Bolivia

Las historias paralelas de Werner Guttentag, Moritz Hochschild, Luis Fernando Camacho y Evo

 

Empiezo esta nota por lo que conozco más de cerca, la persona de Werner Guttentag, un judío alemán que llegó a Cochabamba en 1939 o quizá en 1940, escapando, muy a tiempo, del colapso espeluznante que los nazis preparaban para su gente, para ese extraño pueblo que había trasegado los siglos, llevando a cuestas el Libro quizá más antiguo, enrollado y escondido entre los terciopelos de un tabernáculo. Cuando llegó don Werner a Bolivia, todavía llevaba sus pantalones cortos del scoutismo judeo socialista, una máquina de escribir, una bicicleta y un tomo de El idiota de Dostoievsky, únicas pertenencias, que no le alcanzaban para empezar a ganarse la vida, así que al tiempo, aunque no muy convencido, se conchabó en las minas de Moritz Hochschild, uno de los tres barones del estaño boliviano, junto con Simón Patiño y Carlos Aramayo. Hochschild había influido en el Presidente Busch Becerra para que el país aceptara a los migrantes judíos que escapaban del nazismo y quién sabe si esa conciencia influyera para que don Werner, aún en su mente anticapitalista, habría de ver más ciertas hilachas de antisemitismo en el proceso revolucionario del MNR en los años '50, que la nacionalización de las compañías mineras, la reforma agraria, la reforma educativa y el voto universal. Hitler también era (nacional)socialista, decía.

 

El barón del estaño Moritz Hochschild.

 

De todas maneras, la monotonía mediocre del cagatintas de oficina minera no era lo suyo. Lo acosaba el mandato del Libro ancestral, tal como él lo habría entendido, promover la palabra escrita que testificara la historia, la geografía y la vida de los hombres y mujeres de su nuevo país, desde donde le había podido hacer un corte de manga al martirio y la muerte que el nazismo le tenía reservados. Quería llevar de la mano la idea insumisa, el pensamiento hondo y recóndito, la palabra encantada que, una vez plasmada sobre la página blanca, revelaría verdades hasta entonces solo intuidas. Entonces un día se volvió a Cochabamba para instalarse en lo que sería Los Amigos del Libro, su librería.

Su casa era un oasis de la progresía intelectual andina, tal vez de esa izquierda blanca, paceña o cochabambina que, pasado el tiempo, acompañó al indio cocalero Evo Morales en su camino político. En las charlas de sobremesa que algunas veces compartimos, no contaba siempre lo mismo sobre sí; habría sido demasiado monótono para un hombre que vivía la vida con pasión divertida, interpelando al prójimo con ojos bribones y picardía en la sonrisa. Pero me vale contar como cierta alguna de sus historias sobre el triunfo de la cosa libro.

Una tarde entró a la librería un indieciecito tímido que, un poco aturdido, confesó que quería comprar un libro de poesía. Don Werner le indicó los estantes donde podía buscar. Es que yo no sé leer, se excusó el indio. Ah, asintió don Werner por todo comentario. Es para regalarle a mi novia, se explicó el indio. Y don Werner, ah, a ella le gusta leer poesía… El indio negó con la cabeza; ella tampoco sabe leer, pero yo le oí decir a usted que, ahí dentro, los poemas van llenos de palabras bellas, dijo…  y se fue con su libro envuelto y un brillo goloso y quechua en los ojos, contaba don Werner. Detrás del indio de la escritura intuida y la poesía anhelada, llegó el comunista Jesús Lara con su novela Surumi —donde contaba las biografías descarnadas y poéticas de las entrañas del Ande— para pedirle a don Werner que se ocupara de reimprimirla. Así empezó una nueva aventura de Los amigos del Libro, que se convertiría en la más importante editorial —y centro de documentación— dedicada a la literatura boliviana. Pero cuando, a principios de los '70, don Werner quiso publicar Guerrillero Inti, relato de Lara sobre la vida de su yerno —el Inti Peredo— junto al Che Guevara, judío insolente, soltó Banzer que ya había asaltado la Presidencia, y no solo mandó que le quemaran los libros de su librería sino que se lo llevó preso.

Algunos dicen que la tarde que entró en la librería un tal Klaus Altmann, encargado de seguridad, tortura y asesinato de opositores a varias de las dictaduras tan caras a la oligarquía boliviana, don Werner reconoció en él a Klaus Barbie, el carnicero de Lyon, ex jefe de la Gestapo, culpable de la deportación –léase traslado al campo de exterminio— de su amigo  de la adolescencia, Werner Jany, y de haber torturado y asesinado, entre tantos otros, al socialista francés Jean Moulin, jefe de la Resistencia durante la Segunda Guerra. Tal vez no fue así, sino que algún confidente importante, movido por quién sabe qué intereses, en el anonimato de la discreción, le hiciera llegar información muy reservada sobre la real identidad de Altmann. El hecho es que, en combinación con gente ligada a Simon Wiesenthal, su amigo Gustavo Sánchez, en ese momento viceministro de gobierno de Siles Suazo, y Régis Débray, sacaron a Barbie de Bolivia para que fuera juzgado y condenado en Francia.

 

Klaus Barbie, antes y después.

 

Con la solvencia atrevida del que aprendió que se sobrevive tirando pa’lante y diosdirá y su dedicación a las letras bolivianas, creó el premio de novela que llamó Erich Guttentag, en honor a su padre. Fiel a su onda de audacia traviesa, después del acto solemne en que fue entregado el cheque del primer premio, le pidió al galardonado, como quien no quiere la cosa, que esperara tantos o tantos días para cobrarlo… porque por el momento no tenía fondos y no le era fácil publicar las novelas premiadas en el tiempo estipulado cuando las cuentas no le daban para la impresión. Caminaba todavía don Werner las calles de Cochabamba cuando el gobierno de Bolivia decidió compendiar en la minúscula esencia de una estampilla de correo su intensa participación en las letras escritas, bah, en la cultura del país que lo cobijó.

No sé si habrá bajado muchas veces desde las alturas de Cochabamba a los llanos del Oriente donde reina Santa Cruz de la Sierra, la ciudad más populosa y más pujante de la otra Bolivia.

La gente de los llanos está marcada por otra historia. Detrás de los guaraníes que venían buscando la Tierra sin Mal llegaron los conquistadores blancos desde la Asunción del Paraguay acechando la selva con ojos ávidos a la vez que intrépidos, como lo hicieron Ñuflo de Chaves o Gómez de Tordoya, gentes muy diferentes de don Werner. Iban en busca de las riquezas del misterioso Paititi, la ciudad fabulosa, empedrada en oro, donde el Inca fugitivo y ricachón se habría refugiado con sus tesoros. Pero solo provocaron la furia de la humedad, de los bichos, de los pantanos y de Tarano, el legendario cacique de la nación Toromona que los mandó de vuelta a flechazo limpio, diezmados, harapientos y muertos de hambre, calmando los estertores de la panza con unas nueces amazónicas, única novedad exportable que trajeron en su regreso a casa. Y durante los siguientes trescientos años la selva quedó ignorada, rumiándose a sí misma.

Correrías se llamaron castamente las sacudidas que estremecieron, ahora sí, el bosque húmedo hacia fines del siglo XIX y principios del XX, cuando ya Goodyear había encontrado la manera de vulcanizar el caucho para que no se pegoteara con el calor ni se resquebrajara con el frío y fuera útil para la incipiente industria automotriz. La caza de nativos, su expulsión o su exterminio, propocionaron el territorio y la fuerza de trabajo necesarios para extraer esa savia blanca y lechosa que se llamó caucho. Se forjó para los caucheros, en la épica del llano, un aura de valentía, desconocimiento del miedo, decisión avasalladora y espíritu empresario que los glorificó. La selva, hasta la fiebre del caucho, no tenía reconocimiento cartográfico en el imaginario de los que no la frecuentaban. No tenía geografía ni historia. En los circuitos políticos del centralismo paceño y los señores de las minas, a 4000 metros de altura, no existía el territorio verde, húmedo y líquido, no figuraban las tribus originarias que lo recorrían desde tiempos remotos, ni tampoco los caucheros que, como cowboys de un Far West pantanoso, atacaban el humedal con ambición, soberbia, abuso y explotación descarnada. No solo las tribus indígenas se movían sin conciencia de las fronteras nacionales sino que tampoco los bolivianos, brasileños y peruanos las reconocían. Tan es así que, cuando el cauchero peruano Máximo Rodríguez llegó a Madre de Dios en el sur del Perú, por caso, ya el boliviano Nicolás Suárez Callaú se le estaba adelantando y en su pelea sin cuartel por su porción de selva cauchera, eran ellos, al mando de sus tropas privadas, los que dirimían las fluctuantes líneas fronterizas. Cuando se trató de detener el avance brasileño en el Acre, el Estado boliviano, normalmente ausente en el llano, mandó tropas desde La Paz y Cochabamba, pero tardaron meses en llegar a causa de la difícil geografía. Suárez Callaú ganó la batalla más importante con una brigada que formó con sus trabajadores para defender sus propias barracas al norte de Pando. Eran el Estado ahí donde el Estado central no estaba y hoy son venerados por las tradiciones locales y las leyendas escolares. Dos geografías, dos economías, dos conciencias, dos culturas.

Terminada la Segunda Guerra Mundial, ya en los años '50, llegaron a Bolivia nuevos y diferentes migrantes que escapaban subrepticiamente del centro de Europa. Eran más del talante de Klaus Barbie que del de don Werner. Muchos se instalaron en los llanos del Oriente para sumarse a la burguesía cruceña. Como a Branko Marincovič y su discípulo Luis Fernando Camacho, no les interesaban las ideas y los pensamientos de espíritu crítico que avientan la ignorancia y evidencian la injusticia sino sus inversiones en el petróleo y el gas —que Evo Morales nacionalizó— en el cultivo de la soja, la cría de ganado y seguramente otras industrias mantenidas en el secreto de la selva. Caminan hollando la tierra amerindia con alma angurrienta y depredadora, se llaman de kolla –palabra con la que se burlan de la dirigencia de La Paz— para insultarse al tiempo que dejan tras de sí un rastro de sangre indígena —porque los quieren fuera de las tierras bajas que les concedieron distintas administraciones—, de desprecio por la equidad inclusiva, de vocación antidemocrática… dentro de lo que la democracia todavía puede ofrecer. Cuando Evo Morales negoció con ellos, después del levantamiento de 2008, la ampliación de la frontera agrícola, el uso de transgénicos, la apertura del mercado asiático a la carne de Santa Cruz  y obras de infraestructura, tal vez no previó cómo la burguesía cruceña, aparentemente recostada en esas concesiones económicas, iba avanzando en la consolidación de su poder político.

Su cultura se jacta de un solo libro, viejo y simbólico, y lo enarbolan con petulancia de profetas o de ungidos, chillando que, al leer en él, se han enterado de que Satanás se incuba en el seno de la Pachamama, lo que les concede el derecho avieso y racista de ametrallar a sus hijos.

A qué sirve la lectura de los viejos testamentos y de los nuevos evangelios, se estará preguntando el bueno de don Werner, sentado en la transparencia de la inmortalidad como un pensador de Rodin, sobre una apacheta celestial, erigida para él en una cuesta difícil del camino que sube, libro sobre libro, con las manos hábiles de las señoras de pollera.

 

 

 

* Escritora y periodista.

 

 

 

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