Los ojos de Nancy
El infierno sobre el cual alguien debe escribir: de Charles Dickens a Camila Sosa Villada
Las personas que nos dedicamos a escribir —desajustadas por definición, para no decir desencajadas— pasamos horas intercambiando figuritas sobre precursores que admiramos, de todos los tiempos y latitudes. Es lógico, porque les debemos infinitas horas de placer y aprendizaje. (En general se remarca el aspecto más solitario del oficio, olvidando que nos sabemos parte de un club con carnet y todo y cuota al día — uno de tantos que se enfrentan a diario en un campeonato que en tiempos normales se dirimía en bares, universidades y suplementos culturales y ahora se discute en versión virtual. ¿Nuestro clásico, nuestro Boca/River? Team Borges versus Team Walsh.) Pero si nos preguntasen quiénes nos parecen más que admirables: es decir superlativos, olímpicos, dignos del Top Five Histórico, lo resolveríamos en menos de un minuto. Porque la lista de admirados es un magma, algo en ebullición, que cambia con nuestro humor. Pero la lista de venerados a quienes les consagramos un altar mental (y hasta físico, como comprobaría cualquiera que echase un vistazo a mi biblioteca), tiende a ser tan corta como inamovible. En mi Top Five siguen firmes desde —literalmente— el siglo pasado, William Shakesperare y Charles Dickens, de cuya muerte se cumplieron 150 años el 9 de junio que acaba de pasar.
Estos dos tienen mucho en común. La inagotable inventiva verbal. (Van creando lenguaje sobre la marcha, a medida que lo necesitan.) La infinidad de recursos estilísticos. (Cuando parece que se aproximan a una pared, abren una puerta que para nosotros era invisible y conduce a un ambiente que antes no estaba allí.) La profundidad de su comprensión del fenómeno humano. (La mayoría de les escritores crea uno o dos tipos de protagonistes con les cuales se identifica, que casi siempre se le parecen mucho, y el resto de su cast son antagonistas o figuras menores. En cambio estos dos crearon una miríada de personajes de lo más diversos, cuyas cuitas supieron representar con democrática intensidad. Son escritores fair play, que también te hacen vibrar con la humanidad de los personajes secundarios y hasta de los que actúan como villanos, porque se toman el tiempo para presentar su punto de vista con elocuencia. Por eso Dickens dijo esto, durante una conmemoración en honor del Gran Will: "Nos encontramos aquí para celebrar el cumpleaños de un vasto ejército de hombres y mujeres palpitantes, que vivirán para siempre con una vigencia más grande que la de los hombres y mujeres cuyas formas vemos alrededor nuestro". Pícaro Charlie, que elogiaba del Master un talento que él mismo tenía a carradas.)
Una última característica en común que no hay que olvidar: estos dos eran popularísimos. Adorados masivamente ya en su tiempo, por público y lectores policlasistas. Porque aunque desafiaban a cada paso las capacidades de quienes se enfrentaban a sus obras, representaban el fenómeno humano con una vitalidad nunca vista hasta entonces — y nunca superada desde entonces. Público y lectores encontraban en esos personajes la más perfecta representación de la vida que creían conocer. ¿Quién no ha frecuentado o por lo menos sabido de un gordo chanta y encantador como Falstaff, de esos que te hacen cagar de risa y a los que un día querés abrazar y al otro colgar de las pelotas? ¿Quién no ha conocido a un turrito como el Artful Dodger de Oliver Twist, al que puteás porque te cagó y al mismo tiempo aplaudís por dentro, porque te cagó con elegancia? Casi todos sabemos de alguien más o menos así; pero ninguno es lo que es en grado excelso como siguen siéndolo Falstaff y el Dodger: tan maravillosamente zafios, tan exquisitamente elocuentes, tan cretinos y entrañables a la vez. Shakespeare y Dickens tomaron odres vacíos, formas humanas que el público reconocía, y las llenaron de la potencia humana llevada hasta el límite. Por eso cada gordo turro y seductor es una sombra de Falstaff, una versión Manaos, que no alcanza nunca las alturas del personaje — todavía vivimos dando saltos, intentando llegar al nivel que Shakespeare le marcó al fenómeno humano.
(La tenemos difícil. Así como, para evolucionar, perdimos la capacidad de sintetizar vitamina C, si queremos avanzar debemos dejar atrás ese rasgo retrógrado que es el gorilismo. Hay gente que tiene pulgares oponibles pero no llegó a desarrollar una función equivalente en términos cerebrales, que le permita pensar con sintonía fina. El Cacerolerus Vicentinencis, sin ir más lejos, todavía no percibe ciertas contradicciones bastante obvias — por ejemplo, no entiende que la lista que enumera las muchas maneras de defender el propio traste no incluye su entrega voluntaria y gozosa.)
Tanto el Gran Will como Charlie Dickens provienen de eras de creación literaria en las cuales no existía oposición entre la excelencia y la popularidad. Al contrario, se consideraba natural que la segunda derivase de la primera; del mismo modo, caía de suyo que ante todo trabajaban para el público. En su biografía de Dickens, Peter Ackroyd señala: "Es muy significativo que el más grande novelista de lengua inglesa haya sido entrenado primero como periodista y reportero. Fue así que asimiló que trabajaba para una audiencia a la que tenía que apelar, y cuyos gustos necesitaba satisfacer, si quería ser tomado en serio". El subrayado es mío, porque me interesa insistir en esta contradicción: en ciertos tiempos aristocráticos les artistes entendían que el árbitro era el público, mientras que en tiempos formalmente democráticos —los nuestros— se asume que el árbitro es la aristocracia de les crítiques y por extensión de los medios; al punto de que el éxito de ventas es considerado un signo que reclama la sospecha sobre las calidades literarias de un texto. (El reino del revés, diría María Elena, otra Walsh, que también era exquisita y popular a la vez.)
Yo sigo creyendo que, para quien se dedica a la creación, no hay premio ni elogio más grande que el que Charlie D. recibió a su muerte. Su tumba en Westminster estuvo abierta dos días, mientras recibía el homenaje de la gente que hacía cola durante horas para despedirse. Según uno de sus hijos, cuando finalmente quitaron las flores que el pueblo había echado encima del ataúd para cerrar la tumba, encontraron "infinidad de rústicos bouquets de flores, atados con jirones de tela". La ofrenda típica del pobrerío que entendía que Charlie era de los pocos escritores que pensaba en ellos y con quien contaban siempre para hacerlos reír, llorar y pensar —en otros tiempos, los escritores populares eran aquellos autores exquisitos que no creían que las emociones fuesen mala palabra—, llevando solaz a sus encapotadas vidas.
Ninguna víctima
Este mes se editará en Gran Bretaña la versión original del manuscrito de Oliver Twist, que se diferencia de la que conocemos en un aspecto fundamental. Les refresco este aspecto de la historia, por si se les escapa: Twist es la historia de un huérfano que cae en manos de una banda de malvivientes liderados por el pesadillesco Fagin, que lo entrena —y ante todo, se lo usa— para cometer delitos, en el contexto de la crueldad social tan propia de la Inglaterra victoriana. (En 1839, casi la mitad de los funerales de Londres tenían por protagonistas a niñes menores de 10 años, muertos tempranamente por enfermedad o malnutrición.)
Uno de sus personajes más coloridos es Nancy, una "mujer caída". (Recién en el prefacio a la edición de 1841 Dickens puso con todas las letras que se trataba de una prostituta.) Nancy, que forma parte de la banda de Fagin desde niña, está enamorada del fiolo de Bill Sikes, que también es chorro y la explota en su beneficio. Al principio Nancy cumple con el rol que le han asignado y ayuda a esos turros a recuperar a Oliver, que por obra de un golpe de suerte había sido rescatado de su servidumbre por el señor Brownlow. Pero pronto se arrepiente del destino al que Fagin y Sikes condenan al niño —su mismo destino, de marginalidad y pronta muerte— y se mueve para ayudar a que Oliver se salve, a pesar de que ello la expone a terribles consecuencias.
La historia se publicó originalmente de manera serial, entre febrero de 1837 y abril de 1839, en la revista Bentley's Miscellany, con ilustraciones de George Cruikshank. Pero, a la hora de revisar el texto para su edición en formato de libro, Dickens repensó un aspecto de su narración. El personaje de Nancy había tenido gran repercusión desde el primer momento. Dickens estaba al tanto de las terribles condiciones en las que vivían y trabajaban las putas de su tiempo. En un artículo periodístico de 1835, describía a dos prostitutas que habían sido detenidas por la policía. Se trataba de dos hermanas, "vestidas de forma chillona". La mayor tenía 16 años y la menor "no había llegado aún a su año catorce de vida". Dickens —que firmaba sus artículos periodísticos con el seudónimo de Boz— subraya cuán angustiada se ve la más pequeña, pero añade su certeza de que pronto se curtirá como su hermana mayor.
El personaje de Nancy es una destilación de todas esas criaturas a las que Dickens observaba con ojo de cronista. Por eso en el texto original se parecía tanto a sus modelos de la vida real: desde la ropa que por entonces se consideraba vulgar y llamativa ("vestido rojo, botas verdes") y su risa estentórea hasta su lenguaje barriobajero. A los lectores de Bentley's Miscellany —el proverbial lector popular, consumidor de pasquines— la descripción no los impactó, porque veían Nancys a diario y por doquier. Al contrario: fueron ellos quienes la consagraron como una de sus favoritas entre los múltiples personajes de la novela. Y es comprensible: Nancy es divertida, inteligente, llena de contagiosa energía y de un buen corazón que la desdicha no ha congelado. Pero, al enfrentar la tarea de llevar el folletín al formato libro, Dickens se preguntó si los rasgos más realistas de Nancy interferirían con la capacidad del lector victoriano promedio de sentir empatía por ella. Y entonces reescribió —editó— algunas de sus características exteriores: le pasó el vestido multicolor a su amiga Bet y pulió un tanto el lenguaje con que se expresaba. He ahí, nuevamente, al escritor que como Ackroyd lo definía se había forjado como periodista y estaba atento a las características de sus lectores. Dickens deseaba que los consumidores tradicionales de libros amasen a Nancy; y si para lograrlo debía pasarla en limpio —pasteurizarla, quitarle lo guarango—, estaba dispuesto a pagar el precio. Aun a pesar de esa sublimación, lo suyo seguiría siendo disruptivo: convertir a una puta en personaje central de una novela y mostrarla bajo una luz positiva.
La preocupación de Dickens por estas mujeres no quedó en el terreno de la opinión personal. (Otra de las razones que justifican mi eterna admiración: lo que sostenía con palabras lo bancaba con el cuerpo.) En 1847, cuando ya se había convertido en lo más parecido que existía por entonces a una estrella, se asoció a la baronesa Angela Burdett-Coutts para abrir —y financiar— una institución llamada Casa para Mujeres Caídas, o En Desgracia (Home for Fallen Women), donde se les ofrecía vivienda, alimento y formación que les abriese las puertas de otra salida laboral. Creía que, si las convencían de dejar la calle antes de volverse adictas y endurecerse como la puta de 16 del artículo, tendrían posibilidades de aspirar a otra cosa.
Hoy la actitud puede parecer ingenua o paternalista. Dickens no es un hombre deconstruido, la forma en que trató a su esposa durante la etapa final de su vida dista de ser modélica. Pero no podemos olvidar la época en que se movió. Descontextualizar una obra de arte para medirla con parámetros contemporáneos no es una decisión inteligente. Lo que importa es que, durante la primera mitad del siglo XIX, en pleno auge de ese código rígido al que todavía conocemos como moral victoriana (mientras, más cerca nuestro, Camila O'Gorman no imaginaba que sería fusilada y Roca era un niño que aún no estaba en condiciones de exterminar al distinto), Dickens creó el personaje eterno de una puta que era lo opuesto de una víctima.
Ciudadanes soberanes
Mientras amasaba estas ideas, mi compañera plantó un libro en mis manos. "Tenés que leer esto", insistió. Era Las malas, de Camila Sosa Villada. Lo leí en pocas horas. Me partió al medio. Cuenta, desde una primera persona, historias de un grupo de travestis que coinciden en el cordobés Parque Sarmiento, a metros de la estatua del Dante, para ofrecer sus servicios profesionales. Como yo venía pensando en Nancy, no pude evitar que la lectura ocurriese bajo su luz. Las malas abunda en personajes queribles y tremendos pero siempre llenos de vida, a los que no les chinga el adjetivo dickensianos: la Tía Encarna, Angie, la narradora misma. (Hasta Cris Miró, a quien llegué a entrevistar y me dejó grabada su pena fosforescente, aparece para reclamar el destino que siempre mereció: figurar en una novela.) Las cosas que se narran son terribles y a la vez no hay rastro alguno de autoconmiseración. Esas criaturas saben que es la copa que les tocó y no reniegan de ella, al contrario, hacen fondo blanco, se la bancan con un coraje del que muchos carecemos y saborean las amarguras —consecuencia, siempre, de la injusticia social— tanto como las ternuras que se permiten y la decisión de ser deslumbrantes pese a todo, "como un atardecer sin lentes de sol".
Lean Las malas. No se lo pierdan. Y mientras tanto, déjenme seguir creyendo que somos una especie jodida, desesperante, que hace cosas a diario para persuadir de que constituye una oportunidad perdida —un desperdicio de energía vital— y aun así, sin embargo... Las malas es un libro consciente de estar hablando de "ese infierno del que nadie escribe" pero, al mismo tiempo, inspira con cada página la sensación de que no estamos perdidos del todo. Esos personajes ya no necesitan de un escritor cis y además blanco que los cuente. En lo que va de Dickens hasta hoy se perpetraron algunas de las cagadas más atroces (si piensan en el genocidio nazi piensen también en Hiroshima y Nagasaki — no nos olvidamos de vos, Harry Truman, en nuestro infierno sos vecino de Adolfo), pero también pasaron cosas buenas. Ahora no es imprescindible la mediación de un Dickens. Hoy Nancy podría escribir y difundir su propia historia.
En estos tiempos que afortunadamente revalorizan la tarea de les científiques, quiero rescatar también el rol de les escritores (ayer fue nuestro día, dicen por ahí), porque laburamos desde hace milenios para ampliar las fronteras de lo posible y dinamitar las barreras del prejuicio y el condicionamiento social. Sí, ya sé que existen escritores de derecha, conservadores, defensores de un orden viejo. Pero en general, más allá de las contadas excepciones que confirman la regla, son horribles y en consecuencia intrascendentes. También, ay, existen aquelles que construyen una obra decente y la cagan cuando abren la boca. (Sí, estoy hablando de vos, J. K. Rowling. Qué manera de enredarte con tus propios pies. ¿Cómo te vas a meter con las malas?)
Pero la mayoría de les escritores subrayó durante la Historia los rasgos de la realidad que les parecían inaceptables, las circunstancias de la vida que encontraban escandalosas. (Algunes, además de escribir ponían el cuerpo como Dickens y otros cuantos —Team Walsh, acá— pusieron la vida entera.) Por eso yo, al menos, considero este asunto cada vez que evalúo una obra artística. Entre los ítems que repaso mentalmente, nunca falta la pregunta sobre la forma en que esa obra se la jugó contra las injusticias de su tiempo. Porque si no aprovechaste tu talento para tirar algún cascote y mellar las vidrieras del Centro (hablo en términos poéticos, aclaro porque las mediocridades tienden a ser literales), significa que no entendiste del todo la tarea. Pobre de vos si creíste que podías discutir formas narrativas sin discutir el mundo que representa su código de lectura. Estética es ética siempre. Negarse a mirar más allá del arenero literario, a considerar el rol que juega en la plaza del mundo, suele acarrear malos resultados: antes que escritores, produce decoradores de vidrieras.
No estamos acá para ganar guita y ser laureados por el establishment. Quienes hacen eso es porque, a diferencia del Gran Will y de Charlie D., le erraron fiero al árbitro indicado. Estamos acá para patear viejas estanterías y contribuir al rediseño del boliche mientras nos divertimos e inquietamos y encantamos a la mayor cantidad posible de gente durante el proceso. Tomar el odre de la creación literaria para llenarlo tan sólo de monedas y ego es un desperdicio, como lo sería adueñarse de un jarrón de la dinastía Ming para tener dónde escupir pepitas de uva. A este odre lo sacralizó la especie al darle el mejor uso durante siglos y contener allí las ideas más deslumbrantes, más desafiantes que concebimos. No está para ser banalizado ni para despreciar la transformación profunda que produce en aquelles que se aproximan a dialogar con su belleza.
Una de las cosas que amé de Las malas es la palabra que elige para describir a Cris Miró. Camila Sosa Villada dice que ese rostro tenía soberanía. Un término que, a primera leída, suena raro como parámetro de belleza; pero que, a medida que lo vas masticando, se revela como una unidad de medida esencial. Cara a cara Cris transmitía la delicada autoridad que comunica la persona que tomó las riendas de su destino, desde la perfecta consciencia de las iluminaciones y dolores que eso implica; una aceptación profunda que, desde afuera, se percibía como energía llamada a trascender su envoltura mortal. Soberanía es, además, una palabra de especial resonancia en estos tiempos. (Una de las características de la buena literatura: su timing, esa sensación de que está hablándole a lo que ocurre hoy a pesar de que hayan transcurrido siglos desde su primera edición.) Soberanía es aquello que nuestros cuerpos le disputan al virus. Soberanía es lo está en juego detrás de la cuestión del aborto. Soberanía es que lo defiende la intervención del Estado en Vicentin. Soberanía es lo que expresó Oliver Twist cuando, mientras el resto de los pequeños hambrientos callaba, se sobrepuso al temor a las autoridades para reclamar —como reclamamos hoy todes les ciudadades a este sistema— "¡Quiero más!" Y soberanía es, en último término, la virtud que defienden les escritores que valen y valdrán la pena: nuestro derecho —como individuos, como comunidades, como culturas, como sociedades— a no dejar los resortes de las decisiones esenciales de nuestras vidas en manos que no son las que corresponden
¿Acaso existe una razón mejor para seguir viviendo y escribiendo?
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