La música que escuché mientras escribía esta nota

A raíz de la evocación de Noemí Lapzeson publicada el domingo 21, recibí un par de fotos de nuestra infancia. En una está Noemí, con la misma trenza que recordaba, en el centro de una barra de adolescentes en la Miramar de los años ’50. En la otra mi viejo, Bernardo Verbitsky, que entonces tendría cuarenta y pico, juega a las bochas con el editor Jacobo Muchnik y con el empresario de la construcción Israel Dujovne, el abuelo de la Calamidad. Sévane Garibian me contó que en la ceremonia de despedida de Noemí en el cementerio de Ginebra se escucharon las variaciones Goldberg en órgano, con las que Noemí hizo uno de sus últimos espectáculos. Ecos sin duda de la música que escuchó de chica, en el órgano que su madre, Cecilia Mosin Kotín, tocaba en la casa de la calle Spegazzini en Caballito.

Como una cosa lleva a la otra, desde hace varios días estoy escuchando la música con que recuerdo a mi padre tecleando sus novelas hasta la madrugada cuando los demás nos íbamos a dormir. Son las partitas de Bach en una versión que prefiero sobre cualquier otra, y eso que las hay extraordinarias: la de la pianista estadounidense Rosalyn Tureck.

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