Cuando el arquitecto italiano Mario Palanti diseñó el Pasaje Barolo inspirado en la Divina Comedia de Dante, no pudo imaginar que el infierno iba a corporizarse en el sótano del coqueto edificio de la Avenida de Mayo. Tirados entre excrementos de ratas, permanecieron durante años buena parte de los archivos que la entonces Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) acumuló sobre el peor atentado de la historia del país: la bomba en la sede de la DAIA y la AMIA.
El verano de 2015 fue caluroso y húmedo. El clima era pesado, y no únicamente por obra de la humedad. Esa pesadez casi podía palparse en las oficinas vinculadas a la justicia y la inteligencia. En diciembre de 2014, Cristina Fernández de Kirchner había descabezado la entonces Secretaría de Inteligencia (SI) y colocado al frente a dos hombres de su confianza, Oscar Parrilli y el abogado Juan Martín Mena, que venía del Ministerio de Justicia y conocía bien el expediente AMIA. El 14 de enero, el entonces fiscal especial a cargo de la causa Alberto Nisman había vuelto de sus vacaciones en Europa para presentar durante la feria una denuncia acusando a la Presidenta y a su canciller, Héctor Timerman, de encubrir el atentado con la firma de un memorándum de entendimiento con Irán. Cuatro días después, Nisman aparecía muerto en su departamento de Puerto Madero. Lo peor de ese verano, definitivamente, no era la humedad.
Mena estaba obsesionado. Quería saber qué había y qué podía encontrarse – eso contó CFK en su libro, Sinceramente. Un día apareció en el Barolo, donde funcionaba el área de Terrorismo de la Secretaría. Quería ver dónde estaban los papeles de la causa AMIA.
—Si quiere, le comentamos.
Le dijeron dos señoras con aspecto de tías abuelas pero que, en realidad, revistaban desde hacía décadas en la SIDE. Las dos mujeres se encargaban, entre otras cosas, de investigar el atentado.
—No —dijo Mena—, quiero ver los depósitos.
Bajaron al último círculo del infierno que, en el Barolo, era el sótano. El subsuelo era gigante. El lugar estaba lleno de estanterías y cajas. Y había papeles apilados hasta el techo. Las ratas se habían alimentado durante años de los documentos y habían dejado rastros de su presencia. Una caja marrón tenía un cartel escrito con birome que decía, literalmente: “Acá hay algo”.
—¿Qué es esto? —preguntó Mena, mientras manoteaba papeles. Uno de los papeles decía: Embajada.
—¿Qué es esto?
Volvió a preguntar.
—No sé —dijo una de las mujeres—. Debe ser de la embajada.
A partir de entonces, los códigos comenzaron a aprenderse. Donde decía “embajada”, debía leerse: atentado contra la sede diplomática de Israel, ocurrido en 1992 en el que murieron 22 personas. El caso aún lo investiga la Corte Suprema, y ese verano iba a ser eje de controversias entre CFK y Ricardo Lorenzetti.
Los archivos de la AMIA estaban mezclados con otras causas, desparramados por el piso, en cajas sin identificación, apilados hasta el techo en uno de los edificios más pintorescos —y oscuros– de Buenos Aires. Todos estaban guardados en una especie de jaulita: la jaula como una cárcel estaba cerrada con un candado.
¿Dónde están los archivos?
Los documentos de la causa AMIA no estaban sólo en el Barolo. Los funcionarios que desembarcaron en diciembre de 2014 comenzaron a entender que había archivos desperdigados por todos lados. Al menos en otros dos depósitos más. Uno era la base de la calle Estados Unidos, uno de los dominios del ex jefe de Operaciones y hombre fuerte de la SI, Antonio Horacio Jaime Stiuso. A los moradores de la base de la calle Estados Unidos, no les gustan las visitas. Pero, para cuando las hay, tienen preparado un mensaje de bienvenida bien elocuente y pintado a lo ancho de una de las paredes: El templo del silencio. Quienes lo visitaron aseguran que la leyenda apareció cuando Jaime se retiró de ese lugar.
La otra base está ubicada en la zona sur de la Ciudad. Aparentemente es la única con buenas condiciones de guarda: allí están prolijamente acomodados casetes con las copias de las escuchas ordenadas desde el comienzo de la causa por el entonces juez Juan José Galeano. El lugar acondicionado, limpio y hasta con prevención de humedad, no tiene nada parecido al Barolo.
Pero no sólo allí hay casetes. Aparecieron en lugares más extraños. En una recorrida por una de las bases, un funcionario del kirchnerismo encontró una puerta fajada. Cuando la abrieron, descubrió casetes que llegaban hasta el techo, una bolsa de plástico con un reproductor de casetes que alguien había descartado y auriculares modelo años '90.
¿Podían ser los famosos 66 casetes perdidos? Imposible saberlo sin desgrabarlos. Y eso llevaba tiempo.
Desclasifíquenlos
Mena pidió hablar a solas con la tía abuela que lo había recibido en el Barolo. Una de las dos mujeres que lo habían conducido hasta el infierno del subsuelo.
—¿Cuál es el material que desclasificó el Presidente? –preguntó.
El señor 8 se refería a la desclasificación que Néstor Kirchner había ordenado en 2005, después de una primera apertura de archivos de Cancillería, esencial para la investigación. De esos archivos surgió un documento fechado un día después del atentado en el que Argentina e Israel acuerdan apuntar hacia Irán como responsable de la bomba, como reveló el director de este medio.
—¿Cuál es el material? —insistió Mena.
—Y, no sé –respondió la mujer.
—¿El doctor Nisman venía a ver los archivos en estas condiciones?
—Él no venía —dijo ella—. Pedía algo puntual y, cuando venía, aparecía en mi oficina del quinto piso.
Mena montó en cólera. Y en ese momento llamó a la Presidenta. Cristina ordenó que llevara a todos los familiares del atentado para mostrarles las condiciones en las que encontraban los archivos del Barolo. También les pidió que invitara a los tres fiscales apenas designados por la procuradora Alejandra Gils Carbó para reemplazar a Nisman: Sabrina Namer, Roberto Salum y Patricio Sabadini, y al coordinador de la UFI-AMIA, Juan Patricio Murray. Como nadie podía saber qué estaba desclasificado y qué no, la Presidenta ordenó desclasificar todos los archivos de la SIDE. La Secretaria entraba en el proceso de conversión hacia la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), entonces cambiaron el candado de la jaula. Los archivos quedaron en manos de la UFI-AMIA.
El trabajo
En junio de 2015, Gils Carbó decidió crear un Grupo de Relevamiento y Análisis Documental (GERAD) para el caso AMIA. Eran entre quince y diecisiete personas, profesionales, encargados de preservar, analizar y digitalizar los archivos. Para octubre del año siguiente, es decir en el año 2016, habían digitalizado más de 2400 carpetas de la desclasificación ordenada por Kirchner en el año 2005. También habían creado un software, Indexar, que permitía buscar y cruzar datos entre los documentos.
Los contratos del Grupo de Relevamiento los pagaba inicialmente el Ministerio de Justicia del que dependía la Unidad Especial AMIA, creada en el año 2000. Así ocurrió hasta después de la asunción de Macri. Con el cambio de gobierno, el ministerio dio de baja a los contratos que a partir de entonces asumió la Procuración. Gils Carbó recontrató a los trabajadores.
Para entonces se estimaba que, en los tres depósitos, la AFI tenía nada más y nada menos que 2000 metros lineales de archivos. Veinte cuadras.
El negocio
El 5 de abril de 2017 Mauricio Macri firmó el decreto 229 que puso los archivos en manos de la Unidad Especial AMIA, que funcionaba bajo la órbita del ministerio de Justicia. Es decir, del Poder Ejecutivo y ya no de la Procuración General. El titular era el ex senador radical Mario Cimadevilla. El decreto también transfirió a la Unidad Especial AMIA las oficinas del Palacio Barolo. El contexto de la medida era la disputa con Gils Carbó para forzarla a renunciar.
Una semana después, el entonces entusiasta Cimadevilla convocó a los fiscales y a otros funcionarios de la UFI-AMIA a una reunión en el Ministerio de Modernización de Andrés Ibarra, según publicó el diario Perfil. Una parte de los funcionarios no lo sabía: en el ministerio los esperaban integrantes de la empresa Palantir para ofrecerles un software de procesamiento de datos. Algo tan grande como las máquinas de la NASA, destinado a digerir un caudal de material tan grande como el que ellos necesitaban para la causa. Entre los invitados también estuvieron integrantes de la Unidad de Información Financiera (UIF).
El negocio era un proyecto millonario para Palantir pero, además, el trato parecía pura ganancia. Palantir entregaba el software, pero se quedaba con acceso al material que sólo estaba desclasificado y disponible para los investigadores y las querellas vinculadas al atentado y a los secretos del encubrimiento.
Palantir no era simplemente un proveedor de servicio de digitalización. Según el contratista de la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense Edward Snowden, Palantir jugó un rol clave en el esquema de espionaje que él terminó destapando. La UFI-AMIA no aceptó el servicio.
Laura Ginsberg seguía con atención los datos de los archivos. Dirigente de APEMIA, iba a buscar los informes que producía el Grupo de Relevamiento y se llevaba las copias. Pero no había discos que dieran abasto. Y pidió una computadora en la UFI AMIA con software para cruzar datos. Cuando se enteró de que Macri firmó el decreto para sacarle los archivos a la Procuración, fue a la Justicia: pidió que lo declararan inconstitucional. el juez federal Rodolfo Canicoba Corral rechazó el pedido. Las organizaciones de familiares y los fiscales apelaron la decisión ante la Cámara. El tribunal de alzada rechazó el pedido, pero sostuvo que el trabajo debía continuar haciéndolo el Grupo de Relevamiento de la UFI-AMIA tal como había ocurrido hasta entonces.
El 12 de diciembre de 2017, la AFI notificó a los fiscales que iba a transferir parte de las propiedades del Barolo al Ministerio de Justicia. El Ministerio iba a ocuparse de algunos arreglos del edificio para centralizar el material disperso en las otras bases.
Para marzo de 2018, la Unidad Especial todavía a cargo de Cimadevilla había quedado subsumida en el Programa Verdad y Justicia, y el radical salió eyectado en medio de denuncias de complicidad contra el ministro Germán Garavano. El Programa depende desde entonces de Mariano Fridman y funciona en la Secretaría de Derechos Humanos de Claudio Avruj. Los dos fueron estrechos colaboradores en la DAIA de Rubén Beraja, uno de los acusados en el juicio por el encubrimiento del atentado.
Las chicas de Jaime
Créase o no, el principal acusado de organizar el atentado del 18 de julio de 1994 estuvo en la SIDE dos años después de la bomba contra la mutual judía. Agregado cultural de Irán en la Argentina, Moshen Rabbani se entrevistó con el número dos de los servicios secretos, vicealmirante Juan Carlos Anchézar, treinta días antes del segundo aniversario. Para entonces, ya era considerado como principal sospechoso, pero en la SIDE todo fue armonía con él: hasta tuvieron tiempo de hablar de unos pistachos que el iraní le había ofrecido al entonces señor 8, como en su momento narró Página/12.
Los archivos también permitieron entender el funcionamiento de la estructura de la SIDE a través del nombre de otras presencias como aquellas tías abuelas que encontró Mena durante su visita. Las analistas conocidas como Gabriela Rieder y Marta Orly son aún reverenciadas al interior de la SIDE como una especie de memoria viviente. Pasaron a la historia como Las chicas de Jaime, sus manos derecha e izquierda.
Aunque Marta entró a la SIDE antes, Gabriela hizo más carrera. Marta llegó en 1977 en plena dictadura. Estaba casada con un militar de apellido Olivares. Gabriela entró a la SIDE en democracia, en 1985. Antes había trabajado en la empresa Toshiba. Las dos revistaron en los servicios secretos hasta la creación de la AFI. Pero Marta se las ingenió para volver al Barolo con el cambio de gobierno. En el segundo semestre de 2017 ya estaba de regreso, y cerca de su hija a quien buscó dejarle el puesto y ya trabaja en el edificio.
Las dos se especializaron en Medio Oriente, cuenta Gerardo Young en su libro SIDE, la Argentina secreta. A Marta la ayudó la revolución islámica de 1979 para ir ganando espacio dentro de la Secretaría. Gabriela se fue abriendo paso mientras estudiaba una licenciatura en Relaciones Públicas e Historia.
Cuando ocurrió el atentado, ellas eran las dos analistas que supuestamente manejaban como tema Medio Oriente. Algunos dicen que se limitaban a cortar artículos de diarios, otros las describen como fieles exponentes del submundo de los servicios, administradoras de la información que les pasaban los hombres, y manipuladoras de los datos. Las dos estuvieron en una reunión que se hizo en la Quinta de Olivos cuatro días después de la bomba, con Hugo Anzorreguy, el entonces juez Galeano y el mismísimo Presidente Carlos Menem. Querían lucirse: aparecieron con un video sobre Irán, improvisado en las últimas horas.
Cuando Galeano llegaba a la SIDE para hablar de la investigación, ellas se sentaban a la mesa y le mostraban las fotos en las que se veía a Rabbani recorriendo agencias de autos días antes del atentado, supuestamente para conseguir la camioneta que después le terminó proveyendo Carlos Telleldín.
Los archivos las muestran acercándole información a Galeano, o diciendo qué teléfonos debía intervenir. Con el tiempo ascendieron. Gabriela entró a la SIDE en Contraespionaje, pasó a Contrainteligencia, y luego ascendió a Directora de Terrorismo Fundamentalista. Marta siempre permaneció por debajo: en esa misma Dirección, fue Jefa de la División de Medio Oriente.
Stiuso entró a la SIDE antes que ellas, en 1972. Durante la etapa de la AMIA, Gabriela era una par. Los dos pertenecían al Area de Operaciones: él como Jefe de Operaciones Técnicas a cargo de las pinchaduras de teléfonos y ella como Directora de Terrorismo, el área exterior de la SIDE. Cuando en 2002 cambió toda la estructura de la SIDE, desaparecieron las divisiones Exterior e Interior. Stiuso quedó como Director General de Operaciones. Y ellas se convirtieron en sus sombras. Lo acompañaron en los viajes a Europa o a Estados Unidos. Y le dieron la plataforma para hacer de AMIA un caso de geopolítica.
Cuando Stiuso dejó la SI, enfrentado con Cristina, Gabriela seguía en su puesto cuidando los secretos del Barolo con una oficina tan desordenada y llena de papeles como el sótano de la discordia.
Una oscuridad en el presente
Durante el acto del 18 de julio en la Plaza de Tribunales, Diana Wassner de Memoria Activa denunció que la UFI-AMIA se encuentra paralizada desde la llegada del fiscal de Morón Sebastián Basso, recientemente nombrado para liderar el equipo de fiscales. Basso ocupa el lugar dejado por Nisman y ocupado más tarde por los tres fiscales. Es sobrino de la ex camarista Luisa Riva Aramayo. La Piru, ya fallecida, fue una de las que visitó a Telleldín mientras estuvo preso para negociar los términos de su declaración. ¿Lo designaron pese a ese parentesco, o precisamente por ello? Memoria Activa ya lo recusó.
Todos los actores de la causa AMIA coinciden en un dato: marcan los retrocesos de la Unidad desde la salida del último integrante del triunvirato designado por Gils Carbó, Roberto Salum, que terminó haciéndose cargo del juicio por encubrimiento y ahora comparte audiencias en el juicio contra Telleldín con Santiago Eyherabide.
Para Laura Ginsberg la UFI-AMIA está en vías de extinción: “Con Basso, ahora la prueba que surge de los archivos no es valorada. El Grupo de Relevamiento ya no produce informes”. Y no es un dato menor.
Los archivos de la SIDE sirvieron para entender los pactos que se tejieron dentro del país durante la investigación del atentado. No prestar atención a esa prueba es desatender la conexión local. Nombres de testigos implantados. Manos de los espías en la causa. Carapintadas sentados en la calle Pasteur antes de la explosión. Pero además no prestar atención a esa prueba es desatender hipótesis con líneas de tiempo que miran fuera de Irán. Todas líneas de investigación que altera al gobierno de Mauricio Macri y a sus aliados entre los propietarios del edificio destruido por la explosión. Las razones de los últimos anuncios del gobierno.
Las cajas no sólo hablan de la AMIA. También hablan del presente en la Justicia. Durante 25 años, la causa capturó rastros en papel del crecimiento del largo brazo de los servicios de inteligencia en los tribunales federales. La matriz de 1994-2019 tiene nombres intercambiables. Donde dice Galeano podría decir Claudio Bonadío. Y lo mismo ocurre con Carlos Stornelli. Un empleado judicial que se infiltraba entre los presos de Devoto para ablandar a Telleldín cuando el juzgado aún esperaba que acusara a la bonaerense. Un panóptico del espionaje de los guardiácarceles del Área 50. Y dos fiscales como sistemas de pinzas para apretar a detenidos con amenazas de detener a su gente.
En varios papeles, los archivos tienen un nombre que volvió a resonar meses atrás: Raúl Copes. De larga trayectoria radical, Copes había llegado a director durante el gobierno de la Alianza y permaneció en los servicios aun durante el kirchnerismo.
Copes salió de la oscuridad cuando una abogada que coacheaba al arrepentido Leonardo Fariña para direccionar causas contra CFK dijo que había sido quien la contrató desde la AFI. Copes llevaba un año muerto cuando esa denuncia salió a la luz. La AFI denunció a la abogada por violar secretos de inteligencia, pero terminó reconociendo que Copes integraba las filas del organismo.
Lo que los servicios mejor saben hacer. Causas embarradas ayer, causas embarradas hoy.
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