Kintsugi
La pandemia es como una marea. Se trata de qué haremos con lo que quede en las orillas cuando se aleje
“Los hechos que hacen al mundo real dependen de lo irreal para poder reconocerse”.
Ingeborg Bachmann
“En el medio del invierno encontré al fin, dentro de mí, un verano invencible”.
Albert Camus
Hay una inmensa marea suspendida sobre mi cabeza. No se mueve ni un ápice. En este tiempo demorado, la contemplo entre el asombro y la costumbre. Ocupa todo el firmamento, como en la película The Truman Show. El pasado quedó como atrás de un vidrio esmerilado, me cuesta verlo. El futuro aún no se vislumbra, y es imposible proyectarlo. Me pregunto qué quedará en la orilla cuando esta marea se retire. Habrá amores, algún sueño, maneras y costumbres que se perderán en la inmensidad y otros que no, y que serán parte de la reconstrucción de nuestro mundo, tan devastado y aparentemente tan intacto. Cuando el reloj vuelva a su labor, nos encontrará vestidos con la misma ropa de ayer y con el alma desnuda, como sucede luego de las guerras. Seremos dueños aún de nuestra risa y de nuestros huesos desafiantes, y nos pondremos a trabajar en una nueva construcción. Me preparo para el desafío, aunque aún no se bien ni cómo, ni cuándo.
Hablo de la marea, me refugio en las metáforas, porque el rol de cronista que relata lo que está sucediendo en Estados Unidos comienza a resultarme ingrato. Con algún matiz, las noticias se repiten a sí mismas ininterrumpidamente. Trump sigue escandalizando y creando inestabilidad a diario, en un intento de alejar la atención de su persistente caída en las encuestas, el peor derrumbe de PBI desde que comenzó a medirse, los picos de contagio que no ceden, la rotunda falta de liderazgo, el guiño constante al conflicto con China. O sea, ya no hay realmente nada nuevo para contar, nada que no se sepa ni pueda esperarse. Como en una Babel de un solo idioma y mil interpretaciones, las palabras que llegan desde los noticieros rebotan contra las paredes en una cacofonía espesa y, sobre todo, redundante. Parece que fueran ruidos, chillidos, golpes. Las voces discordantes, las de la paranoia, las que desparraman falsedades, los gestos provocadores y alguna que otra voz apelando a la civilidad y a la cautela se sobreimprimen y se confunden. El sentido estalla y se fragmenta en una danza crispada de palabras y números, y también, de vampiros. Los empoderados vampiros del rating.
Hay quienes se alzan contra este estado de cosas. Esta semana, Ariana Pekary, productora de MSNBC News (el canal de noticias de mayor audiencia del país), renunció a su puesto de trabajo publicando una carta que explica las razones de su alejamiento. En el texto, ampliamente difundido, describe a los programas de noticias como “un cáncer que nos divide”, asegurando que no existe decisión editorial alguna sobre invitados y contenidos que no se base en otra cosa que en el rating, y que la discusión sobre el impacto de esta manera de informar es un tema tabú. “El modelo bloquea la diversidad de pensamiento y amplifica voces y situaciones marginales, en detrimento de información valiosa, solo porque sube el rating”. El tema no es nuevo, pero podría haberse esperado que un acontecimiento como la pandemia hubiera inducido a los medios a desarrollar un poco de sobriedad. Pero no, siguen borrachos de mediciones, y así terminan los mini-Trumps de este mundo dominando las tendencias de Twitter. Para peor, ahora esto sucede dentro de un domo de aire estancado, donde no contamos con esa corriente de aire necesaria entre pasado y futuro que ayude a oxigenar un poco el ambiente. “Hoy más que nunca tengo ansias de un discurso íntegro y civilizado”, dice Pekary. Creo que en Argentina se siente lo mismo. ¿Hasta cuándo puede aguantarse la repetición ad náuseam de algún insulto de Milei o un disparate de Canosa? Como muestra local de la enfermedad terminal de los medios, basta simplemente contemplar la imagen más viral de la semana: Diego Leuco apretando sus puños con alegría triunfal al ver subir los números del rating de su programa, mientras a su lado un periodista anuncia récords de contagios en la Argentina. Una verdadera postal de la época.
Quizás por esa necesidad de comprender lo incomprensible, cuando se instaló la pandemia nos volcamos a las noticias. Debido a esta demanda, el mundo de los medios parece no haberse pegado la tremenda frenada que nos tiene a todos en vilo, y se ve dispuesto a seguir su loca carrera. La verdad es que veníamos a las chapas y, de repente, un día de marzo, nos encontramos con un obstáculo impensable. “Vivíamos en un mundo donde ya no se trataba de producir a toda velocidad, de vivir a toda prisa, sino de destruir deprisa” dice el psicoanalista argentino Juan Carlos Volnovich. “Al final, todo quedó reducido a conservar el equilibrio, mantenernos a flote como esos esquiadores en el agua que se deslizan a toda velocidad rozando la superficie sin dejar marcas. Si nos deteníamos, nos hundíamos”.
La velocidad imparable corría también en la manera de consumir: “Si hay un rasgo que definía esa época de reconversión neoliberal de la economía global —que aún no ha terminado— era el consumo y la celeridad de consumo, desde que los patrones de dilapidación y derroche medían el nivel de inserción social. Eso quería decir que la exclusión social iba pareja a la exclusión del consumo”, dice Volnovich. “La intimidad tiende a evaporarse en estas circunstancias vertiginosas, generando insatisfacción y aumento de la agresividad, ya que existe un lazo de causalidad indisoluble entre la hipervelocidad y la hiperviolencia”. La pandemia, desde este punto de vista, podría verse como un accidente, según Volnovich, “en el sentido de lo que Derrida alude como contratiempo organizado”. Es posible y necesario crear sentido de este “accidente” que apareció y paró la pelota, quizás, a tiempo. “Antes que añorar la vuelta a la normalidad, antes de apelar al 'ir acostumbrándonos', al aislamiento actual como signo de salud mental, se trata de inspirarnos para que el deseo colectivo vaya creando lo nuevo, lo insospechado; se trata de aspirar a que el poder transformador de las masas le otorgue a la existencia el sentido vaciado, no solo por la pandemia sino por un sistema injusto y desigual”. Sin dudas un desafío formidable y urgente.
Hace un par de días soñé que encontraba pedazos rotos de objetos que fueron de mis padres: un huaco, un plato chino, alguna porcelana exhibida en una vitrina. Así, fracturados, parecen destinados al olvido, pero me resisto a perderlos. Se me ocurre que podría unirlos y crear con ellos una gran fuente, y así lograr que me sigan acompañando. Comienzo a pensar en la argamasa que podría ensamblarlos mejor y en cuáles serían los ingredientes necesarios. Despierto sin una respuesta, y se me aparecen esos fragmentos del pasado que yacerán en las orillas, y en el trabajo de reconstrucción que nos toca. Es fundamental no dejar que esa memoria que tanto necesitamos para poder articular un futuro se nos escape como arena entre los dedos. Se trata de construir con lo que quede, pero no en el sentido de crear un Frankenstein. La imagen apta sería el método japonés de restauración llamado Kintsugi, en el cual las fracturas se reparan con barniz de resina de árbol mezclado con polvo de oro, creando un nuevo objeto de arte que revaloriza su historia. La resina sería pensar el bien común, el oro, la buena voluntad. Y aún con todo ese tesoro, no bastaría.
En un artículo de la revista Psyche, Lyndsey Stonebridge cita a Albert Camus y su libro La peste: “Hay en este mundo pestilencias, y hay víctimas, y lo más que uno pueda, uno debe negarse a estar en el lado de la pestilencia”. Uno de sus protagonistas, Tarrou, toma conciencia que, mientras está convencido de estar luchando contra la plaga, ha participado, directa o indirectamente, de las muertes de otros, debido a su aprobación silenciosa de un sistema de valores que supone que unas vidas valen más que otras. Camus habla de la responsabilidad moral individual, la cual afortunadamente es resaltada durante esta pandemia. ¿Pero es suficiente con la conciencia y con hacer el menor daño posible, con observar desde la decencia? Aquí Stonebridge, que encuentra en la idea de la peste tres mutaciones letales inmunes a toda cuarentena (el fascismo, el patriarcado y la tiranía colonial), invoca a la escritora Ingeborg Bachmann, quien ya en 1971 nos recordaba que, mientras algunos contemplamos y describimos las tragedias, otros están siendo devorados. “Para Bachmann la poesía es el arma contra la peste de nuestro tiempo —específicamente contra los odios históricos del hombre blanco—, porque puede atascar los códigos que permiten que esos odios se reproduzcan y exponer a la peste por lo que es: no una tragedia para soportar con un humanismo estoico, sino un crimen que debe ser condenado". Ella propone que no habrá un mundo nuevo hasta que no haya un nuevo lenguaje, ya que el heredado sigue contaminado por el virus de la violencia. Casi 50 años más tarde, basta mirar un noticiero para constatar esto. La poesía, la inclusión de la voz del oprimido en el discurso y la creación de un nuevo lenguaje, entonces, deberán también ser parte del polvo de oro de nuestro Kintsugi.
Entre las cosas que la marea se llevará parece estar mi amada perra y mi amiga del alma. Yo las lloro con una pena que tiene algo de furia. Voy al pequeño jardín, invadido por las malezas luego de varios días de lluvia, y las arranco de cuajo, con fuerza, como si estuviera en una selva y mi vida entera dependiera de eso. Entre lágrimas detecto las enredaderas que abrazan y ahogan los rosales, tiro de ellas, siento las espinas en mis brazos. Tengo mi pequeña catarsis allí, en unos pocos metros de tierra, sintiéndome parte, cuidando las flores. Me doy cuenta de que la tristeza y la incertidumbre no devastarán mi vitalidad. Los queridos que se van vivirán en el recuerdo encendido de esa llama que pasamos de corazón a corazón y de generación en generación. Me prometo que cuando vuelva la normalidad no permitiré que las rutinas huecas y el vértigo de la vieja normalidad me lleven puesta, adormeciendo mis sentidos y demorando lo que he venido a hacer. Siento, en las palabras de Juan Carlos Volnovich, “esas ansias de despertar en un mundo donde este presente pueda inscribirse en la historia como el fin de una era de agravios y de oprobio, apoyado en la confianza de que un futuro mejor —que es posible— nos esté esperando. Dice Bachmann: “Realmente creo en algo, y lo llamo 'Llegará el día'. Y un día llegará. Bueno, probablemente no, porque siempre se arruina... No llegará, pero de todas maneras, creo que lo hará. Porque si no lo creyera, entonces tampoco podría escribir”. Me pasa lo mismo. Enchufo la compu, pienso “llegará el día”, y me pongo a terminar esta nota.
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