Corría el mes de mayo de 1969 durante la meseta dictatorial de Juan Carlos Onganía. Había pronóstico de un horizonte de al menos 15 años de cerrazón política, porque los militares se habían propuesto reformatear el país para que reinara la estabilidad perpetua. Primero serían los tiempos económicos, luego los tiempos sociales y finalmente la apertura política. Adalbert Krieger Vasena, Ministro de Economía de entonces, luego de devaluar fuertemente la moneda había aplicado retenciones a las exportaciones del orden del 40% y había liquidado el viejo pleito de los terratenientes que venía desde la década del '30 con la nueva ley de alquileres.
Vinieron los desalojos rurales, la tierra liberada para la oligarquía. A los grandes empresarios locales les concedió el monopolio de la participación en la obra pública. Allí nació la patria contratista, en 1967. Apareció la reestructuración del mercado del azúcar y ello conllevó el cierre del 40% de los ingenios azucareros. Y con todo ello, los primeros ajustes estructurales, la mencionada formación de la patria contratista y la masificación de las protestas sociales. Tucumán ardía en medio de revueltas populares y el Jardín de la República dejó de serlo para siempre. La vieja resistencia peronista se expresaba en corrientes revolucionarias que habían parido los programas históricos más importantes, como el de la Falda en 1957 y Huerta Grande en 1962.
El sindicalismo estaba dividido en dos grandes corrientes: el participacionismo y el colaboracionismo, en cabeza de Augusto Timoteo Vandor y José Alonso, y la CGT de los Argentinos, con Raimundo Ongaro como secretario general respectivamente. El movimiento estudiantil mayoritario de la época estaba dividido, a grandes trazos, entre la Franja Morada de los radicales y la línea Nacional del Frente Estudiantil Nacional (FEN) y la Unión Nacional de Estudiantes (UNE). La izquierda estaba fuertemente dividida entre comunistas y trotskistas, y la prohibición de toda actividad política y gremial en las universidades generó un clima de protesta y resistencia fuerte y creciente. La represión de la dictadura de Onganía ya se había cobrado la vida de varios activistas durante las protestas. La más emblemática era la de Hilda Guerrero de Molina, en Tucumán, y en los albores de esa etapa, la de Santiago Pampillon, en Córdoba, durante la intervención a la universidad, conocida como la “Noche de los Bastones Largos”. El ataque simultáneo a la universidad pública y el control policial de los claustros tras el exilio de toda una generación de docentes y científicos, por una parte, y las políticas de ajuste y persecución al sindicalismo combativo, generaron las condiciones para un camino de confluencia entre la lucha estudiantil y la del movimiento obrero. La creación de la comisión de relaciones obrero-estudiantil (CROE) fue muy importante en Rosario y en Córdoba, donde la politización del estudiantado era tan fuerte como la radicalización de las CGT regionales. Ahí está indudablemente el espacio donde se gestó la protesta que eclosionó con dos insurrecciones populares que se consagraron en la historia como el Cordobazo y el Rosariazo.
La cuna proletaria del país
La pueblada que conocemos como el “Rosariazo”, fue gestada en la cuna proletaria del país, al decir de Cesar Isella. Los ferroviarios eran más de diez mil, los metalúrgicos los duplicaban largamente, y el cordón industrial que viene desde Villa Constitución a Puerto San Martín triplicaba la población obrera actual. Varios antecedentes de huelgas como las de los papeleros de Capitán Bermúdez habían sido ferozmente reprimidas en esos días. El rigor era la nota dominante para el disciplinamiento de la clase trabajadora. En lo político la dictadura se apoyaba en lo más tradicional de la Iglesia Católica. En Rosario gobernaba el obispo Guillermo Bolatti, de conocida ascendencia pre-conciliar y en franca oposición a todas las innovaciones que proponía el movimiento de curas y obispos para el tercer mundo. El onganiato tenía un marcado formato católico ultramontano y su modelo de organización social y política era la España de Francisco Franco.
Esta inquina manifiesta del obispo local se haría visible en el año '71, cuando expulsó de la diócesis a 28 curas que firmaron un documento de solidaridad con el sacerdote español Néstor García, que trabajaba en una fábrica metalúrgica de Rosario y ejercía su apostolado en Barrio Godoy. Una gran cantidad de jóvenes católicos se encolumnaron con la renovación de la Iglesia y se comprometieron en una militancia muy profunda en contraposición a la alianza de la dictadura con la cúpula eclesial. Esta tensión fue creciendo cada vez más y sólo faltaba un detonante para que se produjera el estallido social. El iniciador de la seguidilla se encendió en Corrientes con una protesta estudiantil por el aumento del ticket del comedor universitario. La emboscada de la policía en la plaza Cabral de la capital correntina se cobró la vida del joven estudiante Juan José Cabral. Allá viajaron a solidarizarse Héctor Quagliaro, secretario general de la CGT rosarina, alineada con la CGT de los argentinos, y los dirigentes estudiantiles Fernando Lagruta, líder de la UEL-UNE y Hernán Pereyra, referente del FEN. Así funcionaba en los hechos la unidad obrero-estudiantil.
Trampa mortal
Dos días después en la puerta del comedor universitario, ubicado en Corrientes entre Córdoba y Santa Fe, se hizo un acto relámpago en repudio a la represión en Corrientes y la inmediata llegada de la policía dispersó a los estudiantes. En esa corrida, el estudiante de Ciencias Económicas Adolfo Bello, de tan solo 22 años, entró corriendo en la galería Melipal, ubicada sobre calle Córdoba a pocos metros de Corrientes. La trampa mortal fue que esa galería tenía una sola entrada y cuando Bello quiso alejarse, el policía Juan A. Lezcano lo mató de un tiro en la cabeza a escasos centímetros de distancia. Esta chispa encendería una hoguera muy difícil de apagar. Literalmente Rosario ardió a raíz de una marcha de silencio convocada por todos los sectores estudiantiles y más de diez mil personas respondieron a ese llamado. La policía tardó muy poco en reprimir para contener a esa marea humana indignada, que al grito de “asesinos” recorría el centro de la ciudad. La caballería resultaba impotente por la cantidad de bolitas de vidrio que los estudiantes arrojaron sobre el pavimento, lo que hizo que los caballos de la “montada” tambalearan y muchos de ellos cayeran al suelo. Los gases lacrimógenos fueron agotándose y los viejos cuartitos azules (coches de policía) se replegaron hacia la jefatura. Una avanzada principalmente obrera trató entonces de entrar en la emisora LT8 y fue cuando arreciaron los balazos que se llevaron la vida del joven obrero Luis Blanco. Unas horas después varios camiones del ejército patrullaban las calles de la ciudad e imprimían una sensación de zozobra e intimidación generalizada. Pero la policía había sido derrotada. Casi como una manifiesta acción de resistencia, desde los balcones de los edificios céntricos se arrojaban diarios y cajones vacíos para mantener la hoguera de las barricadas que ardían en las esquinas. La gesta, que se conocería luego como el Rosariazo, se convertiría en un hito histórico para todos los rosarinos y para la lucha obrero-estudiantil.
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