OTRA PELIGROSA ESCALADA
Estados Unidos mantiene activa su política de presión militar y de sanciones comerciales contra Irán
Hace aproximadamente un mes, las fuerzas de defensa iraníes derribaron un dron estadounidense que incursionaba en el espacio aéreo de Irán. La sorpresa no fue menor para las autoridades norteamericanas, que no contaban con esa capacidad de respuesta. Inmediatamente después de este incidente se puso en marcha una acción retaliadora del gran país del norte, destinada a destruir instalaciones nucleares persas mediante un ataque aéreo. A último momento, ya con las aeronaves listas para despegar –y en algunos casos ya en vuelo— Donald Trump decidió abortar la operación, que hubiera desatado un infierno en Oriente Medio.
La ofensiva aérea hubiera sido imparable para Irán, que sin embargo hubiera quedado con fuerzas remanentes en condiciones de contraatacar y con un arsenal de misiles aun operativos capaz de atacar masivamente a Israel. Trump arguyó una dudosa explicación de corte cuasi humanitario: se hubieran producido demasiadas bajas humanas vis a vis el derribo de un dron obviamente no tripulado. Pero la razón de fondo de la suspensión del ataque probablemente ha sido electoral: en Estados Unidos las próximas elecciones generales se realizarán a fines de 2020. El Presidente norteamericano va a ir por su reelección y posiblemente no quiso tomar un riesgo que –al fin de cuentas— hubiera podido perjudicarlo.
Curiosamente, una situación parecida había ocurrido en 2012. Israel, con la anuencia norteamericana, había planificado un ataque a las plantas de enriquecimiento iraníes de Fordo y Natanz, y sobre el reactor de agua pesada de Arak. Finalmente, el entonces Presidente Barack Obama desistió de esta ofensiva y dejó al entonces primer ministro israelí Bibi Netanyahu –que hoy ocupa el mismo cargo— tascando el freno. En noviembre de aquel año debían realizarse elecciones generales en Estados Unidos, en las que Obama intentaría su reelección (y la obtuvo, como todos sabemos). Inmediatamente después de esta retranca convocó al preexistente pero paralizado mecanismo del “5 + 1 (Estados Unidos, Reino Unido Francia, China, Rusia + Alemania) mas Irán”. En 2015, luego de tres años de negociaciones, esta entente alcanzó un acuerdo que se materializó en un Plan de Acción Integral Conjunto.
Este Plan congelaba la capacidad de desarrollo nuclear iraní —y, por ende, la posibilidad de acceder a la bomba atómica— y le imponía un límite en kilos a la tenencia de uranio enriquecido, a cambio del levantamiento de las sanciones económicas y comerciales que se habían establecido en su contra. Bajo el control del impecable Organismo Internacional de la Energía Atómica y la atenta mirada de los cinco tenedores de grandes artefactos nucleares, Irán conservó cierta capacidad nuclear para uso civil, recuperó cierta apertura comercial y recibió inversiones externas que le abrieron la oportunidad de mejorar su desenvolvimiento económico.
A raíz de la intempestiva caída de aquel acuerdo impuesta por Trump, volvieron las sanciones económicas, comerciales y financieras contra el régimen iraní, como así también contra el resto de los países que no se habían retirado del acuerdo (Reino Unido, Francia, China, Rusia y Alemania). Es notable esto último. El buen desenvolvimiento del Plan indujo a grandes empresas y bancos internacionales de aquellos países a instalarse en Irán. Y se incrementó también el comercio. Tras su salida, Washington decidió movilizar la normativa que le permite aplicar sanciones a compañías y entidades financieras extranjeras con filiales en Estados Unidos, que operan en países interdictos.
Bajo estas condiciones, que llevaron a la ruptura del acuerdo de 2015, Irán decidió retomar el enriquecimiento de uranio –que había suspendido— e incrementar su producción.
¿Qué hay detrás de la súbita decisión de Trump de retirarse del acuerdo del “5+1 más Irán”, que ha generado un enorme desaguisado y ha incrementado el peligro en el mundo? Por un lado está el volátil talante que el Presidente norteamericano ha mostrado reiteradamente. Por otro, su profunda animadversión respecto de la República Islámica de Irán.
El extravagante Donald, una parte importante de la dirigencia política republicana e incluso un amplio segmento de la ciudadanía norteamericana aborrecen a Irán, el contestatario país que no se cansa de interferir su política exterior en todo el mundo musulmán: un amplio arco que va desde el Magreb hasta Indonesia, que cobija a alrededor de 1.300 millones de almas.
Los principales aliados de Estados Unidos en ese mundo son sunitas: Arabia Saudita, los emiratos del Golfo Pérsico, Egipto, entre otros. Pero da la casualidad –es sólo un modo de decir— de que hay una presencia chiita que les complica la vida. Es así que sunitas y chiitas mantienen una tensa rivalidad; cabe mencionar que llevan ya siglos de enfrentamiento.
Si bien se mira el mapa de los conflictos en Oriente Medio y aledaños, puede señalarse que el esfuerzo bélico desarrollado allí por los norteamericanos y sus aliados sunitas ha dado pocos resultados favorables tanto en el plano político como en el militar. Han fracasado en Siria, que es presidida por un chiita; en Irak el primer ministro es chiita; en Afganistán constituyen apenas el 20% de la población pero mantienen una presencia política; los huties (chiitas) gobiernan Yemen y se sostienen pese a la brutal guerra desatada por la intervención directa de Arabia Saudita y los emiratos, equipados por los Estados Unidos que los ha provisto –dólares mediante— de modernísimos sistemas de armas; la presencia de Hezbollah –también chiita— en Líbano es significativa y se despliega asimismo en otros escenarios medio-orientales.
Se desprende de la incompleta enumeración que se viene de hacer que el chiismo político y militar representa un duro obstáculo para la poco solvente política norteamericana hacia el mundo musulmán. Resulta claro, entonces, el por qué del odio estadounidense hacia esa rama del islamismo y sus entidades tanto políticas como armadas.
Con posterioridad al suspendido ataque norteamericano a Irán se han venido sucediendo algunos otros hechos remarcables. Estados Unidos ha incrementado las sanciones comerciales sobre Irán; embarcaciones iraníes han tratado de impedir el paso de un petrolero británico en el estrecho de Ormuz; el Reino Unido despacha una segunda nave de guerra al Golfo Pérsico; Estados Unidos limita severamente la libertad ambulatoria en Nueva York durante una reciente visita a la ONU del canciller iraní, quien había avisado antes de partir que Irán continuaría enriqueciendo uranio; una nave de guerra británica detuvo a un petrolero iraní en el Mediterráneo. Y finalmente las buenas noticias: Alemania, Francia y el Reino Unido pidieron, en un comunicado conjunto, “parar la escalada de tensiones” y la Cámara de Diputados norteamericana aprobó recientemente —con 251 votos a favor y 170 en contra— la prohibición de atacar a Irán sin una explícita aprobación del Congreso.
Da la impresión por estos días de que la tensión está bajando. Pero los condicionantes fuertes de la situación permanecen incólumes. Estados Unidos no ha detenido sino que mantiene activa su política de presión militar y de sanciones comerciales contra Irán. E Irán ha sobrepasado ya el límite de almacenamiento de uranio enriquecido fijado en 300 kg, y el de 3,67% establecido para el enriquecimiento de uranio, aprobado ambos por el Plan.
Puede tal vez decirse que la posibilidad de que se materialicen enfrentamientos militares entre ambos países ha menguado un poco, pero que las condiciones básicas que podrían desencadenarlos se mantienen intactas.
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