Autoridad y autoritarismo
Medidas excepcionales ante una crisis única y al cuestionamiento del poder presidencial
La pandemia global continúa conmoviendo las estructuras mundiales y afectando duramente a la sociedad argentina. Las medidas, los modos de acción política, el tono y el estilo que hace sólo dos meses parecían adecuados para conducir nuestra economía —sostener una negociación con los acreedores y enfrentar con una macroeconomía mínimamente ordenada el desafío del crecimiento—, parecen ser hoy insuficientes frente a la dinámica que ha tomado la situación.
En el escenario mundial los países centrales deciden paquetes de ayuda gigantescos destinados a grandes empresas, pymes y asalariados, violando flagrantemente todo el credo monetario y fiscal neoliberal en función de evitar un enorme derrumbe de la actividad económica y una quiebra generalizada de empresas y bancos. Las heterodoxias se suceden, incluyendo transferencias directas de recursos a las personas, créditos no retornables, tomas de control de sistemas sanitarios privados por el Estado, evaluación de nacionalización de actividades estratégicas, propuestas de impuestos extraordinarios a los sectores pudientes, etc.
La intelectualmente paupérrima derecha argentina desempolva viejos éxitos del año 2001, como el hit del “costo de la política”, que ya era una banalidad destinada a embaucar tontos en aquella época y lo sigue siendo ahora. Una medida ínfima, que nada cambia, más que suministrar un módico sucedáneo de la lucha de clases, pero en la que “los políticos” serían la clase explotadora a la que se debe expropiar… el sueldo.
Nuestro país sufrirá, como el resto, el impacto económico de la fuerte contracción inducida para frenar la expansión del virus, y que en la pos-pandemia se encontrará con un escenario internacional muy complejo, ya que los problemas que arrastraba la economía mundial en 2019 estarán peor aún en 2021. Las tensiones globales se incrementarán ante un mercado mundial contraído. La Unión Europea tendrá que procesar la falta de solidaridad comunitaria evidenciada en la pandemia y China se verá obligada a replantear su modelo de veloz crecimiento por falta de demanda internacional. Una serie de países petroleros –si continúa la actual guerra de precios—, y de países dependientes del turismo internacional enfrentarán crisis severas. América Latina, más empobrecida que de costumbre, deberá evaluar la viabilidad social de seguir soportando los negocios de las minorías como exclusiva política pública .
Pero la gran incógnita es Estados Unidos. No sólo porque no se sabe cuál será la magnitud de las víctimas provocadas por el Covid-19 y la falta de preparación y previsión liderada por Trump, sino que se ignora cuál será la profundidad del impacto económico de la contracción, cómo reaccionará el pueblo norteamericano frente a las fallas sanitarias y los daños evidentes de un mercado laboral completamente desregulado, y en qué se reflejará electoralmente toda esta situación. Hoy la potencia mundial más importante es una gran incógnita en el cortísimo plazo, lo que contribuye a desorganizar el ya endeble orden global.
Virus mutantes y virus permanentes
El gobierno ha mostrado considerable sabiduría en el planteo general del manejo de la pandemia, que sólo es empañada por las mil formas del subdesarrollo que aparecen por todas partes. Desde los comportamientos individuales desaprensivos, las fallas organizativas del propio gobierno hasta las prácticas siempre predatorias de parte del empresariado.
Sorprende en este contexto la indefensión sanitaria de los trabajadores que siguen cumpliendo funciones en estos días, como los empleados de comercio, los de servicios de correo, los recolectores de basura. La falta de medidas de protección es ostensible, y da cuenta de la precariedad de las condiciones de trabajo y sobre todo del desprecio de las empresas por sus trabajadores, a los cuales no se les ocurre cuidar. La CGT, en esta cuestión vital, no emite palabra.
A las lógicas angustias por la expansión del virus, observando el desastre en Italia, España y Estados Unidos –por ahora—, se suman los problemas de exclusiva cosecha local.
Las remarcaciones de precios continúan inmutables, volviendo obsoleta cualquier alusión a los valores que tenían los productos el 6 de marzo. Fuertes incrementos en frutas, verduras y carne, sin ninguna explicación disponible para los vecinos, clavados en sus casas y en sus barrios. ¿Cómo puede ser, a esta altura de los acontecimientos, que sea un misterio la razón por la cual sube tanto el precio de un rubro tan esencial como la comida, no mediando ningún desastre natural y estando una gran cantidad de costos totalmente inmóviles?
Queda claro que este ataque al bolsillo popular es exclusiva responsabilidad del sector empresarial, lo que no quita que las declaraciones públicas en cuanto a la defensa del poder de consumo mayoritario quedan puestas en entredicho, y el poder del Estado cuestionado.
También varias empresas grandes se han lanzado a despedir gente. Los casos de Techint y Mirgor son episodios que funcionan como amenaza de procesos de un ataque renovado al mundo del trabajo, hoy con la excusa del virus. Hizo falta un decreto oficial para frenar esa pandemia de despidos, pero la modalidad se transforma en presionar a la baja “voluntaria” de salarios, para adecuarlos a la dura situación de emergencia. Pasada la misma, ¿volverán a subir los salarios? Si se tratara de un “pelito para la vieja” patronal, más que probable dada la mentalidad de rapiña imperante, serían los empresarios los principales responsables de que la economía tenga serios problemas futuros para recuperarse de sus actuales deprimidos niveles.
Entre otras rebeliones contra el poder del Estado aparece la de los bancos privados, que se niegan a otorgar créditos baratos a las pymes para que puedan pagar salarios en los próximos días. La rebelión es callada, simplemente se los niegan a quienes lo solicitan. Es una burla al gobierno, a las empresas productivas y a los trabajadores, o sea el país que el Frente de Todos pretende representar. El boicot de los banqueros es público y conocido, el daño social es grave y se está cometiendo en este mismo momento, y no hay reacción desde el Estado. Pareciera que el Banco Central llegó al límite formal de su responsabilidad y con eso se conforma.
Pero, ¿y los sueldos?
La pregunta cae de madura, frente a un sector incapaz de aportar nada, ni siquiera en esta hora difícil para casi todos: ¿para qué se necesita un sistema financiero como el actual, que sólo es capaz de vivir de prestarle sin riesgo al Estado, que no sintoniza con ninguna necesidad productiva real, y que destrata al público como lo hicieron el viernes pasado, retaceando los recursos administrativos para atender a la gente necesitada?
Declaraciones y acciones
El Presidente ha advertido que no toleraría aumentos de precios ni despidos arbitrarios. Los precios aumentan constantemente y el Estado no logra mostrar detenerlos. En un informe del periodista Ari Lijalad se consignó que las autoridades verificaron en la Capital Federal un porcentaje del 100% de incumplimiento de los precios máximos establecidos en los negocios que fueron inspeccionados. Es una burla trágica. No sólo para los castigados ingresos de la población, sino como proceso de desgaste objetivo de la autoridad estatal y del gobierno popular. Incluso una ola de clausuras no alcanza: tiene que restituirse la oferta de bienes de similar calidad a los precios anteriores.
No importa tanto si Alberto Fernández anuncia pocas o muchas medidas. Lo que sí importa es que se cumplan. Porque el predominio ideológico neoliberal existente garantiza que el gobierno sea responsabilizado por la inflación en marcha, aunque sean los comportamientos rentísticos de los mercados los que esquilman a la gente.
Ya los medios hegemónicos se encargarán de explicar que el Estado es culpable de todo. Y es cierto que tiene responsabilidad, pero no en el sentido retrógrado que plantea la derecha local. Es responsable porque no alcanza con que el Estado intente resolver los problemas. Tiene que resolverlos. No sirve el “no supimos, no pudimos o no quisimos” del último discurso del Alfonsín. No necesitamos ver a otro Presidente democrático derrotado. Para decirlo con un ejemplo: la gente no come informes de frigoríficos a las autoridades para que puedan realizar un seguimiento de las existencias de mercadería. Come carne, que continúa aumentando inexplicablemente.
Finalmente, ¿quién gobierna? ¿El gobierno o el mercado? El mercado sigue creyendo que el poder es suyo, aunque haya sido el protagonista central del fracasado gobierno macrista. La autocrítica no existe en ese espacio social, porque son autoritarios en serio. Sus ganancias son el ombligo de la realidad.
Para colmo, una agrupación clandestina de grandes empresarios llamó, en esta dificilísima situación —en este contexto de penuria económica, de peligro para la vida de miles de argentinos y de riesgo de colapso de sistema sanitario nacional— a una rebelión impositiva. Ciertos grandes empresarios, ante la consolidación política del gobierno, se ponen furiosos y quieren desfinanciar al Estado. Difícil pensar en una acción económica más criminal. ¿Alguien lo está investigando, o atentar contra la vida de la población no se corresponde con ninguna figura penal?
Si las cosas continuaran de esta forma, con el boicot sistemático y permanente de las medidas del gobierno por minorías con influencia económica, la democracia podría ser definida, simplemente, como la representación tonta de los tontos.
Confusiones argentinas
La Argentina ha recorrido un largo camino para que ésta situación de semi-impotencia estatal se consolide. Nos interesa aquí destacar uno de los aspectos, el ideológico, que no ha sido suficientemente debatido en el campo nacional.
La dictadura cívico militar de 1976 ejerció un poder total, absoluto, al grado de disponer arbitrariamente de la vida de sus perseguidos. En el plano económico, el poder total fue usado para modificar dramáticamente las relaciones de fuerza a favor del poder económico concentrado. Logró profundos cambios y reformas en el terreno social, económico y jurídico en detrimento del bienestar de las mayorías.
La democracia renació con una profunda confusión conceptual. El lógico y justificado rechazo al autoritarismo militar fue metabolizado de una forma extraña y retorcida, lo que ha sido utilizado magistralmente por los principales beneficiarios de la dictadura cívico militar, las grandes corporaciones.
Nuestra democracia nació con el miedo a ejercer el poder, trabado por las ataduras legales e institucionales dejadas por el poder corporativo dictatorial. Este poder, impune, se ocupó a través de sus medios de tildar de autoritario a cualquier amague democrático de revertir, aunque fuera en parte, el retrógrado legado dictatorial. Ejercer el poder para cambiar el orden económico y social antidemocrático estaba mal. Y sigue estando mal.
Un equivocado apego a la institucionalidad formal fue funcional a la consolidación del proceso de subdesarrollo puesto en marcha por los Martínez de Hoz, los Alemann, los Dagnino Pastore, los Cavallo. Y en nombre del “anti-autoritarismo” se desarrolló un monumental aparato ideológico-comunicacional que atacó a todo gobierno democrático que no estuviera sometido al poder económico. Pasamos del despliegue de poder absoluto dictatorial corporativo al fomento de la impotencia de la democracia, para no ser o parecer autoritaria. Y se fue creando una verdadera pedagogía de la inhibición democrática y una glorificación de los consensos dictados a las trompadas por el poder corporativo.
Néstor Kirchner, y más aún Cristina, pasaron a la lista negra de autoritarios por alejarse de los dictados corporativos, justamente por ser grandes democratizadores de la vida social argentina.
Que un proyecto de capitalismo productivo, encuadrado en la legalidad democrática y socialmente incluyente, haya generado el estado de odio militante de la derecha argentina, habla sobre las características de su propio proyecto que, evidentemente, se encuentra en las antípodas de lo nacional y popular.
Un mundo nuevo requiere una cabeza nueva
La gravedad de la crisis mundial es ineludible. En estas semanas volaron todos los dogmas neoliberales por el aire. Los conservadores más conspicuos se animan a cosas increíbles hace dos meses, queman los libretos, no piden permiso a nadie para evitar el hundimiento del sistema, ni esperan la aprobación de los gurúes de la Santa Inquisición Neoliberal para evitar un descalabro mayúsculo.
Las políticas neoliberales clásicas ya mostraban signos claros de agotamiento antes a la crisis. Hacia fines de 2019 se pronosticaba una próxima recesión, pero no se veía venir la explosión de la gigantesca burbuja bursátil e inmobiliaria de estas semanas. Ahora no saben cómo controlar la situación. The Economist, órgano por excelencia de la globalización financiera, admite que es la hora del Estado grande, pero advierte que la gran cuestión es cómo reconducirlo a su reducido tamaño previo a la pandemia. Ese es todo el horizonte que les dicta su instinto: no arriesgar la pérdida del control sobre la sociedad global.
El mundo de 2019 era concentrado, desigual, henchido de capital ficticio de acuerdo al deseo de las élites globales. No pueden pensar fuera de él, aunque se haya entrado en una crisis que los obliga a acciones completamente excepcionales, que pueden conducir a escenarios hoy inimaginables.
Nuestro país no es distinto, salvo por el hecho de que afortunadamente no es gobernado por los irresponsables e inútiles que se identifican con Trump, Johnson y Bolsonaro.
Pero los desafíos que tiene por delante son enormes, con el agravante de que tenemos una dirigencia empresaria completamente estéril para liderar el crecimiento, y una derecha ideologizada que no tiene ningún compromiso con el futuro de la Nación. Su única misión política es boicotear a los gobiernos populares y avanzar hacia el subdesarrollo globalizado. Ya vimos lo que son capaces de hacer en el poder.
Para el mundo que se nos viene encima, las ideas progresistas que se proponían antes de las elecciones saben a poco, no parecen dar cuenta de la índole de las tareas económicas a encarar. La tradicional batería de medidas keynesianas –que parecía audaz en el contexto de la dominación ideológica neoliberal— no alcanzará, porque estaremos frente a una situación cruel, extrema y atípica. Para expresarla con una imagen: cuando falta alcohol en gel en medio de una pandemia, por obra y gracia de cómo funciona el mercado realmente existente, finalmente han sido los laboratorios de las Fuerzas Armadas los que estuvieron en condiciones de suministrarlo y poner límites a la avaricia empresarial.
Si el gobierno popular quiere evitar un hundimiento mayor de la economía, no sólo tendrá que sostener los ingresos de las mayorías, como está tratando de hacer, sino garantizar la oferta de un conjunto de bienes fundamentales, a precios razonables, para garantizar el acceso masivo. Es decir, tendrá que ocuparse de la producción. Para que haya empleo para todxs, tendrá que pensar en grandes planes productivos de bienes y servicios, sin esperar ningún liderazgo privado inicial. La salud pública deberá ser reforzada en su extensión y calidad, así como otros servicios que deberán cubrir las necesidades del conjunto de la población. Si habrá que incrementar las exportaciones, dadas las condiciones internacionales, será nuevamente el Estado el que deberá liderar políticas comerciales inteligentes. No hay área de la vida económica y social en la cual no habrá que inventar, innovar, salirse del libreto.
Y atreverse a ejercer el poder, la autoridad del Estado. Olvidarse de las ataduras intelectuales surgidas en 1976 y transformadas en consenso durante la democracia. La buena gestión de la lucha contra la pandemia muestra que es posible construir consensos populares amplios en torno a objetivos claros y racionales.
Porque además, enfrente del proyecto de un país justo, productivo y soberano que es posible construir, sólo está la miserabilidad organizada.
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