EL ALMA DE LA ARGENTINA
La legalidad del mandato democrático es razón necesaria pero no suficiente para su legitimidad moral
Una de las mayores regresiones que la presidencia de Mauricio Macri deja para nuestra democracia, como profundización de aquel reclamo ciudadano del “que se vayan todos”, es la de la cuestionada legitimidad del poder político. Si algo se pudo observar antes, y se observa ahora, es la crisis de ese poder, en tanto la legalidad del mandato de autoridad en el sistema democrático es razón necesaria pero no suficiente para la legitimidad moral del mismo.
Un monstruo autónomo
Esa crisis de legitimación exige dar cuenta de las relaciones entre política, moral, ética y derecho. Pero según Jürgen Habermas, el positivismo jurídico liberal resuelve la cuestión sosteniendo que el derecho es autónomo respecto a la moral, la ética y la política, y afirmando que la administración de justicia no requiere de justificación externa alguna.
Para los positivistas jurídicos, habiendo dejado atrás la estructura medieval trimembre, en la que el derecho religioso daba legitimación metafísica al derecho burocrático del monarca y al derecho consuetudinario; en la estructura moderna de aprobación legislativa de las leyes, políticas públicas que las desarrollan y ejecutan, y aplicación judicial de las mismas; la justicia, con independencia de la política, no requeriría de una legitimación primera e incondicionada. Esta visión supone la consiguiente disociación entre el aspecto instrumental del derecho y su legitimación.
Pero hay que decir que en esa reformulación moderna del derecho, el equilibrio legal de la independencia virtuosa de los tres poderes en la democracia liberal, tuvo su contracara viciosa no sólo en la expresión normativa del mercado del capitalismo creciente y los supuestos de propiedad privada y libertad contractual del individualismo posesivo, sino también en el conflicto que provocaría la disputa de cada uno de ellos por la concentración de poder para beneficio propio y dominio de los otros. Así es como el fiscal Federico Delgado ha llegado a lamentar que “Comodoro Py se haya convertido en una especie de monstruo autónomo (…) Tiene fines propios, reglas propias y un código propio (…) Me agobia que la justicia este divorciada de la constitución”.
Hechos y creencias
El periodista pregunta: “¿Heladera mata ética?” Marcos Peña responde: “Yo creo, acá, que no. Yo creo que, depende, alguna gente por ahí sí, pero en la mayoría, la pelea por el alma de nuestro país mata la pelea por el bolsillo, del corto plazo. La pelea por el alma es ‘Somos mejores que esto’”. Peña después repetiría su nueva creencia, ya como consigna de campaña, en varios sitios.
Todos “creemos” que el sol “sale” cada mañana, pero los que aceptamos las verdades de los hechos defendidos por Galileo entre otros, “sabemos” que en realidad el sol no sale sino que se trata de una apariencia por el movimiento de la Tierra. Pero el gobierno tiene una concepción política que niega la verdad de los hechos y promueve las creencias individuales disociadas de todo sentido común, saber y conocimiento, para reemplazar con la expresión individual de sensaciones y emociones a toda razón y justicia.
En terminología más filosófica, esto es romper con la necesaria vinculación racional entre las evidencias de los valores cognitivos (las verdades), los práctico-morales (lo bueno y lo justo), y los estético-expresivos (el gusto, siempre subjetivo). Cambiemos promueve una irracionalidad que le respondería a Galileo: “A pesar de todo, el sol sale” (o, dicho en otros términos, “Igual, voy a votar a Macri”).
Cuerpo y alma
Al hablar del alma de la Nación, debe observarse que tanto el Acta de Independencia de las Provincias Unidas en Sud América (1816), como la Constitución de la Nación Argentina (1853), son hechos históricos, políticos y jurídicos, que tienen al contrato de autonomía de los signatarios como fundamento moral de los mismos. Es por la “voluntad unánime”, “en el nombre y autoridad de los pueblos que representamos”, y “por voluntad y elección de las provincias que la componen”, que los “representantes de las Provincias Unidas”, y “del pueblo de la Nación Argentina”, “en cumplimiento de pactos preexistentes”, firman esos contratos sociales.
El aspecto formal de esos contratos tiene a la vez un objeto que son los fines que darán legitimidad moral al contenido de la ley suprema a través de los principios que ella establece: unión nacional, justicia, paz interior, defensa común, bienestar general y beneficios de la libertad. Y ese contenido en derechos y garantías es para un sujeto colectivo: nosotros (las generaciones actuales), nuestra posteridad (las generaciones venideras), y todos los que quieran habitar en el territorio de la Nación. No es para grupos particulares.
Pero el libre contrato de los signatarios en la democracia liberal, otorga legitimidad moral no por el mero ejercicio de la autonomía de la voluntad de los participantes, sino por su vinculación indisociable con el objeto al que se dirigen y los principios y procedimientos que lo garantizan. En cambio, el contrato postulado por Hobbes en su Leviatán (1651), para evitar la guerra de todos contra todos, supone un derecho natural a otorgar “autónomamente” un “poder descomunal” al soberano de modo que un Estado absoluto evite aquella guerra.
El contrato autónomo del derecho natural permitía el auto-sometimiento y la voluntaria reducción a servidumbre. Pero con el derecho racional kantiano, el concepto de dignidad humana que supone su autonomía, y las revoluciones liberales, entre ellas la nuestra, se terminó con el absolutismo en cuerpo y alma, y se rompieron las cadenas que impedían la conjugación de libertad e igualdad.
De modo que el positivismo liberal debe admitir, en primer lugar, que la instrumentalidad de la administración de justicia (su legalidad) no puede autonomizarse de la incondicionalidad de su fundamento moral constitutivo (su legitimidad). Y en segundo lugar, que para que la legalidad de la administración de justicia pueda dar lugar a juicios justos y procesos legítimos en el ejercicio del poder coercitivo de su “dominación legal racional”, esa legalidad debe estar garantizada por los procedimientos imparciales que aseguren la debida ponderación de “la carga de la prueba” (onus probandi). La imparcialidad es un concepto moral.
Esas exigencias han quedado violadas reiteradamente en el gobierno de Macri, y se encuentran gravemente amenazadas por el sistema acusatorio establecido por la reforma al Código Procesal Penal de la Nación, introducida por el Presidente Macri y el ministro Garavano con el respaldo de la embajada de los Estados Unidos.
Legitimación moral y eticidad
El alma de una Nación pide distinguir moralidad y eticidad. Las formas de vida individuales y colectivas que hacen a lo que hemos vivido y vivimos como vida buena y correcta, formas que “son”, resultan distintas de aquellas formas de vida que planteamos y defendemos argumentativamente como las que “deben ser”, cuando entendemos que las primeras resultan problemáticas.
El Estado, sus normas, y el ejercicio del poder político exigen de legitimación moral, pero el mundo de la vida de 1816, o el de 1853, eran otros que aquel de 1900, de 1950 o el de la actualidad. Y esos mundos distintos van exigiendo cambios en la moral colectiva. Si no fuera así, no habríamos tenido el Código Civil de Vélez Sarsfield (1871), ni tampoco el actual (2015), la ley Saénz Peña de voto obligatorio y secreto (1912) ni la del sufragio femenino (1947), o la de identidad de género (2012). Y es que la legitimación moral no deja de ser contextual o casuística y la historia y complejización de las formas de vida piden cambios (distintos, como veremos, a los retóricos y regresivos como los del gobierno).
Por eso la moral no resulta incuestionablemente válida y no tiene en sí misma la posibilidad del cambio. Esa posibilidad se la da la ética. Los cambios morales son producto de una problematización de la moral y una postulación argumentada de alternativas hasta encontrar aquella que obtenga el más alto asentimiento posible por parte de los afectados.
Por ejemplo, la moral del patriarcado no tiene ninguna chance de sobrevivencia ante los argumentos éticos que la discuten. Y eso es porque la eticidad conduce el progreso moral bajo el fundamento del principio de universalización de sus postulados. La moral particular del varón no puede sostenerse porque es incapaz de superar la prueba de universalidad cuando se le interroga si los usos y costumbres que el patriarcado impone en las relaciones varón/mujer, son aceptables bajo la hipótesis de un modo inverso en el que los varones fueran afectados tal como hoy lo son las mujeres.
Conductas desalmadas
El abandono por el gobierno, la administración de justicia, algunos políticos y medios de comunicación, de una legitimación moral de sus actos bajo la sujeción a argumentos racionales fundados en la verdad de los hechos y en reglas justas de acción, no es más que un inaceptable regreso moral.
Y si lo que hemos dicho del alma de la Argentina encierra verdad, ese abandono no expresa más que una conducta desalmada. Por eso es que mal hace el jefe de Gabinete, en nombre del gobierno, en convocar a los ciudadanos a repetir sus conductas.
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