Una institucionalidad feminista
Texto presentado por Verónica Gago durante la jornada de capacitación en género
1.
Quiero agradecer la invitación de la Ministra Estela Díaz para hacer esta intervención hoy aquí, a propósito de la capacitación de la Ley Micaela en la provincia de Buenos Aires.
Una ley que expresa, antes que nada, una demanda de justicia. Que porta el nombre de Micaela García como bandera, que nos lleva a repetir su nombre, y en el de ella todos los nombres, como una exigencia permanente de no olvido. Pero aún más: que tiene una propuesta concreta de hacer pedagogía en todas las instancias del Estado, evidenciando y desafiando la propia estructuración patriarcal del Estado. Que tal institución dé fuerza de ley a esta capacitación pone a prueba su poder de afectar a gran escala en un tema que pasa a ser considerado, en ese acto, estratégico.
El femicidio de Micaela conmovió de especial manera. Tal vez una de sus razones sea la repetición de su foto con una sonrisa de oreja a oreja y con la remera en la que se leía #NiUnaMenos. Si hay algo que esa imagen de Micaela exhibe, además que hizo conocer rápidamente su militancia política, es la de no cuadrar en la estampa estereotipada del victimismo que muchos medios y discursos imponen para acompañar la figura del femicidio. Sabemos que las trayectorias de jóvenes con planes vitales de lo más diversos intentan ser culpabilizadas, moralizadas y, algunas, directamente criminalizadas.
¿Quién no ha oído la pregunta: "Por qué si están organizadas y movilizadas cada vez las matan más’? O: ‘¿Qué eficacia tiene decir #NiUnaMenos si parece tener el “efecto contrario'"?
Impugnar y desarmar ese efecto culpabilizador que además busca declarar la irrelevancia (e incluso el carácter contraproducente) de la organización y movilización colectiva es fundamental. Impugnar y desarmar la figura victimizante como manera de comprensión de los femicidios es una exigencia urgente como pedagogía que ya se hace desde los movimientos feministas y que debe ser tomada por el Estado.
En este sentido, una ley que se propone una capacitación sobre violencia de género en todas las instancias estatales pone en discusión un punto neurálgico: ¿qué significa que el acceso diferencial a la ciudadanía está marcado en los cuerpos y que se traduce como jerarquía política?
Significa evidenciar que el patriarcado no es meramente familiar ni está solo localizado en la esfera privada. El esfuerzo de la familia de Micaela para promover esta ley porta esa inteligencia y el movimiento feminista crea jurisprudencia callejera en el mismo sentido.
Discutir violencias machistas en el Estado y desde el Estado –como obligación públicamente asumida– es poner en evidencia que la división patriarcal es justamente la que separa el ámbito doméstico como natural y familiar en contraposición al ámbito público, político y civil. Una división que se corresponde a su vez con la división sexual del trabajo, es decir, con un diferencial de explotación. Una división que traduce las diferencias sexuales en jerarquías políticas y en una línea divisoria entre libertad y subordinación. No es que estamos trayendo, por fin, los temas privados a lo público: es que estamos desarmando la subordinación política de un ámbito sobre otro y, por tanto, su propia definición antidemocrática.
Entiendo que este problema de la teoría política que tiene implicancias estrictamente cotidianas y en nuestra comprensión histórica es lo que nombra Dora Barrancos cuando, al presentar esta misma ley, señala como el problema de las bases de sustentabilidad de lo no democrático y su relación fundante con las desigualdades. La democracia, desde su origen –como dice la filósofa Carole Pateman– se sustenta en la exclusión de las mujeres, las diversidades sexuales y les migrantes: son quienes quedan afuera de la categoría de individuo-ciudadano. Esto significa algo muy preciso: que hay parte de la humanidad que no es propietaria de la decisión sobre sus cuerpos y, por tanto, que no tiene soberanía sobre su persona, quedando siempre en un estado de minoridad. Sólo así es posible su subordinación política y, en la escena cúlmine de esa maquinaria, su desprecio y asesinato.
El femicidio y el travesticidio ponen en evidencia el status de no ciudadanía de ciertos cuerpos como base de un régimen racial y sexual que siempre expresa un régimen político. Se sustenta en el desprecio histórico de los modos en que esos cuerpos producen valor, en sus maneras de tejer sociabilidad y cuidado colectivo y de hacer política. Eso no es una cuestión meramente cultural, sino lo que permite que cierta población haga trabajo gratuito y/o cobre los peores salarios y/o sea deportada. Es esa invisibilidad en el status ciudadano –sintéticamente expuesta y políticamente invertida en la consigna “ahora que sí nos ven”–, la que configura el hogar como paradigma del espacio “privado”, en el cual se legitima el acceso violento y privilegiado por parte de los varones al cuerpo de las mujeres y a los cuerpos feminizados (lo cual incluye niñxs). El pacto patriarcal que estructura lo público civil y que produce Estado no funciona sin esta concepción de lo privado-doméstico como morada oculta, sótano cotidiano, de lo no remunerado ni reconocido y de lo que puede ser abusado. Por tanto, es lo que no tiene consistencia política, sobre lo cual no se legisla. Ese pacto patriarcal es una apuesta a la complicidad entre varones basada en esta jerarquía que en nuestras democracias se convierte en una forma de derecho político. Colaborar y formar para alentar a romper ese pacto es clave. “Rompan el pacto de hermandad y denuncien los abusos”, dijo el año pasado en Buenos Aires Judith Butler cuando le preguntaron por el rol de los varones. El Estado, con esta ley, hace un gesto para legitimar esa ruptura y mostrar a la institucionalidad como deudora de la fuerza social que la hace poseedora de una legitimidad que no se restringe a su arquitectura jurídica.
2.
Quiero pasar al segundo punto de esta intervención: a la caracterización de las violencias. Empecemos por el diagnóstico general. El movimiento feminista ha evidenciado y puesto en la agenda pública que la precariedad a la que nos arrojan las políticas neoliberales constituye una economía específica de las violencias que tiene en los femicidios y travesticidios una escena predilecta. Lo podríamos sintetizar así: hemos construido una comprensión múltiple de las violencias que complejiza también los desafíos de cómo desarmarla. Para poder llegar a decir que los femicidios son crímenes políticos —como ha popularizado Rita Segato, donando una retórica singular— es porque también se ha dibujado previamente la conexión entre la violencia sexual y la violencia laboral, entre la violencia racista y la violencia institucional, entre la violencia del sistema judicial y la violencia económica y financiera. Lo que estalla como “violencia doméstica” y violencia por razones de género es hoy incomprensible sin este mapa de conjunto, sin este diagrama de enlaces. Cuando hablamos de violencias contra mujeres, lesbianas, travestis y trans, tocamos el corazón del sistema de violencias del capitalismo colonial-patriarcal, el que lo hace posible en su fase de crueldad actual.
Este diagnóstico es lo que está a la base de una política que cuando piensa el abordaje de las violencias no puede más que hacerlo en términos de transversalidad. Porque se ha visibilizado y hecho inteligible la conexión y la maquinaria de las violencias imbricadas unas con otras, es por eso que la especificidad de una intervención desde los feminismos y desde la institucionalidad feminista debe hacerse cargo de ese diagrama completo.
En este sentido es un desafío difícil generar un “índice de eficacia política” en la intervención cuando la exigencia es velocidad y urgencia. Me refiero a la pregunta que nos hacemos permanentemente: ¿cómo se disminuyen los femicidios y travesticidios? Lo que se ha producido es justamente la certeza de que no hay atajos, de que no hay “una” política o una “medida” que “resuelva” una situación que concentra y expresa al mismo tiempo:
- La implosión de la violencia en los hogares como efecto de la crisis de la figura del varón proveedor, debido a su inserción en un mundo laboral cada vez más precario. La desestructuración de la autoridad masculina que se produce al perder el salario como «medida objetiva» de su poder dentro y fuera del hogar y el declive de la figura de proveedor hace que esa autoridad masculina devaluada acuda a formas de violencia «desmedida» especialmente dentro del hogar para re-estructurarse.
- La organización de nuevas violencias como principio de autoridad en los barrios a partir de la proliferación de economías ilegales que reponen, bajo otras lógicas, formas de provisión de recursos. En un contexto de crisis profunda, empobrecimiento y despojo de infraestructura pública como en el que estamos, la búsqueda de ingresos desesperada –siendo que ningún ingreso alcanza y que lo único que aumenta es la deuda– dinamiza las economías ilegales. Con esto quiero decir que la proliferación de las economías ilegales se debe también a que se han convertido en «canteras» de nuevas modalidades de empleo y en espacios de competencia para nuevos regímenes de autoridad territorial, que deben validarse cada vez. Las economías ilegales proveen nuevas figuras de «autoridad», especialmente como «jefaturas» masculinas, que funcionan ofreciendo modalidades de reemplazo para las masculinidades en crisis.
- La “explotación financiera” que funciona como motor de la precarización generada por el endeudamiento, como única forma de sostener la reproducción cotidiana. Como sabemos, son mayoritariamente las mujeres las endeudadas para acceder a alimentos y medicamentos. Si hay algo de lo que mujeres, lesbianas, travestis y trans son propietarias es de deuda. Entendemos que el desendeudamiento, el reconocimiento político del trabajo gratuito que ya se realiza y la ampliación de servicios públicos son maneras concretas de responder transversalmente a la urgencia alimentaria, inflacionaria y de cuidados que hoy incrementan lo que se llama feminización de la pobreza. Mapear la arquitectura tributaria, laboral, habitacional y económica-financiera que sustenta las desigualdades, es el primer punto para seguir yendo al problema que estructura de raíz la violencia por razones de género.
3.
Así, la perspectiva feminista logra hacer una lectura general del trabajo porque sabe leer, por su posición parcial histórica como sujetxs desvalorizadxs, cómo implosionó la idea misma de trabajo normal. Claro que ese trabajo normal, que se presentaba como imagen hegemónica de un empleo asalariado, masculino, cis-heterosexual y en “blanco”, persiste como imaginario e incluso como ideal. Pero en la medida que ha devenido escaso, ese ideal puede funcionar de modo reaccionario: quienes tienen ese tipo de empleo son constreñidxs a auto-percibirse como privilegiadxs en peligro que necesitan defenderse de la marea de precarizadxs, desempleadxs, migrantes y trabajadorxs informales.
En este sentido la alianza sindical-feminista es fundamental, porque propone una agenda a la altura de los cambios en la composición del trabajo y capaz de invertir la jerarquía reaccionaria. En vez de tener como único horizonte la defensa del trabajo formal, empieza por reconocer todas las otras tareas que no son identificadas como trabajo. Así, produce un campo común de acción con quienes históricamente no son reconocidxs como productorxs de valor: mujeres, disidencias sexuales, migrantes, trabajadrxs de la economía popular, etc. Es en la composición transversal que estos años tuvo el feminismo donde se abre el imaginario para pensar, por ejemplo, cómo sería una moratoria previsional que contemple la particularidad de la expectativa de vida de la población travesti trans, que hoy no llega a los 40 años.
El modo reaccionario de la lectura del mundo del trabajo (como amenaza de unxs contra otrxs) se combina con las ofertas neoliberales de micro-emprendedurismo como fórmula para “superar” la crisis del trabajo formal y asalariado. Devenir emprendedora y endeudarse quiso imponerse como retórica salvadora, evidenciándose hoy como dinámica de nuevas formas de sometimiento y explotación.
Por todo esto, la potencia del diagnóstico feminista actual sobre el mapa del trabajo es hacer una lectura no fascista del fin de un cierto paradigma inclusivo a través del empleo asalariado, y desplegar otras imágenes de lo que llamamos trabajo y otras fórmulas para su reconocimiento y retribución, entendiendo la competencia concreta que plantean las economías ilegales.
Un punto más —y para nada menor— es también la forma concreta en la que las economías ilegales se articulan de manera eficaz con los dispositivos financieros al proveer rápidas fuentes de ingresos, al ritmo de la obligación compulsiva de la deuda. Por eso decimos, con Luci Cavallero, que la violencia financiera capilarmente expandida a través del endeudamiento también tiene un vínculo orgánico con las violencias machistas. Desde los feminismos, por el contrario, se experimentan y se ensayan formas distintas de gestionar y tramitar el declive de la «masculinidad proveedora».
Para finalizar, diría que la transversalidad de este diagnóstico sobre la multicausalidad de las violencias exige modalidades de intervención que no pueden dejar de tener en cuenta cómo las violencias se articulan, se encadenan y se refuerzan unas con otras. Y eso, a su vez, permite que a partir de la confrontación de cada una de esas violencias se accede a ese diagrama de conjunto que mencionaba al principio. Discutiendo la violencia urbanización como especulación sobre el suelo anudada con mandatos de género llegamos rápidamente a la violencia financiera, así como discutiendo la precariedad laboral tocamos de inmediato la violencia sexual y así siguiendo.
Saber de la complejidad no se traduce en incapacidad de actuar, sino en asumir que la transversalidad es un requisito práctico también en el modo estructurar desde los presupuestos hasta las capacitaciones. Lo que tenemos como premisa compartida, en todo caso, es que no se pueden desarmar las desigualdades sin desarmar las subordinaciones políticas.
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