¿Una solución argentina para los problemas europeos?
El famoso autor de El capital en el siglo XXI, Thomas Piketty, ha firmado junto a otros intelectuales un “Llamado al debate público sobre la renovación del Banco Central Europeo” (BCE), que comenzará en las próximas semanas por su Comité Ejecutivo. La primera medida será reemplazar al actual vicepresidente. Uno de los candidatos más sonados es el actual Ministro de Economía del gobierno conservador español, Luis de Guindos. En las memorias donde relata sus padecimientos con la troika europea cuando asumió el mando de la agonizante economía griega bajo la primera gestión de Syriza, Yanis Varoufakis lo retrata como un fiel escudero de las exigencias alemanas, aún cuando en privado admitiera los argumentos contrarios que le exponía. Los firmantes destacan otro mérito en su historial: fue el presidente ejecutivo de Lehman Brothers para la península ibérica durante el estallido de la última (y persistente) crisis mundial.
El llamado subraya la creciente gravitación que para la vida europea cobró el BCE en la última década de crisis. Es su economista en jefe y se ha llegado a convertir en el cogobierno de la Eurozona. Determina los términos de la “ayuda” a países en problemas y decide en última instancia sobre sus presupuestos, políticas salariales y de empleo. Sin embargo, su papel institucional no queda muy claro en los tratados. Lo esencial, según destacan los firmantes, es que el BCE quedó fuera de todo control político. Serán los lobbies financieros y los ministros europeos que los representan quienes intervendrán en el nombramiento de sus autoridades futuras. Ni los parlamentos nacionales ni el europeo tendrán ninguna influencia efectiva. Darán su aprobación formal cuando todo haya sido decidido entre unos pocos poderosos y en la mayor reserva.
Los firmantes convocan a los parlamentos a tomar cartas en el asunto y a hacer público el hermético proceso de nominación. Es mucho lo que está en juego, argumentan. En medio de una crisis de dimensiones en el continente, primero económica y enseguida también política, la retórica a favor de la participación pública, la democratización de las instituciones y contra las oligarquías burocráticas que dominan la Unión Europea alcanzaron un punto de saturación. Los déficits de la democracia continental, como los llamó el filósofo Jürgen Habermas, despertaron todo tipo de reacciones, algunas de ellas penosas, como el Brexit, la xenofobia abierta o el surgimiento de gobiernos autoritarios (Polonia, Hungría). Pero ante una elección crucial como la de las autoridades del omnipotente BCE, nadie parece tener mucho para decir. Europa, cuna de la soberanía popular y las libertades políticas, parece empeñada en cavarles ahora su tumba financiera.
Este episodio nos enfrenta a uno de los problemas cruciales de nuestra época: las tensiones entre la democracia y el mercado. Durante la Guerra Fría se llegó a creer que la condición sine qua non de la democracia republicana era una economía capitalista (si bien la inversa no era válida). Algunos autores críticos del presente, como el alemán Wolfgang Streeck, sostienen que el poder de las finanzas llegó a deponer de facto la soberanía popular. Vote por quien vote, el electorado siempre obtendrá la misma receta económica: recortes sociales, privatizaciones, desregulaciones financieras. Todo ello sazonado, como recuerda la solicitada de Piketty y otros, con abundantes eufemismos del tipo “reformas estructurales” (de los derechos laborales) e invocaciones a la productividad (vale decir, rebajas salariales). Gracias a la globalización, este es el idioma que ahora habla todo el mundo.
Las concepciones del capitalismo realmente existente sobre instituciones fundamentales como los bancos centrales son una expresión de las amenazas a la democracia. Se argumenta que para evitar las manipulaciones políticas (y su expresión extrema: el populismo) los bancos centrales deben ser autónomos, esto es, independientes de los gobiernos. Sea cual fuere el veredicto electoral, un banco central respetable debe conservar, tal como las delegaciones extranjeras, inmunidad territorial. Rudi Dornbusch, a quien en una entrevista en Perfil el actual presidente del Banco Central argentino recordó como su principal maestro, había llevado las cosas todavía más lejos. En el crítico año 2002 propuso que la entera política económica argentina quedara en manos de un consejo de expertos internacionales. Si el pueblo no se daba a sí mismo una buena administración, entonces había llegado la hora de cambiar de pueblo.
Actuando entre bambalinas, el pasado Día de los Inocentes un sensato presidente Macri le aclaró a Federico Sturzenegger que no debía creer todo lo que le enseñaron en el MIT, en particular si a la luz de los resultados obtenidos con su cruzada escolástica contra la inflación se ponía en riesgo la ansiada reelección de 2019. Cuando el peligro acecha, el primado de la política se impone, si bien se trató de una decisión ejecutiva antes que parlamentaria. Sin proponérselo, Macri cometió un sacrilegio. Alterando un poco el lema de la revista más aguda del país, ¿es posible que el presidente Macri haya comenzado a señalar el camino hacia una solución argentina para los problemas europeos? Evidentemente no. Su herejía sólo reafirmó los objetivos de la ortodoxia. La valorización financiera y su contrapartida, la ofensiva contra el nivel de vida popular, siguen su curso en ambas orillas del Atlántico a expensas de electorados que no eligieron eso.
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