En el último país de América en abolir la esclavitud, el sistema de servidumbre persiste
El 19 de octubre de 2017 la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que suele cuidar las formas en sus recomendaciones a los países, declaró que los cambios del presidente Michel Temer a la definición de trabajo esclavo a pedido de los grandes terratenientes constituían un retroceso en todos los avances que se habían realizado en la materia.
La nota de la OIT es elocuente: “Dos décadas de trayectoria en el combate a la esclavitud contemporánea convirtieron a Brasil en una referencia mundial en el tema”. Y al respecto destaca los “instrumentos y mecanismos” que “fueron creados para lidiar con la gravedad y complejidad del problema”. Desde la llegada de Lula a la presidencia en 2003 se crearon y consolidaron múltiples herramientas en defensa de los explotados: Comisiones Nacionales y Estaduales, Grupos Especiales de Fiscalización Móvil, la “Lista Suja” por la cual los empresarios infractores permanecían dos años en esa nómina negra que divulgaba el Ministerio de Trabajo desde 2003. En los últimos 20 años, más de 50.000 personas fueron liberadas de la servidumbre. Con la eliminación de la "lista sucia" vuelven al anonimato los empresarios explotadores, terminan los controles, dejan de pagar multas, indemnizaciones y cargas laborales. Se revoca también el pacto nacional contra el trabajo esclavo entre el Estado y los empresarios.
El 8 de noviembre de 2017, especialistas en derechos humanos de la ONU pidieron que Brasil revierta el decreto 1.129. Urmila Bhoola, encargada especial de Naciones Unidas sobre esclavitud moderna, reforzó la condena: “Brasil da un paso atrás en sus regulaciones laborales. Es esencial que tome acciones decisivas ahora para evitar la reducción de las medidas anti-esclavitud que fueron implementadas en la última década, y se ponga en peligro la protección de las poblaciones pobres y excluidas, que son los más vulnerables”.
Bruno Dobrusin, especialista del Centro de Investigaciones Laborales del CONICET, afirma que “el lulismo avanzó en derechos de sectores que estaban totalmente postergados, viviendo en la esclavitud o sujetos al trabajo forzoso. Los inspectores del Ministerio de Trabajo solían ser asesinados cuando se adentraban en las áreas rurales más remotas. Eso cambió con el gobierno del PT y con Temer, Brasil está volviendo a esa 'normalidad' histórica”. Y agrega: “Lo que está ocurriendo ahora es una revancha de los dueños históricos, hombres, blancos, terratenientes y empresarios. Quieren dejar en claro que los gobiernos del PT son una excepción a la regla. Parafraseando al antropólogo Gilberto Freyre, la Casa Grande volvió a dejarle en claro a los esclavos que su límite es la 'Senzala'”.
Leonardo Sakamoto es periodista, doctor en Ciencias Políticas de la Universidad de São Paulo y consejero de la Fundación de Naciones Unidas para Formas Modernas de Esclavitud. Respecto al retroceso impulsado en materia de derechos laborales escribió en su blog: “Brasil no es un país para principiantes, realmente. Tuve la oportunidad de oír en el Congreso Nacional que la fiscalización de formas contemporáneas de esclavitud y más específicamente la 'Lista Suja' son cosa de 'comunistas'”.
Este pedido fue realizado por los hacendados que poseen una de las bancadas más poderosas en el Congreso de Brasil, el más conservador desde la recuperación de las democracia en 1985, y presionaron a Temer para retroceder derechos al 13 de mayo de 1888 a cambio de no avanzar en las causas de corrupción que afectan al presidente del 3 por ciento de imagen positiva.
En ese Congreso predominan los representantes de los agronegocios, del fundamentalismo religioso y de las fuerzas de seguridad. Es la bancada BBB —Biblia, Boi (toro), Balas— la que logró la reinterpretación del trabajo esclavo. Y van por más: baja de edad de imputabilidad para menores, portación libre de armas de fuego, estatuto de la familia (católica, apostólica y romana), reversión de la propiedad de tierras de los indios, aborto como “crimen hediondo”, día del orgullo hétero y medio centenar de iniciativas para destruir los derechos laborales de los trabajadores.
El Departamento Intersindical de Asesoría Parlamentaria (DIAP) publicó en 2015 los informes: “Radiografía del nuevo Congreso: Legislatura 2015-2019” y “Las Cabezas del Congreso Nacional: Una investigación sobre los 100 parlamentarios más influyentes”. El DIAP señala que de 513 diputados y 81 senadores que componen el Congreso, 251 son empresarios, 127 son hacendados, 55 son militares o policías, 78 son evangélicos. En el otro extremo: 49 son sindicalistas, 3 son campesinos y 64 son mujeres. Para João Pedro Stedile, secretario general del Movimiento de Trabajadores Sin Tierra (MST), este Congreso no representa a la diversidad de Brasil “porque el 60 por ciento de la población es negra y mulata y solo hay un 3 por ciento en el Parlamento; porque en el país solo el 3 por ciento son empresarios, pero en el Legislativo son la mitad de los representantes”.
Este escenario permitió el juicio político arbitrario contra Rousseff y trazó el camino para el golpe judicial contra Lula en una sentencia fraudulenta que jamás pudo probarle un solo delito. La derecha sabe que el líder sindical encabeza holgadamente las encuestas para las elecciones del 7 de octubre de 2018 y que en las urnas no tiene rival. Por eso los medios buscan destruir su imagen y la justicia apartarlo de la vida política de manera arbitraria. No es un dato menor el festejo de los ricos: la Bolsa de São Paulo registró subas significativas tras la ratificación de la condena al expresidente. Quieren hundir al mito, desmoralizar a las clases empoderadas y restituir la agenda conservadora.
La fase golpista tuvo su fecha clave el 18 de abril de 2016. La Cámara de Diputados aprobaba por una mayoría abrumadora el impeachment contra Dilma Rousseff bajo argumentos falsos. El odio al lulismo se condensa en el discurso del diputado de la bancada policial Fernando Francischini: “Por el fin de la facción criminal del Lulo-petismo, por el fin de la CUT (Central Única de Trabajadores) y sus marginales, voto sí”.
El diputado y ex paracaidista del ejército Jair Bolsonaro dijo en esa sesión ignominiosa: “Perdieron en 1964 (año del golpe contra João Goulart) y van a perder ahora”. Dedicó su voto a favor de la destitución a uno de los más brutales verdugos de la dictadura, responsable del encarcelamiento ilegal y de las torturas contra Dilma Rousseff en los ’70: “Por la familia, la inocencia de los niños en las aulas, que el PT nunca tuvo, contra el comunismo, por nuestra libertad, en contra del Foro de São Paulo, por la memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, el pavor de Rousseff, por las Fuerzas Armadas, por Brasil encima de todo y por Dios por encima de todo, mi voto es sí”, provocó, mientras su hijo Eduardo Bolsonaro, también congresista, imitaba con sus manos el gesto de una ametralladora disparando sobre la bancada petista.
Bolsonaro es homófobo, racista y apologista del terrorismo de Estado. Marcha segundo detrás de Lula en las encuestas con un promedio del 17 por ciento de intención de votos y sueña con un gobierno autoritario formado por militares y civiles poderosos.
"El error del gobierno de 1964 fue torturar y no matar", es una de sus frases de cabecera. Hoy la derecha en Brasil tomó nota: van a matar a Lula antes de que pueda volver a calzarse la banda presidencial de una locomotora de 200 millones de habitantes.
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