La batalla del enfriamiento
Comienza el final de la serie-fenómeno de los últimos años, "Juego de tronos"
Cuando Robert Frost leyó el Infierno imaginado por Dante, le sorprendió encontrar este suplicio entre sus círculos incandescentes: según consta en el Canto 32, hay pecadores a quienes Satán preserva en hielo. Esa igualación entre los castigos que suponen las temperaturas más extremas le inspiró el poema Fire and Ice, publicado por primera vez en 1920, que traducido a las apuradas sería algo así: Dicen algunos que el mundo terminará en llamas / Otros dicen que entre el hielo. / Según lo que he saboreado en materia de deseo / Estoy con aquellos que favorecen al fuego / Pero si hubiese que perecer dos veces / Creo que sé bastante respecto del odio / Como para decir que el hielo también es maravilloso / Para la destrucción / Y sería más que suficiente.
Ese poema de Frost sirvió de inspiración a George R. R. Martin —que había padecido inviernos inclementes durante la temporada que vivió en Dubuque, Iowa— cuando, a comienzos de los '90, acometió un relato que mezclaba la experiencia histórica de la Guerra de las Rosas con el género épico-fantástico que J. R. R. Tolkien llevó a alturas excelsas en El señor de los anillos. En aquel entonces, Martin (que fue bautizado George Raymond y a los 13 decidió agregarse su nombre de confirmación, o sea Richard, para adquirir las dos R que lo aproximaban al escritor admirado) concibió el relato como una trilogía con el título bien frostiano de Una canción de hielo y fuego (A Song of Ice and Fire). Pero la saga que planeó entonces se desbordaría (ya comprende siete libros, de los cuales dos no se han editado aún) y popularizaría después: a partir de 2011, cuando HBO estrenó la serie que devino fenómeno mundial con un título casi calcado de la primera novela de la serie — lo que hoy conocemos como Game of Thrones, o Juego de tronos.
El invierno ya llegó
Toda obra de arte es un disparo en la oscuridad. Lo máximo a lo cual puede aspirar un/a artista es a llevar su talento al límite mientras se expresa respecto de un tema que lo conmueve o involucra profundamente. Lo que ocurre con la obra terminada es siempre un albur: no pueden preverlo el/la artista ni su representante / editor / productor. Grandes obras han pasado desapercibidas mientras perfectas naderías alcanzaban el éxito. Y aun cuando muchas obras obtuvieron una repercusión proporcional a sus méritos, una cosa es el éxito crítico y comercial y otra muy distinta —la más inefable— es dar con la veta del zeitgeist y convertirse en fenómeno.
Eso es lo que ha hecho Juego de tronos, cuya temporada final en formato serie comienza hoy. Se trata de un boom del que nadie puede dejar de hablar, aunque más no sea para posicionarse desde la negación — aquellos que se rehusan a ver, a leer, a formar parte de la movida y encuentran en ello una suerte de perversa autoafirmación. Pero aunque se muestren prescindentes, el fenómeno es real. Durante las próximas horas, en los puntos más diversos del planeta, millones de hombres y mujeres se congregarán alrededor de sus pantallas para asistir al comienzo del fin de Juego de tronos. Que nadie se confunda, no estamos hablando de una serie más sobre la cual cae el telón: estamos hablando de un evento a escala mundial.
Se puede arrimar el bochín a alguna de las razones más evidentes del fenómeno. Martin forma parte de las primeras generaciones que adoraron al Tolkien literario, el autor de esa otra historia entre faux medieval y fantástica llamada El señor de los anillos; y sus propios libros encontraron lectores bien dispuestos entre el público que había vivido la adaptación al cine de ese clásico —las tres pelis dirigidas por Peter Jackson— como una ocasión histórica. En especial entre aquellxs que experimentaron la épica de los Anillos siendo aún niñxs o adolescentxs; cuando David Benioff y D. B. Weiss crearon la serie Juego de tronos, no les costó mucho convocar a un público ya creado que estaba en condiciones de apreciar una versión más adulta (o sea, menos "Medioevo al estilo Disney", como el mismo Martin la definió) que llevase el setting de espadas, dragones y magia en una dirección más oscura. Ese mismo público, que durante su niñez ni había percibido que la saga tolkeniana era asexuada o al menos prefería sublimar la cuestión, valoró especialmente que el universo de Tronos incorporase el sexo como la pulsión que es en nuestro propio universo.
Pero, aunque llevar los escenarios de la épica fantástica en una dirección más adulta suene hoy sensato, y razonablemente atractivo para el público que disfruta de ese tipo de literatura / cine / series, no basta para justificar el éxito. Lo que a mi juicio sacudió las conciencias y dio el puntapié inicial al fenómeno fue otra cosa.
La primera temporada de Juego de tronos hizo de Ned Stark (Sean Bean) su protagonista: el jefe del clan Stark era un hombre íntegro, buen esposo, padre de cinco más un bastardo —el ya célebre Jon Snow—, que aceptaba renuentemente que su amigo, el rey Robert Baratheon, lo nombrase consejero oficial. El puesto entrañaba un honor pero los Stark no lo asumían con alegría porque desconfiaban de la familia con que Robert se había desposado: los Lannister, que siempre ambicionaron la corona para su estirpe. Martin funda allí la tensión que vertebrará el relato: el enfrentamiento entre los Lannister —rubios y elegantes, provenientes de climas templados pero despiadados y fríos— y los Stark, gente del norte helado pero simple y sensible.
Y entonces, justo cuando comenzábamos a acomodarnos para disfrutar de la historia planteada (¿quién puede resistirse a un enfrentamiento entre clanes / bandos tan distintos?), Martin primero y Benioff y Weiss después tiraron de la alfombra sobre la que estábamos parados. (Ya sé que estoy hablando de una temporada que se difundió hace ocho años, pero no quiero estropear la experiencia de los que llegan hoy a Juego de tronos con un spoiler innecesario. Lo importante, aquí, es que el golpe de timón que los narradores pegan en el climax de la primera temporada tuerce la cosa de modo que cambia el pacto de lectura / visión y nos deja boqueando, sin poder creer lo que ha ocurrido.)
Ese, creo, es el momento en que Martin / Benioff / Weiss clavan el anzuelo en cada lector / espectador que se entrega al relato. La primera novela fue editada en 1996 y no obtuvo por entonces más que reconocimiento crítico y un promisorio, aunque todavía modesto, éxito de ventas. Que el fenómeno estallase en 2011, con el estreno de la serie, no fue casualidad. En aquel momento sincronizó con un estado de ánimo que todavía era pura anticipación y con el tiempo no hizo más que confirmarse. El crimen escalofriante que cierra la primera novela y la primera temporada sintonizó con un mundo que intuía que las reglas estaban a punto de cambiar para siempre; que ya nada ni nadie estaría a salvo; y que había que prepararse para lo peor. Lo cual, lejos de haber pasado ya como insiste nuestro Presidente, está ad portas.
Durante el relato, los protagonistas son amenazados repetidamente mediante la misma admonición. Winter is coming, les dicen: Se viene el invierno, que en este caso puede durar décadas y ser glacial y amenaza llevarse todo puesto. Al igual que el futuro de la canción de Los Redondos, ese frío apocalíptico que Dante, Frost y Martin entrevieron como destino de la humanidad —una helada que no tiene por qué ser literal, y más bien sugiere una era durante la cual la humanidad se entregará a las borrascas más cortantes de su alma— ya está, ya vino, ya llegó.
Yo caníbal
En 1960 —otra época que dio lugar a cambios sísmicos—, Hitchcock ya había intentado una turrada semejante. Uno empezaba a ver Psicosis a través de la mirada de Marion Crane (Janet Leigh), convenciéndose de ser testigo de su historia y sometiéndose, así, al pacto narrativo más elemental: el relato nos ofrece un personaje central y uno lo asume como protagonista y experimenta los hechos a través de su subjetividad. Sin embargo, a los 47 minutos del film —lo cual equivale a la mitad de la duración de un largo convencional— Marion resulta asesinada brutalmente y el espectador se pregunta: entonces, ¿la historia de quién estoy viendo? Sensación de inseguridad esencial, que no hace más que reforzarse cuando uno entiende que el otro personaje central de la peli tampoco es quien parece ser.
Esta aparente traición del pacto narrativo tradicional produce un movimiento tectónico en la subjetividad del lector / espectador. Sus consecuencias nos empujan a un lugar del alma de pura incerteza, preparándonos para visitar un mundo donde todo puede pasar... y por supuesto, pasa. Pero en Psicosis esta estrategia es de corto aliento. Hitchcock nos descoloca y nos larga duros, forzándonos a volver a la realidad en este estado de conmoción. En cambio, en Juego de tronos ese sacudón supone el establecimiento de un pacto diferente en el arranque mismo de la historia.
A partir de esa muerte del primer libro / primera temporada, a la que uno se resiste por considerarla el colmo de la injusticia y aun así ocurre, tanto Martin como los productores de la serie dejan sentado el código a partir del cual debemos interpretar el resto del relato (es decir, siete novelas y temporadas más): se trata de un universo en que la institucionalidad ya no significa nada, puesto que los poderosos se burlan de ella a diario; donde la ley es letra muerta y se hace la voluntad del más fuerte; y donde la decencia, la solidaridad, la piedad y los buenos sentimientos no sirven más que para acortar la vida de aquel ingenuo o ingenua que cometa el error de incurrir en ellos.
En los continentes ficcionales de Westeros y Essos, la ambición de poder o al menos la necesidad de sobrevivir lo justifican todo. Por supuesto, no siempre fue así: Westeros ha conocido lo que significa estar a merced de líderes caprichosos, pero la historia arranca cuando Robert Baratheon lleva ya quince años en el trono y el mundo parece haberse habituado a los ritmos plácidos de una monarquía indiscutida. Esto también forma parte de la estrategia narrativa de Martin: al igual que nosotros, la mayoría de los protagonistas están convencidos de que el mundo es de una forma y que hay cosas que son deseables y otras que no están permitidas, hasta que el drama se pone en movimiento y todos –tanto ellos como los lectores y el público— se ven enfrentados a una nueva realidad y deben asumir que a partir de entonces las reglas establecidas caducaron y en el juego subsiguiente todo vale. Por eso el relato va perpetrando gozosamente cada tabú, demostrando que ya nada está vedado: hay incesto, hay violencia mortal dirigida contra niños, hay infidelidad, hay parricidios, hay magnicidios, se asesina a cónyugues, se fraguan causas y penas capitales, se viola, se castra, se traiciona cada acuerdo o pacto político concebible y no hay circunstancia ni ceremonia cuya santidad se respete — ni siquiera se puede celebrar una boda en paz.
Por supuesto, si uno acude a los libros de historia encuentra cosas iguales o peores, bien documentadas. Se ha dicho infinidad de veces que, más allá de las influencias narrativas —además de Tolkien, Martin ha reconocido su deuda tanto con Shakespeare como con Stan Lee—, el autor de la saga abrevó con gusto en hechos reales como las Cruzadas, la Guerra de los Cien Años y la Guerra de las Rosas (1455-1487, que enfrentó a las casas de Lancaster y York como aquí se trenzan Lannisters y Starks); también reconoció su deuda con novelas como Los reyes malditos de Maurice Druon, sobre la monarquía francesa entre los siglos XIII y XIV. Tampoco cuesta mucho reconocer rasgos de los hunos históricos en los jinetes dothraki, y de las civilizaciones mediterráneas de enclaves como Dorne y en el clan Martell. (Martin encuentra más amables a los pueblos que crecen en sitios soleados, como lo prueba el hecho de que, después de padecer los fríos de Dubuque, se instaló para siempre en New Mexico.)
Pero el autor es consciente de que, una vez zanjada la Segunda Guerra, el mundo contemporáneo se creyó sus propias gacetillas de prensa, asumiéndose como civilizado de modo definitivo; y que a partir de allí vivió en la modorra de quien se convence que la ley funciona y el derrotero de una república puede ser predecible. Lo que hace Juego de tronos es dinamitar esa percepción tan extendida y enviarnos de regreso a las épocas más salvajes de la Historia, convenciéndonos de que no avanzamos tanto como creíamos: estamos a tiro de piedra de nuevos Calígulas, Atilas y Napoleones, sólo que munidos de tecnología más devastadora en materia de control y destrucción. La cantidad de víctimas que antes se computaba al final de una larga campaña bélica, se obtiene ahora en segundos dejando caer tan sólo una bomba atómica. (Y entre Estados Unidos y Rusia acopian 1.800.)
Caníbales abonados a Spotify. Hotentotes con ropa interior de Calvin Klein. Thugs con iPhones.
Lejos de ser menos salvajes que antes, somos salvajes más eficientes.
Uno es el número más solitario
Parte del éxito de la saga se debe a la excelencia de Martin como escritor. (Los libros son muy superiores a la serie, porque labran un estilo propio y se toman todo el tiempo del mundo —o todas las páginas del mundo— para meternos en la interioridad de los protagonistas y narrar desde allí la historia; la serie sufre a partir de la necesidad de comprimir tantas líneas narrativas en un lapso exiguo para las dimensiones homéricas del relato.) Si nos involucramos de modo tan emocional con la historia es porque Martin es un gran creador de personajes, a los que dota de personalidades definidas y tantas virtudes como defectos: figuras como Tyrion Lannister, Arya Stark, Jon Snow, Daenerys Targaryen y Cersei Lannister impresionan más como gente real que como entelequias, porque —al igual que nosotros— están llenos de zonas grises, de indefiniciones esenciales en espera de sucesos que las precipiten; a veces son admirables y otras detestables, pero en ninguno de los dos casos dejamos de preocuparnos por sus destinos.
Lo otro que potencia nuestra afinidad (y, en este área, la serie cumple holgadamente con su cometido) es que, además de parecérsenos en materia de humanidad, esos personajes están condicionados por un mundo que es tan caprichoso e injusto como el nuestro. Ya sé que acá no hay dragones literales ni estamos amenazados por esos zombies que vienen del polo a los que se llama White Walkers, los Caminantes Blancos. Pero en todo lo demás, Westeros / Essos y el mundo actual son dos gotas de agua. Estamos en manos de gente poderosísima que carece de escrúpulos y ya disimula poco su arbitrariedad. Por eso los personajes que parecen pasarla mejor son aquellos que sintonizan con la naturaleza despiadada del universo. Durante el relato, se ve gozar más a los Ramsay Bolton y Pettyr Littlefinger Baelish que a los sufridos Stark y al bulleado —por enano— Tyrion Lannister. Aquellos que exhiben algún tipo de nobleza o se apegan a algún principio ético no reciben por ello mejor trato, al contrario: son los que la pasan peor, porque el mundo les demuestra a cada paso que no alberga en su seno lugar alguno para esa clase de ilusiones.
(Hace algunos días escuché a Horacio Verbitsky decir que le costaba engancharse con series como esta, entre otros motivos por su multiplicidad de personajes. Lo cual me divirtió mucho, porque hace perfecto sentido: ¿cuál sería la gracia de meterse en Juego de tronos para alguien dedicado a narrar el Juego de tronos de nuestra propia realidad, esta variación mortal del baile de la silla que es tanto o más despiadada y tiene aún más personajes que las novelas de Martin?)
La gran pregunta que nos hacemos en estas horas es: ¿cómo va a terminar? Hemos seguido fielmente, y durante años, a estas criaturas. (Todos nos consideramos parte de algún Team: el más popular es el Team Jon / Daenerys, pero también está el Team Tyrion, y el Team Arya, y hasta conozco gente que se anota en el Team Cersei.) Pero sabemos que las reglas del juego no permiten alentar grandes esperanzas. Ya lo puso en claro el diabólico Ramsay Bolton: Si pensás que esto va a tener un final feliz, es que no estuviste prestando la debida atención. El mismo Martin lo sugirió en 2016, durante la Feria del Libro de Guadalajara. "Les estuve diciendo durante 20 años que el invierno estaba por venir", declaró allí. "El invierno es ese tiempo en el cual las cosas mueren y el frío y el hielo y la oscuridad llenan el mundo, así que este no va a ser el final feliz y satisfactorio que la gente puede estar esperando".
(Otra rareza del caso es que la serie va a terminar antes de que se publique el final de la saga literaria. Si bien Benioff y Weiss recibieron de Martin la información del caso, nada impide que el final de la serie difiera en más de un punto respecto de lo que ocurrirá en los libros que aún no llegaron, The Winds of Winter y A Dream of Spring.)
Algunos dirán: Siempre que uno se engancha con una serie encara el final con ansiedad, porque quiere saber qué será de los protagonistas. Pero en este caso es distinto, porque la pregunta por el destino de los personajes incluye la pregunta por nuestro propio destino. Saber qué será de Tyrion, de Daenerys, de Arya, de Jon Snow, es un modo de anticipar qué puede ser de nosotros, en tanto estamos sujetos a las mismas fuerzas, infinitamente superiores a las nuestras y por eso casi incontrolables. El deseo de que se haga algún tipo de justicia para con ellos es un perfecto espejo del deseo que alentamos para los nuestros. Acá comparto la idea que Adam Serwer expuso en The Atlantic, al describir la saga como "una historia política antes que una de heroísmo, donde la humanidad pulsea con sus obsesiones más bajas antes que con el impulso de alcanzar su potencial más glorioso", y donde la lucha de poder deriva más de las características represivas del sistema que de una contienda tradicional entre el bien y el mal.
A esta altura nos encontramos en un lugar del alma parecido a aquel al que arribaron sus protagonistas: sabiendo que, si vamos a responder al llamado de nuestra parte mejor y hacer lo que consideramos que hay que hacer, es por la belleza del acto en sí misma y no porque esperemos ser retribuídos por recompensa alguna; queremos ser mejores per se, y no a causa de ingenuidad alguna. Pero, aun a pesar de las palabras de Ramsay Bolton y de Martin mismo, no perdemos de vista que la hora actual entraña una dificultad enorme pero al mismo tiempo una oportunidad.
Todo indica que en esta temporada final llegará al primer plano la amenaza que viene cultivándose desde la primera hora. Que los Caminantes Blancos dejen el hielo para avanzar hacia la conquista del mundo supone, en primer lugar, un peligro supremo para la humanidad toda, víctima de fuerzas antinaturales. (En el relato son antinaturales porque esos zombies desconocen la lógica vital y retornan de la muerte; en nuestro mundo lo son porque a consecuencia de nuestro descuido, de nuestra flaca vigilancia, hemos permitido que se devastase al planeta y que retornase el fascismo.)
Pero en la emergencia se distingue más fácil entre lo esencial y lo accesorio. Y en la hora decisiva, las barreras que hasta entonces parecían infranqueables se voltean para dar paso a la oportunidad impensada. Para dirimir las cuitas entre sus clanes, los Lannister y los Stark necesitan enfrentar primero al enemigo común. De otro modo, serán arrasados sin distinción de banderías por un mal que creció y se desbocó mientras no levantaban la vista de sus respectivos ombligos.
Lo que estamos a punto de empezar a develar es si estos juegos de tronos serán zanjados —y si es que todavía se está a tiempo— por el imperativo de la unidad. Porque el uno puede ser el número más solitario, como dice la canción de Harry Nilsson. Pero al mismo tiempo es el número contingente, indestructible, irreductible, que marca toda la diferencia respecto del cero que equivale a la nada.
--------------------------------
Para suscribirte con $ 1000/mes al Cohete hace click aquí
Para suscribirte con $ 2500/mes al Cohete hace click aquí
Para suscribirte con $ 5000/mes al Cohete hace click aquí