Voy a comenzar con aquello que el editor de este portal deja siempre para el final de su artículo, informándonos y deleitándonos con la música que él escucha mientras escribe. Se trata —como el título más que lo sugiere, lo enuncia— de escuchar a la señora Eladia Blázquez en su canción homónima al nombre de este artículo: “No se puede prohibir la elección de pensar…/ No se puede prohibir que un gorrión al partir, busque un cielo mejor…/ Sólo el hombre incapaz de entender, de sentir/ ha logrado, al final, su grandeza prohibir/ y se niega el sabor y la simple verdad, de vivir en amor y en total libertad…/ Si tuviese el poder de poder decidir…/ dictaría una ley… ¡Es prohibido prohibir!”.
También lo cantó Sandra Mihanovich.
El doctor Raúl Zaffaroni acaba de escribir un lúcido artículo en la revista digital La Tecla Ñ en el cual, con la simpleza posible sólo en quienes saben, nos informa acerca de la posibilidad de los incapaces de clonar prohibiciones; más allá de ello, de multiplicarlas y no a cualesquiera de ellas, sino a aquellas cuya comisión viene amenazada con penas privativas de libertad. Allí recorre la historia universal del delito de asociación ilícita, también nuestra propia historia sobre el —muy particular, vaya sea dicho— delito hoy de moda entre nosotros, utilizado a destajo por los funcionarios judiciales de modo residual, esto es, sólo aplicable para imputaciones penales políticas y de políticos —sobre todo de aquellos que han perdido el poder que antes ostentaban— que, por lamentable que ello sea para algunos, fracasan porque no pueden ser demostradas.
Con lenguaje académico, ocupa el lugar dedicado por el Derecho Penal a los actos preparatorios, impunes por definición, y más aún, de un tipo genérico de preparación delictiva, válida para cualquier delito, aun leve o levísimo, sin pena privativa de libertad. A todos esos imputados les cabe la posibilidad y el resabio de soportar en ese caso una imputación grave, por asociación ilícita, que funciona como infracción a una prohibición previa, preparatoria de ilícitos penales que no pueden ser verificados y solo existentes en la imaginación frondosa de quienes juzgan. Les cabe a la perfección el último verso de la estrofa musical transcripta de Eladia Blázquez. Hasta se llegó al ridículo de que se quiso remover toda la tierra de la Patagonia argentina, incluidas allí las tumbas de Patoruzú y de la Chacha, en la búsqueda del “tesoro” que constituía el llamado por los ignorantes “cuerpo del delito”. O, del mismo modo, dejar vivir la imputación por asociación ilícita después de que la vergüenza aclaró que el delito de traición a la patria requería como condición ineludible la guerra declarada con otro Estado, condición ignorada en un principio por quienes imputaban.
Más allá de ello, Zaffaroni demuestra cómo el valor real de este pensamiento no es ni la condena ni la pena, de aplicación mínima en nuestros estrados judiciales, sino, antes bien, lo es la posibilidad de encarcelar preventivamente durante el procedimiento judicial, porque la clonación delictual produce una serie de amenazas que, sumadas hasta su máximo posible —conforme a la doctrina impuesta a nuestros parlamentarios por un delincuente menor, ostentador falso del título de ingeniero— supera con creces al mismo delito de genocidio, universalmente prohibido con cierta razón. Tal desarrollo, unido a una llamada “doctrina” que funcionarios judiciales han impuesto como artículo de fe —me refiero al poder residual de funcionarios del anterior gobierno que de modo evidente no han utilizado durante su juzgamiento posterior—, han logrado el milagro, dadas las circunstancias, de someter a un proceso penal y a prisión sin condena, como regla, a quienes son opositores políticos, hoy, más que adversarios, enemigos odiados frente a la aproximación de nuevos comicios.
Empero, vale la pena recordarlo, nuestros jueces y funcionarios judiciales que así proceden no son los únicos en nuestro continente. Otra vez Brasil nos gana por algunos goles —en este caso en contra, si la meta fuera el sistema democrático de gobierno y el Estado de Derecho— porque, frente al mismo peligro, sometió a prisión al principal candidato en una elección y lo privó de competir en ella, con una interpretación de su ley civil —ni siquiera inteligente o pícara, sino producto de la incapacidad o el dolo de prevaricato— que la priva de vigencia frente al Derecho Penal, instituyendo delitos patrimoniales sin apropiación alguna.
Yo quisiera acompañar la afirmación de que la prohibición de asociarse ilícitamente es inaplicable a tenor de la definición idiomática que proporciona nuestro Código Penal, artículo 210, conforme a nuestra Constitución liberal (sobre todo, artículo 19). Para él, como lo pone de manifiesto Zaffaroni, el delito lo comete quien toma parte en una asociación o banda de tres o más personas destinada a cometer delitos, por el solo hecho de ser miembro de la asociación. Ello significa que el mero acuerdo de tres personas, pronunciado de cualquier forma —por escrito, oralmente, por señas o por inclusión posterior en un programa diseñado por otro— consuma el delito, a pesar de que la asociación fracase, esto es, no cumpla el objeto de su existencia, porque sus miembros no cometen delito alguno, se disuelva voluntaria o involuntariamente o desaparezca después la definición de su objeto como la comisión de uno o varios ilícitos penales. Esta es, en palabras, la definición lisa y llana de la ley, a la que no debemos agregarle nada, ninguna otra condición, para decidir acerca de su validez en un Estado de Derecho. Y, sin duda, esa definición infringe el mandato liberal que prohíbe prohibir en ciertos casos y tan sólo lo admite bajo determinadas condiciones. Las simples ideas y los propósitos no son punibles. Repárese, además, que el acuerdo de los asociados no está limitado a algún delito especial, sobre todo por su gravedad, sino que, antes bien, la pena privativa de libertad grave amenazada para él puede abarcar cualquier delito, incluidos los levísimos e, incluso, amenazados con una pena no privativa de libertad: por ejemplo, el prevaricato simple o la denegación de justicia de jueces, fiscales y abogados (Código Penal, artículos 269 a 274).
Prohibir no es un oficio sencillo. Por lo contrario, al menos en un Estado de Derecho se trata de una operación delicada. En primer lugar, requiere riqueza lingüística; no sólo quien la instituye debe definir con el máximo de certeza la acción cuya omisión o realización manda o prohíbe, sino que, a la vez, esa definición es aquella que, a quienes va referida, les permite calcular el comportamiento deseado para conocer si él está permitido y establecer las consecuencias de ese comportamiento. A quien juzga y, por tanto, interpreta institucionalmente, en cambio, la definición certera del comportamiento prohibido le permite decidir si tal prohibición rige o no está vigente según principios de rango superior a la ley del Parlamento. Prohibir implica también definir todo aquello que nos está permitido por nuestro orden social pacífico. Y es, por esa seriedad que implica la acción de prohibir, que el Estado de Derecho exige una definición lingüística poco menos que perfecta (lex certa), sin que el intérprete pueda agregarle nada, menos aún condiciones quizás racionales para su vigencia y funcionamiento (ver Ziffer, Patricia, El delito de asociación ilícita, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 2005, tesis que yo dirigí). Repárese en que una cosa es permitir la analogía in bonam partem, que excluye ciertos comportamientos de la definición punitiva vigente o de la consecuencia penal por similitud con otros ya claramente excluidos de ellos, y otra muy distinta suplir la deficiencia del legislador por agregado de condiciones inexistentes en la definición; el intérprete está encadenado, ceñido a las palabras de la ley para juzgar la aptitud de la definición para estar vigente, sin agregarle ni quitarle nada.
En segundo lugar, esa certeza lingüística de la definición recorta, como fue dicho, el objeto de lo ilícito (principio de legalidad) al que —ahora sí— ninguna otra acción puede ser agregada por analogía con la prohibida o mandada.
En tercer lugar, el instituyente (legislador) debe verificar desde un comienzo el daño o el peligro que provoca para terceros la falta de realización de la acción mandada o la realización de la acción prohibida (principio de lesividad) y tal demostración no puede consistir en una entelequia discursiva, sino, por lo contrario, debe importar el cercenamiento o la disminución del derecho acordado a otros (vivir sin lesiones en su cuerpo o en su salud, disponer de aquello que la ley le concede, etcétera).
Por último, como ya lo expresa Zaffaroni, la consecuencia de la infracción debe ser racional, sobre todo en comparación con las demás prohibiciones y mandatos. No es posible, por ejemplo, que el acuerdo de tres personas para cometer delitos levísimos —daños menores en las cosas pertenecientes a otros— conduzca a penas graves privativas de libertad y que ni aun el fracaso del acuerdo por incumplimiento de sus objetivos evite la punición (expresamente invalorable para la sanción).
Todo ello conduce a sospechar aquello que hoy se verifica en las persecuciones penales reales: la definición que consta se vincula más a la persecución política, a la prisión durante el proceso, que a delimitar el campo de lo prohibido. Más allá aún, ella huele a encierro político, esto es, a la alternativa de control institucional sobre la oposición o el desacuerdo políticos, fundamentos totalmente excluidos del Estado de Derecho. Por fin, quiero expresar que creo que una recorrida racional por el Código Penal a la vista de estos principios permitiría, simplemente por las razones antes dichas, relativas a las dificultades de la acción de prohibir, reducir el Derecho Penal de la manera que defiende la escuela que aboga por un Derecho Penal mínimo, único adaptable a un Estado democrático.
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