Derivaciones pandémicas
Secuelas de lo impensado, escenarios en disputa y reconfiguraciones posibles
Las catástrofes naturales, los cambios abruptos de las estructuras económicas y las grandes alteraciones sociales han prologado transformaciones cuya magnitud no fue percibida mientras los sucesos se producían. Sin embargo, en todas esas situaciones históricas las distintas fracciones sociales pujaron por emerger de dichos acontecimientos desconcertantes con mayores niveles de poder relativo. Esta disputa se está desarrollando en la actualidad, a nivel global, en forma más o menos explícita, mientras el virus nos recuerda la vulnerabilidad de la especie y la verdadera relevancia de los temas esenciales para la reproducción de la vida. La pandemia desata contiendas sobre la reconfiguración posible de las reglas del juego mientras en forma simultánea desnuda la frágil arquitectura institucional instaurada para la depredación y la maximización de la renta financiera.
Existen diferentes hipótesis acerca de los efectos posibles de la pandemia en términos de reorganización política a futuro. Algunas se centran en la reconfiguración del Estado, consolidando los gestos proteccionistas restaurados por Donald Trump y Boris Johnson en los últimos años. Otras le otorgan a las unidades nacionales un rol de mayor autonomía respecto a los constreñimientos impuestos por el capital monopólico financiarizado. Por último, aparecen las conjeturas de un posible recrudecimiento de la vigilancia y del disciplinamiento demográfico como herramientas de control social. En las tres hipótesis, se elude, sin embargo, cualquier referencia a la orientación política de las fracciones de poder que lideran dichas unidades nacionales y los enfoques que guían sus políticas.
Los Estados han demostrado, desde la consolidación de las unidades nacionales, que pueden beneficiar a sectores privilegiados y/o a grupos vulnerables. El Estado per se no ha sido garantía de ninguna de las dos opciones. De hecho, cuando las grandes mayorías sociales fueron despojadas de la participación o del protagonismo político (mediante la utilización de sutiles artificios mediáticos, la utilización de laberintos judiciales o a través del vaciamiento de toda alternativa de cambio), el Estado puede volverse –como sucede en muchos países pretendidamente desarrollados— una cáscara vacía orientada a garantizar el status quo útil para darle continuidad a la lógica del sistema depredatorio neoliberal.
En Argentina, producto de una acumulación de luchas y experiencias sociales actualizadas y presentificadas en forma recurrente no han sido totalmente exitosos los variados artilugios dispuestos para abolir la política como instrumento expresivo de las multitudes. El reciente triunfo de lxs Fernández, sumado al fracaso del macrismo, permite entrever la posibilidad –en el medio de la pandemia– de una oportunidad de consolidar la articulación virtuosa entre los actores sindicales, los movimientos sociales y las militancias políticas populares. Sin sujetos colectivos empoderados y movilizados, el Estado corre el riesgo de convertirse en un fetiche o en una maquinaria burocrática potencialmente cooptable, otra vez, por parte de fracciones legitimadoras del orden social inequitativo. La defensa del gobierno popular exige además, en forma simultánea, un incremento del poder relativo de las fracciones mayoritarias respecto al capital concentrado.
En la actualidad, una gran parte de los fabricantes de acciones psicológicas se encuentran debilitados y a la defensiva: ven esfumarse parte de su poder mediático-simbólico detrás de una sociedad que en forma más o menos compacta se abroquela detrás de las orientaciones político-sanitarias gubernamentales. Los poderes concentrados locales, además, se enfrentan a una doble restricción: por un lado, ven expuesta su dependencia de los asalariados (sin la fuerza de trabajo no pueden darle continuidad a su acumulación) y, por el otro, observan con espanto a un gobierno que —a diferencia del gerenciado por Donald Trump— privilegia el cuidado de la vida por sobre la reproducción del capital.
El rey está desnudo
La pandemia supone una catástrofe sanitaria global que pone en evidencia la incapacidad neoliberal (fase actual del capitalismo) para brindar soluciones vitales a los grandes problemas de la humanidad. Uno de los paradigmas de dicha lógica es Estados Unidos, que se empecina en exponer, con dosis semanales de descomposición sistémica, su cáscara civilizatoria vacía y caduca. En los próximos días su modelo de precarización –exportado durante décadas a fuerza de bases militares y películas de Hollywood–, terminará arrojando a la desocupación a un total de 30 millones de personas. El modelo admirado por el macrismo y los sectores liberales de Argentina resultó ser el menos capacitado para enfrentar una catástrofe sanitaria, pese a contar con un poderío bélico, tecnológico y financiero superior al que ostenta el resto de los países del mundo. La pretendida ventaja moral e institucional representada por la Estatua de la Libertad neoyorquina empieza a mostrar su verdadera cara, oculta durante un siglo de hegemonismo militar, corporativo y financiero.
La función prioritaria de este sistema político y económico consistió en garantizar la acumulación de capital en beneficio del 1 % de la ciudadanía, y al mismo tiempo hundir en la precariedad al 60 % de la población. Dentro de esa vulnerabilidad se consolidó el gran negocio de la lógica monopólica hoy acompañada por un supremacismo blanco, anglosajón y protestante (WASP), que alcanza niveles impensables de sadismo: mientras se acumulaban los féretros en las morgues de Nueva York, Trump difundió una orden ejecutiva, la última semana, en la que se excluye a los inmigrantes y los estudiantes extranjeros de las ayudas económicas gubernamental y la atención médica de orden público. El discurso cinematográfico que expuso a Estados Unidos como una tierra de oportunidades termina despreciando a los migrantes que fueron utilizados desde hace 50 años para reducir el valor del salario y contribuir de esa manera a maximizar inversiones y ruletas financieras.
En forma coincidente con esa impronta, el magnate devenido en primer mandatario lanzó una operación a través de Twitter para cuestionar a los gobernadores que decidieron impulsar cuarentenas estaduales. En uno de esos Estados, Kentucky, donde las fuerzas republicanas impulsaron manifestaciones callejeras de apoyo a Trump –realizadas ex profeso sin barbijos– se produjo un inmediato crecimiento gigantesco de la transmisión del virus y los fallecimientos. Con un total de 4 millones de habitantes, Kentucky contaba el último jueves con la misma cantidad de personas fallecidas por coronavirus que la Argentina, cuya población es 10 veces superior. El viernes 24 Trump sugirió ante los medios de comunicación la posibilidad de inyectar desinfectante como forma de prevención para evitar el contagio del coronavirus. Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA por su sigla en inglés) refutó inmediatamente al primer mandatario advirtiendo que “el consumo de "productos (como la lavandina) pueden causar náuseas, vómitos, diarrea y síntomas de deshidratación severa”. Países infinitamente menos desarrollados que Estados Unidos han evidenciado métodos más eficaces de cuidado poblacional. Esta evidencia incontrastable queda plasmada en las 50.000 personas muertas hasta el viernes y la absoluta carencia de liderazgo y cooperación internacional exhibida por Washington. Según los funcionarios de la Organización Mundial de la Salud, el manejo de la crisis evidenciada por Trump es la más perjudicial para la salud poblacional entre todas las gestiones gubernamentales desarrolladas en el mundo.
Los sectores hegemónicos de todo el mundo advierten el peligro de perder peso relativo en el manejo de los resortes estructurales del Estado a manos de las turbas populares. Esa potestad del manejo de lo público, alguna vez atribuida a la democracia, ha sido renombrada –muchas veces en forma despectiva— como populismo.
La paradoja del momento es que el desconcierto que provoca la catástrofe es también un espacio para la reconfiguración de los actores sociales. El sentido común economicista aparece hoy parcialmente resquebrajado frente a las urgentes necesidades colectivas. Esta situación pone a la defensiva el criterio sacrosanto de la (mendaz) libertad individual desgajada de lo social. La pandemia (paralela) que sufre el neoliberalismo es la desestructuración de sus verdades impuestas tras medio siglo de represiones, imposiciones de sentido común y operaciones intelectuales (financiadas por las corporaciones). El Rey Neoclásico empieza a estar desarropado aunque quizás falte un actor social que lo deje completamente desnudo. Las crisis –la historia suele enseñarnos– son buenos momentos para la irrupción articulada de esos actores capaces de pensar y a actuar sin las anteojeras del pensamiento anquilosado.
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