Alberto Fernández, Alfonsín y Kirchner
Los límites del consenso con empresas locales poderosas, alienadas en relación con su propia realidad
No cabe duda de que la tarea que le espera a Alberto Fernández es gigantesca.
Recibirá la herencia –pesadísima— de un nuevo experimento neoliberal que termina en otro desastre económico y social.
Por supuesto, la conciencia social del daño realizado por el gobierno de Cambiemos no es igual a las coincidencias en cuanto a las razones del descalabro, y menos aún en cuanto a la forma de superarlo.
Se abre, por lo tanto, un enorme espacio de disputa en relación a la interpretación de lo ocurrido y de las medidas económicas concretas que deberán tomarse para dejar atrás la crisis.
Contamos, para ayudarnos a pensar lo que viene después del 10 de diciembre de 2019, con dos modelos de acción previos, luego de sendos desastres neoliberales: la gestión realizada por Raúl Alfonsín y la gestión de Néstor y Cristina Kirchner.
En ambos casos se debió enfrentar una gigantesca deuda externa —que representaba un peso agobiante sobre las cuentas públicas y la macroeconomía en general—, la presión ajustadora y subdesarrollante de los organismos financieros internacionales, la indiferencia o abierta hostilidad de las grandes potencias lideradas por Estados Unidos, sumadas al creciente empoderamiento de los actores concentrados locales —que propiciaron los experimentos neoliberales pero se desentendieron de sus consecuencias catastróficas—, el desconcierto político de amplios sectores populares –aturdidos por las pavorosas crisis neoliberales— y el dominio de la comunicación pública por medios crecientemente volcados a la promoción del pensamiento económico neoliberal y de las políticas subordinadas a los centros de poder globales.
Tanto la experiencia alfonsinista como la kirchnerista fueron encabezadas por figuras con profunda vocación política que no respondían a los sectores más conservadores de sus propios partidos, que tenían en sus cabezas un modelo de sociedad inclusiva que no coincidía con la del poder económico dominante y que no se resignaban a ser administradores de un país empobrecido y subdesarrollado.
Se encontraban frente a severas restricciones materiales que ensombrecían el futuro del país, pero tan importantes o más que las condiciones objetivas eran los comportamientos de bloqueo o boicot de diferentes actores que obstaculizaban las políticas públicas necesarias para cambiar definitivamente de rumbo.
Alfonsín, intenciones y conflictos
El mundo que le tocó a Raúl Alfonsín fue extremadamente duro con la Argentina. La deuda pública dejada por la dictadura cívico-militar, que incluía la que fue transferida por las grandes empresas al Estado Nacional, era de un tamaño asfixiante. La tasa de interés internacional que se ubicaba por encima del 15% anual agigantaba sistemáticamente los servicios de deuda. Los precios internacionales de los bienes tradicionales exportados por la Argentina eran los más bajos del siglo XX. El cuadro externo merecía la declaración del default y la renegociación de todo ese paquete de deuda, pero primó en el gobierno el miedo a una desestabilización económica que derivara en un nuevo golpe militar.
No es este el espacio para discutir esa hipótesis, pero recordemos que las Fuerzas Armadas de ese momento eran exactamente las mismas que las que habían protagonizado el “Proceso de Reorganización Nacional”, y los valores democráticos de la sociedad argentina eran poco claros, para ser benévolos. La alternativa del default, inaceptable para Reagan y sus satélites europeos, abría un sendero por el cual el radicalismo no quería transitar.
Luego de un año de intentar no avanzar por el camino del ajuste (Grinspun), y con una brutal presión externa, el gobierno radical decidió aceptar un acuerdo pro-ajuste que no quería con el FMI. Convencido de lo nefasto, de lo perverso de las recomendaciones fondomonetaristas, Alfonsín se aferró a la estrategia formulada por Juan Sourrouille, entonces Secretario de Planificación, en el documento “Lineamientos para una estrategia de crecimiento económico”. Básicamente, lo que este texto proponía era eludir un ajuste contractivo reclamado por los acreedores y reemplazarlo por un ajuste expansivo, que permitiría eludir la obligación de contraer drásticamente el mercado interno, los salarios y el consumo, apelando a una fuerte política exportadora no sólo agraria sino también industrial, que permitiera hacerse de los dólares necesarios para pagar la deuda, expandiendo hacia el exterior la demanda sobre nuestros productos industriales. Era la fórmula mágica para pagar la deuda y crecer, sin hambrear al pueblo y sin resignarse a ser un mero recaudador colonial del capital financiero internacional.
La condición para que esa estrategia tuviera éxito reposaba, debido a que el Estado Nacional estaba gravemente endeudado, en que los empresarios locales, y específicamente los más grandes empresarios locales, se involucraran en un proceso de inversiones y exportaciones en el que ganaran plata y contribuyeran al mismo tiempo a superar los problemas estructurales argentinos. Buena parte de estos empresarios habían visto con buenos ojos a Martínez de Hoz y su reforma financiera y apertura importadora, y ahora se acercaban a la nueva gestión democrática.
La historia económica cuenta que la inversión exportadora privada nunca ocurrió, y que los grupos económicos dominantes prefirieron ganar plata prestándole al Estado en el corto plazo. El final del gobierno alfonsinista fue el resultado de no haber podido remover tantas restricciones. Pero fue especialmente caótico debido a la hiperinflación provocada por un estrangulamiento externo en el que colaboraron y en el cual ganaron, las grandes empresas y los bancos locales.
Kirchner-Kirchner
El panorama externo que le tocó a Néstor Kirchner fue claramente mejor al de Alfonsín. Precios de las exportaciones mucho más altos y tasas de interés muy bajas debido a la crisis norteamericana del 2000. Pero además ya se había declarado el default de la deuda externa con privados (Rodríguez Saá), y se negoció con bastante determinación una solución permanente. Con el FMI se pudo directamente saldar la deuda, sacándolo del juego político interno de la Argentina.
Luego de una primera etapa de salida del desastre provocado por el derrumbe de la convertibilidad, empezó a aparecer una creciente disputa de poder entre el gobierno nacional y diversas fracciones corporativas. No terminaba de aceptarse, después de 20 años de democracia, la primacía de los intereses colectivos sobre cualquier actor sectorial. No se aceptaba la soberanía interna del Estado Nacional en relación a las pretensiones del poder corporativo. En ciertas áreas de la sociedad, el sector público no debía ni tenía derecho a inmiscuirse, aunque estuvieran en juego las condiciones de vida de todos los argentinos.
En todo caso, el alto empresariado entendía que la mayor parte de las reglas de juego democráticas estaban hechas para otros. Se reservaba para sí mismo el rol de orientador de última instancias de las políticas públicas y de actor con derecho a veto en relación a cualquier iniciativa pública que sintiera perjudicial. Los gobiernos de Cristina Kirchner estuvieron surcados por la confrontación constante con un bloque de poder que se volvió crecientemente agresivo. Ese conflicto dificultó mucho el accionar de una administración que se cansó de insistir en el lema del “crecimiento con inclusión”, que poco se parece a una proclama chavista o castrista, salvo en el distorsionado mundo ideológico argentino.
A diferencia de la magra herencia productiva recibida por Alfonsín de la dictadura, el kirchnerismo recibió un dinámico sector exportador agrario, que le trajo otro tipo de problemas y dificultades. Lo que no logró hacer fue que la estructura productiva argentina, en especial la industrial, se pusiera a tono con los desafíos competitivos internacionales. Una vez que los precios de las exportaciones tradicionales volvieron a valores más “normales” luego de estallar la burbuja especulativa de 2007/2008, se empezaron a sentir las limitaciones que tenía una expansión interna sin paralelo progreso exportador.
Correctamente ha señalado la ex Presidenta que durante su gestión debió rechazar un largo listado de demandas empresarias sectoriales. Esta actitud, que fue interpretada como “soberbia”, “infantil” o simple expresión de una manía confrontativa, resultó ser precisamente lo que permitió llegar, a pesar de los errores, al final del mandato kirchnerista sin problemas severos, más allá de los pendientes cambios productivos estructurales.
Y fue precisamente ese listado de demandas empresarias que el “chavismo k” rechazó, en función de salvaguardar la estabilidad macroeconómica y social, la base del programa económico de Cambiemos.
Hoy, ante el cuadro de un descomunal descalabro productivo y financiero, vemos el resultado directo de la piñata de los deseos empresariales puesta en acto por el macrismo.
Desde ya que la vida política tiene poco que ver con un certamen del saber, sino con intereses, por más espurios que sean. Por lo tanto, no cabe esperar una sincera revisión por parte de los grandes actores económicos de los resultados de las políticas que reclamaron desde la caída de De la Rúa. Es muy probable que, ante lo ruinoso del panorama generado, aparezca la teoría de que “Macri fue un inútil”, o que se trató de “mala praxis” en base a buenas ideas o metas.
Ni una cosa ni la otra: eso que se hizo es lo que querían que se hiciera, y este desastre es la consecuencia de que lo obtuvieron en materia de beneficios sectoriales.
La prueba de Alberto Fernández
El panorama externo que se le presentará a Alberto Fernández no será sencillo. El enorme endeudamiento externo provocado por el macrismo es asfixiante para las finanzas estatales y para el crecimiento. Es un cuadro fiscal bastante similar al que recibió Alfonsín, pero con precios internacionales mejores, y tasas de interés que podrían ser muy bajas si el país despeja su situación de pagos apremiantes. Hoy existen nuevas posibilidades exportadoras a mediano plazo, no sólo en hidrocarburos, sino en rubros menos convencionales, aunque la economía global está crecientemente anémica. A diferencia de Kirchner, la deuda con el FMI tomada y malgastada en el último año es tan grande, que es casi el equivalente a un año de exportaciones. No se la podrá hacer desaparecer de un plumazo, como hizo Néstor Kirchner en 2005, cuando saldó 9.500 millones con el Fondo.
Pero la otra gran piedra en el zapato vuelve a ser el comportamiento empresarial local. El otro día el dueño de medios Daniel Vila, luego de abjurar televisivamente del apoyo que hizo al macrismo y reivindicar a Máximo Kirchner y a La Cámpora, reclamó las reformas estructurales postergadas, y el clásico: la reforma laboral. La interpretación que cabe es: no se hicieron todos los deberes. Quizás un gobierno peronista, como Menem, pueda hacer lo que la “mala praxis” macrista no logró.
O las declaraciones recientes de Eduardo Eurnekián, advirtiendo severamente que toda profundización de lazos con China sólo generaría mayor pobreza en la Argentina. Este gran empresario se mete a discutir la política externa argentina, no para buscar salidas y soluciones a la asfixia que ha generado este gobierno al que ha apoyado, sino para oponerse a la posibilidad de abrir nuevas oportunidades de comercio, inversión y financiamiento en un país del cual el propio empresariado saca más recursos de los que pone.
Alberto Fernández tiene un discurso y una actitud políticamente conciliadora, dentro de una visión general anclada en un peronismo no neoliberal, y con un fuerte tono de sensatez y razonabilidad económica y social. Es un tono positivo para desmontar prejuicios y destruir “corralitos” mentales en sectores muy influidos por los medios de la derecha.
Pero si no quiere que otorguen el premio consuelo de “Padre de la Democracia 2” después de haberlo volteado de la Presidencia como hicieron con Alfonsín, tendrá que evaluar los límites del consenso con empresas locales tan poderosas como alienadas en relación con su propia realidad económica y social.
Si siguen con el mismo pliego de condiciones fallido de las últimas décadas (contra el Estado y contra los derechos de los trabajadores), si van a reivindicar los “legítimos derechos ganados durante el macrismo” para trabar el relanzamiento de la actividad y el crecimiento, si van a hacer de guardaespaldas locales de países que no le ofrecen absolutamente nada a nuestro país, la verdad es que van a constituir una carga adicional para frenar la recuperación argentina.
Invertir productivamente, innovar tecnológicamente, exportar a mercados no tradicionales, no aparecen por ahora en el diccionario de la alta dirigencia empresaria. Y la responsabilidad social es sólo un slogan publicitario de época.
Hoy, entonces, el pragmatismo consistiría en no confrontar innecesariamente, no alejar a aliados que pueden dar un sustento importante de gobernabilidad, pero estar en disposición a sostener con firmeza los derechos de la sociedad cuando la miopía incurable de ciertas fracciones quiera imponer, de hecho, el autoritarismo de mercado.
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