Otra devaluación, otra piedra para que el gobierno tropiece
Las devaluaciones empeoran y las revaluaciones mejoran la balanza de pagos, exactamente al revés de lo que normalmente se dice con acusada convicción y no menos falta de fundamentos. Devaluando por segunda vez, entonces, el gobierno agrava la situación de las ya muy comprometidas cuentas externas de la Nación.
Ahora que el dólar acelera y la inflación le sigue el tren como la sombra al cuerpo, no son pocos los que se esperanzan —empezando por los sectores del gobierno autores de la maniobra— con que la actuación conjunta de la devaluación y la baja en la tasa de interés, que la promueve, nos vuelva más “competitivos”, dado que se atenúa el “atraso” cambiario y se torna más atractivo invertir, porque se aliviana el peso muerto del costo financiero. Es más probable que las cosas se muevan en sentido contrario, tal como sucedió con la devaluación inaugural. Esa medida de entonces fue el determinante principal del 41 por ciento de inflación del 2016 y colaboró en gran forma para la caída del 2,3 por ciento del PIB (Producto Bruto Interno) registrada ese año.
Ante más de lo mismo que ayer malogró lo buscado, o declamado, no se ve porque hoy se revertirían esos mismos malos resultados. Es que para estos días, y aún suponiendo el mejor caso para que el gobierno logre lo que imagina: derrota a los sindicatos en las paritarias y por esa vía atenuar la suba de precios, entonces la inflación no se come el colchón devaluatorio; contra lo que se supone, las exportaciones no lo van a registrar. Al respecto, cabe recordar que un aumento de precios baja la cantidad demandada. Una baja de precios la sube. Esa trivialidad deviene en un asunto interesante cuando se pregunta cuánto sube la cantidad cuando baja el precio, que es la meta de la devaluación con relación a las exportaciones.
Muy poco, casi nada, es la respuesta de los datos de la realidad. Esto, a raíz de lo que se conoce en el argot de los economistas como elasticidad precio de la demanda. En este caso se dice que las exportaciones son acentuadamente “inelásticas”. En otras palabras, si la devaluación real —el dólar sube más que la inflación—, digamos es del 10 por ciento, un número que no parece muy alejado del objetivo del gobierno, las cantidades exportadas apenas si se van a inmutar. Como resultado, exportamos casi la misma cantidad a más bajo precio. Perdemos en los términos del intercambio —relación entre el precio de lo que se exporta y el precio de lo que se importa— y en el resultado comercial —exportaciones menos importaciones. Y si este resultado comercial no se agrava aún más, será producto del desempleo, debido a que la derrota de los sindicatos implica la caída de la demanda global y la declinación de las importaciones. Es lo esperable en un país que importa más o menos el 50 por ciento de los insumos industriales que utiliza para hacer los bienes que consume.
¿Por qué si en definitiva, y tal como está planteado, los exportadores reciben menos dólares, presionan tanto por la devaluación? No sólo porque venden más, primer imperativo de toda empresa, sino además porque tras la devaluación reciben más pesos en total por menos dólares y sus costos están en pesos y, para mejor, estos adelgazan como proporción de las ventas externas. Por otra parte, los empresarios no ven otra cosa que su propio balance, lo que suceda con el conjunto no está entre sus preocupaciones. Es la expresión de la “anarquía de la producción” en el sector externo.
Adelanto por retraso
El uso del “retraso” cambiario de los liberales durante sus lamentables experiencias, de hecho suele confundir sobre sus consecuencias y le ha dado muy mala fama. Magnetizados por controlar la inflación, fijaron el tipo de cambio —o la paridad cambiaria durante la convertibilidad, o flotando sucio como ahora— y abrieron la economía para importar deflación y desindustrializar en nombre de la ventaja comparativa. El déficit de la cuenta corriente que sobreviene a todo esto, financiado vía endeudamiento externo, siempre hizo y hará que todo salte por el aire cuando la canilla se cierra. El problema estaba y está en la apertura y no en el “retraso” del dólar, que en todo caso por efecto de la inelasticidad, atenuó en vez de agravar el cuadro.
El “retraso” del dólar puede —y debe— significar aumento de salarios y de empleo a condición de que el comercio exterior sea administrado estratégicamente en función de la sustitución de importaciones. Al nivel de las cuentas externas de la nación, el “retraso” del dólar, proveniente de un aumento de salarios, nos posibilita ganar sobre los dos planos, el de los términos de intercambio y el de la balanza comercial. Los argentinos compraran con los mayores salarios el excedente de producción provocado por la disminución, por pequeña que sea, del volumen de las exportaciones. Y así se preserva el empleo nacional y la ganancia proveniente de los términos del intercambio desemboca en una ganancia neta del ingreso nacional. Los beneficios permanecen prácticamente sin cambios gracias a que entran en el juego internacional. Por otra parte, sin que se dispare este proceso que lleva al “atraso” cambiario, no se observa cómo los tan necesarios aumentos del poder de compra de los salarios podrían algún día materializarse.
Así funciona el mundo tal cual es. Desde 1950 y hasta la crisis de 2007, perturbaciones de los shocks petroleros aparte, en los países industriales mientras su producción y nivel de empleo avanzaban raudos como nunca antes, los salarios reales y los precios de exportación aumentaron considerablemente, mientras que los de la Periferia bajaron. Sin embargo, la balanza global de intercambio no acusa para la totalidad del período, ningún saldo negativo neto para los países del Centro, si para los de la Periferia, excluido el petróleo. Entre nosotros, durante la convertibilidad, con la paridad “atrasada” y bajo acusación de ser causante de los peores males, las exportaciones más que se duplicaron.
¿Hasta dónde?
¿Hasta dónde puede ir el “atraso” cambiario en el ámbito de una política de sustitución de importaciones? Hasta que muerda el tramo “elástico” de la curva de demanda, o sea, cuando un aumento del precio de las exportaciones, digamos del 10 por ciento hace caer las cantidades exportadas al menos el 11 por ciento. Pero ese es un límite usualmente muy lejano; más lejano, incluso, a la diferencia entre el bajo salario efectivo argentino actual y aquel mayor que promete la disputa política bien encaminada.
¿Y qué ocurriría si la disputa política se desboca y los aumentos de salarios traspasan ese límite? Nada que sea ignorado por la experiencia argentina de los ’60. El peso se devaluará —directa y automáticamente en el caso de cambios flotantes, indirectamente y por vías enredadas en el resto de los casos— en proporción a esta trasgresión, la parte correspondiente al aumento del salario devenido nominal, y el resto permaneciendo como algo adquirido por los trabajadores argentinos. El equilibrio será encontrado, y la Argentina se quedará con todo el beneficio de la operación menos el monto de la trasgresión.
Este potencial desequilibrio suele aterrorizar a la variopinta gama de analistas que a fin de evitar una potencial crisis recomiendan generarla abatiendo la demanda efectiva, a partir del diagnóstico que da por sentado que el dólar esta “atrasado” porque los salarios argentinos en dólares, según estiman, están muy altos. Claro que al hacer la conversión de los salarios se “olvidan” de aplicársela a las ganancias y al capital de las empresas. Si la hicieran, se les desleiría completamente el argumento.
Es previsible que el gobierno tropiece por segunda vez con la misma piedra y que el capital financiero global, a fin de revertir las pérdidas que le generó la devaluación, presione para que de una u otra forma se fije el valor del dólar. No parece otro el destino de esta nueva devaluación que puso en marcha el gobierno, escudándose en que el valor del dólar lo establece el mercado.
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