El nuevo chivo expiatorio
Quienes destruyeron el aparato productivo celebran la coartada que les brinda el virus
Desde que empezó la pandemia que sacude al mundo no paramos de ver desfilando por los medios de comunicación a los que estuvieron en el poder durante el 2015-2019 ―directa o indirectamente― y que aplicaron a troche y moche las recetas del consenso de Washington, sosteniendo que es necesario encontrar un equilibrio para “no quebrar el aparato productivo del país”.
Es gracioso, pero no por eso tenemos que reírnos de ellas, porque detrás de estas aparentes y buenas intencionadas declaraciones se esconde una proyección que busca trasladar la culpa de todos los males que aquejan a la economía al coronavirus y, como consecuencia de ello, al gobierno nacional por no encontrar el correcto y rápido equilibrio.
La pandemia es el chivo expiatorio que le cayó como anillo al dedo a Juntos por el Cambio en su vitalicio deporte de encontrar nuevos responsables y sostener que el Covid-19, junto a la ineficiencia del gobierno, serían los culpables de la destrucción del “aparato productivo”, cuando en realidad ya lo habían destruido ellos.
“Es que no se puede destruir algo que ya estaba destruido”, estará pensando nuestro sagaz lector. Sin embargo, esa es la táctica que están realizando. Ocultan que durante cuatro años de gestión el liberalismo fue el modelo que se aplicó, que no fue otra cosa que un sistema ideológico para que una minoría tenga ventajas sobre las mayorías. Es eso, el resto solo son firuletes ortodoxos en forma de cebo para llevarnos a la trampa que representa el mercado.
Cuando hablamos de este sistema ideológico nos referimos al triunfo simbólico y cultural del esfuerzo individual por sobre el bien colectivo, de la mirada crítica para el que está afuera del mundo del trabajo, olvidando una reflexión sobre la dignidad humana, sobre los avatares de las trayectorias de vida, no cuestionando a un sistema que es el verdadero productor de las penurias y de la pobreza del mundo.
En esta línea de análisis, en 2019 la reconocida Organización No Gubernamental Oxfam publicó su estudio sobre la situación de la desigualdad económica en el mundo, en el que 26 personas poseían la misma riqueza que 3.800 millones de personas. Sin palabras, no sólo es indignante sino absolutamente insostenible.
Nuestro país no escapó en los últimos años a esa concentración. En el 2017 la diferencia entre el 10% más rico y el 10% más pobre era de 17 veces, a fines del 2019 llegó a 21 veces. El 10% más rico recibía casi el 32% del ingreso y el 10% más pobre apenas el 1,7%, en el segundo trimestre del 2019.
Si excluimos al 30% más pobre de nuestra sociedad que percibía menos del 9% del ingreso, y nos concentramos en el 40% que le sigue, lo que podríamos decir una clase media amplia también percibió menos ingreso que ese 10% más rico, sólo para entender las diferencias, y darnos cuenta que la concentración tampoco beneficia a los sectores medios, más allá de que en los estratos más bajos provoca calamidades.
Durante el gobierno de Mauricio Macri no hubo una crisis económica ―como muchos quieren hacer creer― sino una transferencia colosal de ingresos de los que menos tienen hacia los bolsillos de los que más tienen, siempre beneficiando al sector más rico, el mismo que hoy se niega a pagar el impuesto a las grandes riquezas.
Desigualdad que no se puede esconder más, y menos frente a la pandemia. En un artículo del 17 de marzo, Alejandra Sánchez Cabeza, del Observatorio de la Salud del GDFE (Grupo de Fundaciones y Empresas) se hace una serie de interrogantes sobre esas desigualdades en materia de salud, en este caso territoriales: “¿Cómo se explica que la tasa de mortalidad neonatal sea el doble en el NEA que en la ciudad de Buenos Aires? ¿Qué en los últimos años los casos de sífilis congénita aumentaran en la Región Central del país, duplicando a otras regiones, donde en ese mismo período disminuyó? ¿Qué seis provincias estén en situación de alto riesgo de transmisión de Chagas mientras cinco ya han certificado su interrupción?”
El mismo artículo concluye: “¿Qué nos invita a pensar el coronavirus más allá de la pandemia? En primer lugar, a comprender las políticas públicas desde una perspectiva de derecho. Y que el hecho de que las poblaciones padezcan los problemas de salud de manera diferencial no nos debería ser indiferente”.
¿Cómo afectará a las poblaciones más pobres si no podemos detenerlo a tiempo, o al menos no nos preparamos desde un sistema público de salud que no excluya o que tenga que elegir a quién atiende por insuficiencia de oferta para todos y todas?
¿Cómo hacer cumplir las restricciones, el distanciamiento social, el lavado de manos a poblaciones que están hacinadas, no poseen agua potable y no cuentan con recursos suficientes para el jabón, la lavandina y el alcohol en gel, entre otras necesidades? ¿Cómo aguantar la cuarentena si no tienen garantizados el ingreso por carecer de protección social? ¿Cómo incluso hacerlo desde la formalidad, cuando hay grandes empresas que rápidamente amenazan con el descuento o el pago parcial, cuando no el despido?
La respuesta a estas preguntas y a muchas más que el lector debe estar imaginando es el Estado, son las políticas públicas. La prohibición de despido, el arbitraje obligatorio, el subsidio estatal para el pago de sueldos, la baja de aportes patronales, los créditos a baja tasa, armando hospitales móviles, el Ingreso Familiar de Emergencia, el mayor ingreso de la AUH, la tarjeta Alimentar ahora con ingreso semanal, comprando respiradores, entre tantas otras medidas.
¿Alguien pensaba que el Mercado iba a resolver sobre estas cuestiones? En el mundo queda claro que se necesita al Estado, y en la Argentina seguramente es una lección que estamos aprendiendo. Pero no cualquier Estado sino uno que sea inclusivo, que no priorice las libertades individuales sobre el bien colectivo y que no sea únicamente el garante de la propiedad privada y de la seguridad jurídica, como nos hizo creer la revolución burguesa de 1789.
La pandemia tal vez abra la puerta a una nueva oportunidad, alguna vez tendremos que aprovecharla. Ojalá empecemos a hablar de pueblo, incluyendo a muchos más argentinos y argentinas. Ojalá los intereses de los más vulnerables puedan ser acompañados por una clase media que crece cuando a estos les va bien. Ojalá seamos capaces de levantar la bandera de la dignidad humana, de no prejuzgar, de comprender al otro, de no querer copiar los modelos del mundo más desiguales, de buscar ser no iguales pero sí menos desiguales desde el acceso no sólo a los bienes materiales, sino también a las cuestiones que tienen que ver con la identidad, con el ser, con los afectos.
Ojalá que aprovechemos esta oportunidad y dejen de meternos el chivo ―o el perro― del liberalismo.
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