TIEMPOS PELIGROSOS
Estamos ante acciones defensivas del Régimen que no deberían demorar el programa votado en 2019
Iniciativas y algo más
El rechazo de la oposición a cada una de las iniciativas impulsadas por el gobierno desde el pasado diciembre, revela algo más que la identidad política de los unos y los otros.
Un impuesto extraordinario a las grandes fortunas o la expropiación de Vicentin, por ejemplo, hubiesen afectado en distinto grado flancos sensibles del poder real y beneficiado al conjunto social, gradación que explica por qué el proyecto de reforma judicial se lleva los laureles en términos de cerrado rechazo. El intento de transparentar el funcionamiento de sectores clave del Poder Judicial después de haber intervenido la Agencia Federal de Inteligencia, en palabras del Presidente para “terminar para siempre con los sótanos de la democracia”, equivale a un tiro a la línea de flotación de la estrategia de poder del Régimen: se entiende la reacción de los medios que lo integran, conductores de sus representantes institucionales y de grandes mayorías de propietarixs de autos de alta gama.
Los ataques fueron alcanzando mayor continuidad y violencia en la medida en que se consolidaba el respaldo popular al gobierno en reconocimiento de sus aciertos en el manejo de los principales asuntos de Estado, logros que han tenido —y tienen— a la unidad del Frente como condición de posibilidad, por eso mismo amenazada desde el triunfo popular en las PASO de 2019.
En síntesis, estamos ante acciones defensivas del Régimen que, por lo tanto, no deberían ser causa de demoras en la concreción del programa de transformaciones respaldado en las urnas hace apenas ocho meses, riesgo siempre latente con aliadopos como Lavagna y Schiaretti.
La cuestión imperial y la cuestión nacional
El 7 de marzo de 2018 el ex juez de la Corte de Apelaciones de los Estados Unidos por el Quinto Circuito con sede en San Antonio, Texas, Edward C. Prado, daba testimonio ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, que lo confirmó como embajador en la Argentina el 22 de marzo de ese año. En esa reunión Prado afirmó que venía a “fortalecer la confianza de la gente en la Justicia”. A confesión de parte, relevo de pruebas: una tarea central de la Embajada debía ser la intervención en el funcionamiento de la “Justicia” argentina, y así fue.
Los aparatos judiciales y de inteligencia —con el complemento de los policiales— han reemplazado a los militares en los países de la región. Hasta hace unos años, oficiales criollos eran adoctrinados en la tristemente célebre Escuela de las Américas. Ahora los adoctrinados son jueces y espías a través de cursos ofrecidos por organismos internacionales, ONG, think tanks y la academia estadounidense. Lo que no cambia es el objetivo estratégico del imperio: ahogar cualquier intento de autonomía de los Estados subordinados.
En este contexto, son inaceptables las declaraciones del —nada menos que— Secretario de Asuntos Estratégicos y candidato a presidente del BID, Gustavo Béliz: “Estados Unidos se posiciona una vez más como un socio proactivo para el desarrollo de América Latina”. Es comprensible que ciudadanxs de a pie —que muchas veces ven las cosas pero no las relaciones entre las cosas— duden o nieguen la existencia de esa entidad que se llama imperio e ignoren que sus intereses se oponen a los nuestros; pero semejante confusión no es admisible en un alto funcionario de un gobierno popular.
La oposición de intereses y diferencia de necesidades conforman la relación imperio-colonia, reflejada en hechos que muchxs terminan naturalizando, prueba de la eficaz acción cultural del imperialismo.
Mientras Estados Unidos practica un nacionalismo agresivo, de expansión, como corresponde a un centro cíclico de poder, nuestro gobierno expresa a un movimiento nacional que aspira a construir un país libre y soberano. Desde 1776 Estados Unidos anexó más de 8 millones de kilómetros cuadrados, nosotros queremos ser dueños de nuestro suelo y nada más, pero tampoco menos. Mientras Estados Unidos es una nación con una política internacional y una estrategia de escala mundial, el gobierno del Frente de Todos recoge la voluntad de millones de argentinos que quieren recuperar su autodeterminación y fijar una línea de conducta política que contemple nuestros intereses, no los de las potencias extranjeras, sean de Oriente o de Occidente. Mientras Estados Unidos necesita que el “hemisferio” responda a los cálculos de sus estrategas y planificadores económicos y militares, el Movimiento nacional busca integrarnos con los hermanos de nuestra América para construir la unidad que soñaron Bolívar, San Martín y Martí entre otros. Mientras Estados Unidos ha tendido una maraña continental de pactos y acuerdos —no siempre conocidos por nuestros pueblos—, la tradición nacional-popular a la que pertenecemos desconoce todo compromiso que menoscabe nuestras posibilidades de desarrollo autónomo. Mientras Estados Unidos adoptó un régimen político que le permitió convertirse en la primera potencia mundial, América Latina tiene pendiente poner fin al desajuste entre esos sistemas institucionales trasplantados y las necesidades de sus pueblos empobrecidos.
En tiempos que se convirtieron en faro para la trayectoria de lxs trabajadorxs argentinxs, el sindicalismo norteamericano era apolítico: creía en el orden establecido y negociaba dentro de él por mejora de salarios y de condiciones de trabajo, en cambio nuestro movimiento obrero era político y transformador y constituía el eje de la lucha nacional, porque su suerte como clase estaba —y está— vinculada a la obtención de la independencia: no puede reducirse a ser un “grupo de presión”. El capitalismo norteamericano coincide en general con la política que ese país acepta y que incluye una simbiosis entre el Estado y las grandes corporaciones; maridaje frene al cual estamos obligados a proteger nuestra industria sin caer en fetichismos técnicos: nuestros problemas de desarrollo son parte del problema nacional, que se resuelve a nivel político, no a nivel técnico. Es que la principal causa de esos problemas consiste en que la oligarquía vernácula ha servido siempre a políticas extranacionales, aliada con las fuerzas que traban nuestro desarrollo; así, en su última y breve incursión gubernamental, consiguió transformarnos en un país injusto y mendicante, que obliga al gobierno popular a recorrer un áspero camino de renegociación de deudas.
Esta enumeración —que podría extenderse— explica la existencia del imperialismo, no como política norteamericana —que no es—, sino como etapa necesaria del capitalismo desarrollado en oposición al desarrollo nacional de un país dependiente como el nuestro. De tal dialéctica se desprende que las cualidades personales de quienes aparecen al frente del imperio o de nuestros países, con ser importantes, no gravitan fuera del marco impuesto por la contingencia: ya sea que actúe por medio del garrote o de la sonrisa, el imperialismo no se altera en lo sustancial.
Cuestiones institucionales
Una regularidad que recorre la historia nacional con la constancia de la ley de la gravedad puede ser enunciada así: “Cada vez que peligran sus privilegios, el Régimen viola tanto las instituciones como la ideología —dominante— que impuso a la sociedad”. Que sus dirigentxs y su maquinaria comunicacional reivindiquen tales instituciones e ideas con empeño fundamentalista, es algo que no debe llamar la atención: si en política decir la verdad es revolucionario, mentir sistemáticamente es propio de lxs reaccionarixs.
En esta línea, se destacan dos transgresiones en el tiempo histórico que corre:
- Cuando ejerció el gobierno y bajo la conducción de la Embajada, el Régimen utilizó aparatos del Estado para perseguir y eliminar de la escena pública a dirigentxs populares que se oponían a su pensamiento político. Estas acciones implican violar el dogma liberal que reduce la república a dos o tres premisas, entre las que se cuenta la independencia del Poder Judicial. Es un mecanismo con fuerte inercia que aún sigue activo.
- Como oposición, practica el bloqueo injustificado del procedimiento para la formación de leyes, componente central de la democracia liberal.
El embate al actual proceso nacional-democrático incluye otras maniobras como las convocatorias masivas materializadas en marchas que, con la pandemia en su apogeo y el estado actual de ocupación del sistema sanitario, podrían incrementar los contagios y las muertes. Las manifestaciones de lxs asistentes son un indicador del nivel de enajenación que lxs afecta, padecimiento que se acentúa al ritmo del virus si se compara con el que mostraban las insuperables entrevistas de Randall López/Martín Rechimuzzi.
La cuestión judicial
Lo primero que conviene tener presente en torno al proyecto de reforma judicial —que según opiniones autorizadas puede y debe ser mejorado— es que están en juego aspectos políticos y económicos cruciales. Uno de sus capítulos, la reestructuración de los tribunales federales de Comodoro Py, está inspirado —entre otros propósitos— en avanzar hacia la desarticulación de lo que se conoce como lawfare.
El uso del Derecho para producir efectos contrarios o perversos en relación con su inspiración original no es una novedad: en la arena que define la correlación de fuerzas de la sociedad, el Derecho y la ley en sentido amplio son poderosos instrumentos en disputa. No es difícil visualizar que su uso instrumental suele producir efectos como la segregación y la selectividad en la aplicación de las normas. Lo novedoso consiste en el nivel de sofisticación con que se hace en la actualidad: las operaciones jurídico-legales pasan a sustituir a la guerra tradicional con el fin de alcanzar objetivos de política económica, exterior o de seguridad nacional.
El lawfare —nombre engañoso, según señaló Carlos Zannini en el Cohete—, en tanto técnica de guerra jurídica, fue descripto por el coronel norteamericano Charles Dunlap en carácter de método de guerra no convencional a través del cual la ley se utiliza como medio para alcanzar un objetivo militar. La efectividad del mecanismo es evidente, porque se sirve de la legitimidad de la ley y de los actores del sistema de Justicia para proceder a la persecución del enemigo político. Así, un sistema jurídico subordinado a los objetivos de desestabilizar, inviabilizar o substituir un gobierno hostil, constituye una alternativa eficiente para realizar “guerras híbridas”. Se trata de restaurar o profundizar por vía judicial la última fase del capitalismo.
Estados Unidos se ha valido de esta estrategia para dar continuidad por otros medios al dominio de la región. No hace falta agregar que los argumentos excluyentes —por eficaces para justificarla— son la lucha contra la corrupción y contra el narcotráfico: ahí está el caso D’Alessio para atestiguarlo.
Ahora bien, la conmoción masiva que provoca la incesante difusión de denuncias de corrupción y el consecuente rechazo a la política, los políticos y los parlamentos frente a un Poder Judicial presuntamente incorruptible, es lo que convierte al lawfare en herramienta de los neofascismos, que rescatan así una característica de los fascismos del siglo pasado: la agitación de bases populares y la politización enajenada de vastos sectores sociales.
Para la oligarquía y la burguesía liberales —con representantes como Rodríguez Larreta—, el pacto con el neofascismo de Macri y Bullrich, facilitando las marchas pandémicas pero criminalizando y reprimiendo las luchas sociales y democráticas, ha sido el precio que han estado dispuestas a pagar por la derrota del proyecto nacional-popular.
La cuestión procedimental
Sin internarse en los rigores teóricos de la Filosofía Política ni de la Ciencia Política, aunque sin soslayar sus proposiciones básicas, es posible afirmar que la interacción del par oficialismo/oposición lleva necesariamente implícito un compromiso: las decisiones más importantes que afectan al conjunto social se toman a partir de un debate que, en ausencia de un acuerdo unánime, se resuelve mediante la llamada regla de la mayoría. Más aún, la prueba del tan mentado pluralismo no es para el liberalismo democrático la formación de un bloque histórico sino la libertad del disenso, o sea la condición reservada a los que no forman parte del bloque.
Al negarse a tratar en el Congreso aquellos asuntos “en los que no hay acuerdo”, que por definición son los más importantes, o al pedir que se retire del Congreso el proyecto de reforma judicial, Juntos por el Cambio está rompiendo la racionalidad democrática, con lo que priva a la sociedad en general y a sus representados en particular de contar con la posibilidad de argumentar el disenso.
Racionalidad democrática quiere decir ceñirse simultáneamente a —por lo menos— tres tipos de racionalidades: la lógica (evitar la contradicción); la metodológica (cuestionar y justificar); y la gnoseológica (valorar el respaldo empírico y evitar conjeturas incompatibles con la información disponible). Cuando se presta atención a lo que dicen los legisladores de JxC para explicar por qué no quieren debatir, se comprueba que no se cumplen tales requisitos: la sistematización de la mentira conduce al reinado de la irracionalidad.
La democracia liberal no está basada sólo en el consenso ni sólo en el disenso, sino en un consenso tal que no excluya el disenso y en un disenso tal que no trivialice el consenso, no sólo el referido a las reglas de juego. Esto quiere decir que es fundamental que consenso y disenso no se excluyan. Cuando un sector de disidentes actúa de tal manera que impide, con la violencia verbal o física, que otro sector busque consenso para su propia línea política, actúa con la misma lógica con que procede un sistema político cuando amenaza o castiga a los disidentes. Es la lógica del choque frontal que se propone como fin último la eliminación del adversario, contrapuesta a la lógica de la confrontación democrática que, aun reconociendo la necesidad de llegar a un acuerdo, no desconoce el derecho al desacuerdo o licitud del disenso; o a la inversa, aun reconociendo la necesidad del disenso, no admite que el derecho al disenso sea ejercido de manera que impida el derecho igual y contrario de no estar de acuerdo con el desacuerdo.
El único principio que permite a los disidentes expresarse libremente, y por lo tanto hace posible la presencia simultánea de consenso y disenso, es la regla de la mayoría. Es una regla de procedimiento, que nada dice sobre qué cosa debe decidirse, se limita a prescribir cómo debe decidirse: no establece qué está bien y qué está mal, sí ordena que se acepte como buena una deliberación, sea cual sea, pero votada de cierta manera.
Asimismo, el principio descansa en la presunción de que aquello que decide la mayoría corresponde mejor al interés colectivo que lo que proponen los menos. Algo así como que, de tener que elegir entre autoritarismos, el de la mayoría —que los reaccionarios de todas las épocas han denostado— es menos despótico que el de los pocos o el de uno solo. La mayoría se volvería despótica si aprovechara su condición para cambiar las reglas del juego, entre las cuales es fundamental justamente la de la mayoría: haría pasar la mayoría por unanimidad que, como tal, ya no reconocería a una minoría.
Aun sin considerar cuánto tiempo puede sostener la derecha —para algunxs ingenuxs convertida en “democrática”, después de ganar en 2015— el bloqueo procedimental sin ocasionar un daño irreversible al sistema, de la situación así creada y de las revelaciones que está haciendo la Justicia sobre el espionaje mauricista se desprenden importantes consecuencias políticas. Una —evidente— es la radicalización de la lucha entre las coaliciones de gobierno y oposición; otra —no tan evidente— es la profundización de las diferencias en el interior de las respectivas coaliciones.
Ocurre que ni la oligarquía tiene mucho margen para negociar, ni los sectores populares pueden ser contenidos con paliativos por mucho tiempo, ni una gran mayoría toleraría que —por ejemplo— no se transparentara el funcionamiento del Poder Judicial; es decir que el gobierno tampoco tiene mucho margen de maniobra.
Por otra parte, en el seno de la oposición, el pacto Macri/Bullrich y CIA-Rodríguez Larreta/Frigerio/Monzó cruje por varias causas. Entre tanto, cuando Cristina dice: “Es increíble que no puedan aceptar que son minoría”, está pidiendo a la oposición que respete la regla de la mayoría, lo que permite suponer que también le está pidiendo al gobierno que la aplique. En otras palabras, se dirige a Juntos por el Cambio pero probablemente también a aquellos miembros del Frente, como el mediático protector de habitantes de los “sótanos”, Sergio Massa, que pretenden un consenso absoluto –en la práctica difícil, cuando no imposible, pero redituable pour la galerie—, método infalible para trabar cualquier proceso de transformación en serio.
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