes de las actuales estrecheces cambiarias.

En cambio, las macro-maniobras ilegales de comercio exterior –tanto de sub-facturación de exportaciones como de sobre facturación de importaciones (y de deudas)— y la enorme fuga de capitales protagonizada por minorías concentradas, son una explicación central de la actual sequía de divisas. El aparato de fuga comienza con diversas ilegalidades locales, y finaliza en sus terminales poco transparentes de sociedades fantasmas en Panamá y otras guaridas fiscales.

La carencia de dólares en nuestro país tiene menos que ver con sus dificultades de comercio exterior, aunque haya mucho por mejorar por el lado de las exportaciones y de las importaciones, que con los episodios delincuenciales en torno al endeudamiento externo.

Esa perversa colaboración “público-privada” para obtener dólares vía endeudamiento público, y ponerlos a disposición de actores concentrados con mucha liquidez para que los compren baratos y los saquen de la economía local, es de una irregularidad manifiesta, que sin embargo no ha merecido ninguna consideración legislativa –a pesar de su reiteración—, ni ninguna indignación mediática.

El efecto es transformar a nuestro país en un mendigo internacional de divisas, y al Banco Central en un actor permanentemente a la defensiva, jaqueado por cualquier especulador con algunos millones de dólares.

El peligro a desmontar es que la debilidad del Estado se retroalimente, a favor de las ganancias de unos pocos grandes jugadores. La cuenta la paga el resto del país.

 

 

 

La burguesía contra el derecho burgués

Quienes fundaron al Estado argentino, con todas sus limitaciones, pensaban en un Estado capitalista normal, según la época, y formularon una legislación que establecía reglas de juego mínimas, que garanticen medianamente el funcionamiento de un orden social aceptable.

Imaginaban que la Argentina sería una semi-colonia próspera, que tendría un ordenamiento legal preciso. La Europa del Sur tendría leyes, y sería civilizada. Robar estaría mal. Violar las leyes sería penado.

No podían prever en qué se convertirían los principales interesados en el funcionamiento del orden social que estaban diseñando.

El episodio de la Corte de Justicia prestándose a participar en una burla grosera de lo establecido por la Constitución Nacional muestra a la última instancia jurídica de la Nación dedicándose, ante la mirada de todo el país, a la protección de los poderes fácticos. Macri y su régimen no deben ser investigados.

Es la punta del iceberg: el poder fáctico realmente existente necesita, para continuar con el funcionamiento de sus opacos negocios y proteger sus actividades rentísticas injustificables, violar la legalidad democrática básica. La Justicia no debe funcionar. La ley no debe imponerse.

En la Argentina devorada por los intereses rentísticos y financieros, donde la ley molesta y es un estorbo a la acumulación espuria, los constituyentes de 1853 se han vuelto peligrosos.

 

 

 

 

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