Una carta
Desde hoy se suma a la navegación del Cohete la gran escritora argentina Luisa Valenzuela
Hola querido y admirado Horacio,
Heme aquí, una pasajera más en tu nave tan especial, quiero decir espacial.
No te asombrará, ya que me habías invitado tiempo atrás, pero anduve vacilando, distrayéndome. Así hasta el otro día cuando me enviaron a tu Cohete por error, pensando mandarme a la estratosfera en cualquier otro, atendiendo el célebre pedido del señor Presidente para deshacerse de periodistas indeseables, como la abajo firmante.
Fue una maniobra rápida y limpita con motivo de las rumbosas celebraciones de los cincuenta años de la Revista de La Nación, de cuyo nacimiento fui partícipe activa. Sólo que eligieron ni mencionarme al hacer el recuento de su génesis. Como si yo nunca hubiera pasado por esas oficinas, que fueron mi aula desde muy joven. Mis años de formación, por lo tanto, borrados de un plumazo; alevosa omisión (valga la rima) como bien especifiqué en una carta de lectores/as que nunca publicaron. Antes de eso reclamé a un alto ejecutivo del matutino alguna forma digna y disimulada de desagravio, una breve entrevista, quizá. Él con toda amabilidad me contestó que ya era tarde para hacer algo, y de paso le añadió un poco de sal a la herida, condescendiente: “He leído atentamente tu mail. Entiendo tu incomodidad pero el mismo autor (Claudio Escribano, acoto) dejó en claro en su nota que la memoria seguramente lo traicionaría y omitiría los nombres de varios y valiosos colaboradores. Cuando se lo comenté, lamentó profundamente esa ausencia por la valía de tus aportes, por tu vínculo con La Nación y por considerarte una querida amiga”.
Palabras que se lleva el viento, menos mal, mientras siento que mi curriculum ha sido despojado de mi década de iniciación que siempre menciono con orgullo. Pero ya que estoy le saco el jugo a la pifiada que en lugar de enviarme a la luna, como parecen haber querido lograr, me deja ahora a bordo de un Cohete con mayúscula y entre colegas que valoro.
Aprovecho entonces para recordar a mi maestro, Ambrosio José Vecino, alguien que La Nación nunca supo apreciar si bien lo contrató para revivir el soporífero Suplemento Gráfico como había sabido revivir y llevar al candelero la vetusta revista Vea y Lea.
Vecino era un periodista de alma que ingresó en La Nación (“el diario”, para nosotros) a principios de 1960. También era un periodista atípico: buscaba la excelencia en la escritura, porque su verdadera pasión y formación habían sido las letras. Yo entré a trabajar de planta con él dos años más tarde, junto con José María Cantilo. Éramos solo tres en aquel suplemento dominical, hermano menor del Literario, y fueron años memorables, llenos de anécdotas, de risas. Y de arduo aprendizaje para nosotros dos que éramos tan jóvenes.
Vecino nos toleraba y hasta azuzaba. Gran lector, excelente traductor, era hombre sumamente reservado, con un seco sentido del humor y una marcada tendencia al perfil bajo. Fue mi maestro entrañable, ya lo dije mil veces, y como sigo estando tan cerca de su familia puedo en pocas palabras contar la historia de ese huérfano de madre que creció en un orfanato de donde escapó de adolescente. Por su inteligencia y capacidad de estudio ganó una beca en el Mariano Acosta, eligió seguir letras junto con Julio Cortázar, su amigo y compañero. Un profesor se fijó en esos dos muchachos tan brillantes e inusuales; era Vicente Fatone, el filósofo, que apoyó al joven prófugo en más de un sentido y le dio albergue en su casa. Parece triste, pero es la historia radiante de alguien que sin poner en juego la menor ambición personal, al punto de no escribir pero involucrándose a fondo en la escritura ajena (¡puedo dar testimonio!) se abrió un camino de éxito. O mejor, permitió que el camino se les abriera a otros bajo su tutela.
Algún día escribiré mis Memorias de la Redacción, hoy sólo quiero recordar cierta tarde festiva. Estábamos entonces en el viejo edificio de la calle San Martín y teníamos nuestras oficinas en dos pequeños cuartos. Aquel día se celebraba un importante aniversario doméstico y los jefes estaban convocados, todos salvo Vecino.
Decidimos reparar la injusticia. Con Cantilo y los colaboradores y colaboradoras eventuales que siempre pululaban por allí optamos por armarle nuestro propio festejo. Y cuando el jefe fue al taller a ver los plomos (eran tiempos de huecograbado, no se trata de una valoración) arrimamos rápidamente una silla a la ventana, nos encaramamos al techo que era casi una terraza, subimos allí mesa y sillas y del buffet del diario de aquel entonces, un tugurio en el sótano que llamábamos Chez Paco’s, pedimos las mejores vituallas, nos agenciamos un par de botellas de vino y cuando el jefe volvió algo alicaído del taller lo homenajeamos con un verdadero roof-garden party.
Y luchamos durante años para convertir al Suplemento Gráfico, esa sábana sepia con comprimidos textos y excelentes fotos, en una revista, sin sospechar que con la nueva revista poco a poco nos irían coartando la libertad que teníamos. La división de poderes se vio deteriorada, todos se sintieron dueños para opinar e imponer a sus recomendados. Reclamaban caras bonitas en lugar de las importantes notas sobre el interior del país, esas cosas. Yo renuncié a la redacción si bien seguí colaborando por largo tiempo, y la historia de medio siglo atrás me vuelve a la memoria con todas sus luces y sus sombreas. Pero son más las luces a pesar del ninguneo. Los viejos ejemplares de la Revista salpicados con mi firma reconocen mi paso, y en su honor vuelvo hoy a mi viejo y querido periodismo.
Y prometo en la próxima entrega mirar más allá de mi ombligo, aunque la vista por ahora, pues espero que pronto cambie (con perdón de la palabra), sea de terror.
Te saludo de corazón,
Luisa Valenzuela
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