¿Tanto después, la justicia es justicia?
¿Qué distancia separa a la limitada justicia de lesa humanidad de la implacable, jacobina justicia poética?
Hace pocos días leí por ahí que una antigua compañera de HIJOS acusaba al Tribunal que está juzgando el secuestro y desaparición de sus padres. Fue en el momento de su declaración testimonial. Dijo algo así como: “Después de todos estos años, la justicia ya no es justicia”. Lamentablemente no escuché su declaración, me hubiera encantado hacerlo; pues, de acuerdo al mismo diario que da cuenta de los hechos, también llevó a cabo una suerte de perfomance sacrificial vía Zoom, dejando al descubierto su cuerpo en el que estaban escritos los nombres de las víctimas del CCD por el que pasaron sus padres.
No quisiera hablar de lo que no vi. Tampoco quisiera polemizar o juzgar la situación a partir de la nota de un diario. No solo porque admiro a esa persona como artista y militante, sino porque cada hijo/hija arma como puede y como quiere, el momento de la declaración judicial que –como bien dice la antigua compañera– tantísimo tiempo tardó en llegar, y nada nos devuelve a nuestros seres queridos. De modo que el momento es de plena libertad expresiva, y la Justicia se la tiene que bancar o receptar más allá de sus rituales. Desbordar sus formas en ese momento es un hecho legítimo que alivia a quien pone su cuerpo y su voz en un lugar tan complejo.
En realidad, lo que me descoloca no es la forma expresiva de una declaración. Insisto que no hay “un deber” de decir tal o cual cosa. Uno expresa como puede su historia ante la ley. De hecho fue lo que a mí me pasó cuando declaré. He visto muchísimas declaraciones de hijos e hijas de desparecidos y exiliados en los juicios de lesa; cada una es un mundo. A su modo. En algún momento me puse a estudiarlas todas, y a armar “las maneras de encarar la ley”.
Vuelvo a la frase “después de todos estos años, la justicia ya no es justicia”. Le encuentro cierto tono paradojal; en tanto viene una compañera que fue miembro de HIJOS, y que durante aquellos años de impunidad, planteaba la necesidad de lograr los juicios (de allí que entonces hubiera escrache y ahora no). La pregunta que me surge sería la siguiente: ¿cómo es posible –ahora– denostar simbólicamente aquello que tanto se buscó/conquistó con afán, desde la misma condición e identidad desde la que –antes– se luchaba?
Y estas otras preguntas, que quizás no tienen que ver con aquella compañera, sino con inquietudes que expresan más o menos lo mismo, por la forma de deslegitimación: ¿es válido acusar a un tribunal federal que juzga delitos de lesa humanidad, por la impunidad de los crímenes que avala la justicia patriarcal o la violencia institucional actual? ¿Es el arte un mecanismo de juzgamiento superior a la justicia burguesa e institucional? ¿El arte y la literatura permiten la venganza por sublimación que la justicia oficial y la derrota impiden? ¿Qué distancia separa a la limitada justicia de lesa humanidad que tanto nos costó conseguir, de la implacable, jacobina justicia poética?
Todas estas preguntas también me provocan y tampoco tengo demasiadas respuestas para ellas. Son bastante complejas y merecen arduas discusiones políticas, filosóficas y literarias. Lo cierto es que están allí los Juicios, que la derecha en estos últimos años hizo todo lo posible por desmantelar, y no pudo. No pudo, porque la sociedad argentina maduró lo suficiente para entender de la necesidad de su existencia y su defensa, como política de Estado.
Me pregunto si más allá de la libertad de lo que uno afirma en su declaración ante la ley, si tiene sentido denostar ese mecanismo, pese a sus tediosos rituales o la (razonable) indignación y desazón por el transcurso del tiempo. (Viene a mi mente la obra de teatro o perfomance Cuarto intermedio-Guía práctica para audiencias de lesa humanidad, en la que dos actores, un hijo de desaparecidos y una hija de exiliados, teatralizan, bajo situaciones desopilantes y hasta por momentos surrealistas, lo que ocurre en estos juicios durante sus momentos muertos.)
Insisto que no tengo una respuesta a mi pregunta, solo la tanteo percibiendo el estado de las cosas y viendo lo que nos costó conquistar históricamente estas instituciones, que son ciertamente burguesas, poseen miserias; pero generan apertura, reconocimiento y algunos niveles de reparación.
El escritor checo Franz Kafka en su novela El proceso refería al “aplazamiento indefinido” como a ese elemento que configuraba la magnitud del tiempo postergado, mientras la estructura interna de sus grises operarios avanza, y el protagonista (que somos todos nosotros) muere sin conocer el conflicto que lo llevó a su seno. Pese a estos dramas de Kafka, pese a la lamentable condición de los sistemas autoritarios judiciales que padecemos. Pese a todas las miserias de los procesos judiciales; la Justicia argentina es la única en el mundo que da el ejemplo y realiza el juzgamiento del genocidio. Y eso es posible a esta altura por la lucha de los organismos de derechos humanos, la perseverancia de las víctimas y las/los miembros de HIJOS, también hoy NIETOS, que apuestan todavía a ese tipo de respuestas.
Quizás una clave para encontrar cierta respuesta a las preguntas que me hice, está en el nivel de acostumbramiento. En la naturalización sobre la existencia de los juicios que tanto costaron conseguir y vienen funcionando desde hace más de 15 años. Ahí están, como también están los acusados sentados en el banquillo. Muchas veces decrépitos, en Marcos Paz algunos, otros con prisión domiciliaria, evadidos en otros casos, pero están. Y se los puede ver: procesados o condenados.
Entonces sabemos que existen los juicios de lesa humanidad en todo el país, no con la continuidad y la forma que nos gustaría, no con la fuerza, publicidad y el despliegue o acompañamiento necesario, pero están. Y eso nos deja algo tranquilos. Y las víctimas, familiares, testigos van y se presentan. Y pese a las rutinas (muchas por suerte se han simplificado) y el esfuerzo que cuesta mantenerlos, por suerte es hoy también parte de la nueva política de derechos humanos, la que otra vez trata de hacerse cargo del impulso de las causas. Como se hacen cargo las querellas y la fiscalía. Y las sentencias tarde o temprano llegan, como los abrazos que, luego, permiten –al menos– cierta sensación de alivio.
Por último, y en relación al lugar del tatuaje del nombre las víctimas, sobre el cuerpo sacrificial de otra víctima, me permito citar a Perla Sneh en un libro titulado Lenguaje y exterminio (Paradiso, 2012), citando a Horacio González, dice: “Es probable que no se haya reparado suficientemente sobre las implicaciones y los orígenes de un enunciado de (Eduardo Emilio) Massera: 'Los muertos son de todos'. En él se señala la necesidad de construir un panteón de esos muertos apelando a una idea de 'comunidad de sacrificados' que se habrían combatido sin cuartel, pero ahora, en la perspectiva de la derecha militar, yacerían indiferenciados. Sin embargo, dice González: la indemnidad del que convoca a todas las víctimas (…) es precisamente la del victimario, alcanzada por su posición desigual de agente de crímenes horrendos”.
¿De quién es entonces el lugar del nombre sobre el cuerpo de los muertos? Volviendo a Kafka, parece ser el lugar o cuerpo del condenado, es decir el cuerpo victimario, pues la sentencia que recae con los nombres de sus víctimas, se escribe o debería escribirse —simbólicamente— sobre su cuerpo. Y es lo que todos, de alguna manera, esperamos.
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