En su Estudio de la Historia, Arnold Toynbee (1889-1975) desarrolla el concepto de “espejismo de la inmortalidad”: en el transcurso de la historia los grandes imperios o poderes mundiales, acostumbrados a ejercer durante largos períodos un predominio inapelable, piensan que son inmortales y no pueden percibir que sus bases de sustentación se están debilitando, que su poderío se derrumba. Es una inmortalidad ficticia, un espejismo que afecta a los poderosos en etapas de decadencia, cuando su histórica preeminencia está en proceso de desintegración. Sin coincidir con sus interpretaciones históricas, algunos aportes de Toynbee nos dan elementos para analizar el papel de Estados Unidos y Europa Occidental en el actual escenario internacional y sus estrategias hacia América Latina.
Entre otros aspectos, advierte que durante el siglo XX se desintegraron el Imperio Otomano y el Imperio Austro-Húngaro luego de la Primera Guerra Mundial, mientras el Imperio Británico, el Imperio Francés, el Imperio Holandés, el Imperio Belga y el Imperio del Sol Naciente se desarticulan al finalizar la Segunda Guerra. Puede agregarse que también en el siglo XX se desintegra la Unión Soviética, con su símbolo del Muro de Berlín en 1989. La mortalidad de los imperios no significa que los países que ejercieron esos predominios se transformen en sociedades pobres o débiles; pero van a carecer del poderío y la soberbia que les permitían considerarse superiores y lucrar con la expoliación y el sometimiento de pueblos supuestamente inferiores.
La ceguera que alimenta este espejismo ha afectado a los gobernantes de distintas civilizaciones y, en general, una faceta de la decadencia que tiende a ocultarlo es el incontrolable impulso de esos poderes desequilibrados a intentar lo imposible para recuperar la grandeza a través de un militarismo suicida, considerando que la victoria será capaz de superar la desmoralización de quienes se consideran por encima de todo límite moral y humano. (1)
Hoy el interrogante es hasta dónde Estados Unidos está sufriendo su espejismo de la inmortalidad, alimentado por las ideas del “fin de la historia” y de un Nuevo Orden Mundial bajo su exclusivo liderazgo, proclamadas en la eufórica década neoliberal de 1990. En contraste con esta euforia, si el proceso de decadencia supone la pérdida del predominio en los ámbitos geopolítico, tecnológico y económico, el inicio del siglo XXI marcará un punto de inflexión para la supremacía norteamericana con dos sucesos clave: la caída de las Torres Gemelas en septiembre y la emergencia de China con su ingreso en la Organización Mundial del Comercio en diciembre de 2001.
En el campo geopolítico, el surgimiento de China en alianza con Rusia como un nuevo polo de poder mundial comenzará a neutralizar el poderío militar norteamericano y su estrategia diseñada a inicios del siglo XXI de agresión hacia los países del Eje del Mal: Afganistán, Irak, Irán, Siria, Libia, Somalia, Sudán, Yemen; países con recursos petroleros y mineros o situados en áreas geográficas clave. Esta política se inicia con la invasión a Afganistán en 2001 como castigo por proteger a Osama Bin Laden, ese antiguo discípulo de la CIA; y entre 2003 y 2011 se despliega la guerra en Irak, bajo la falsa acusación de las armas de destrucción masiva e invocando una condena contra la dictadura de Saddam Hussein.
En 2011, la batalla contra dictadores también será el fundamento de las guerras en Libia contra Muhamar Khadaffi y en Siria contra Bashar al-Assad. Aunque no podrá cumplir su deseo de invadir a Irán: un acuerdo entre el primer ministro ruso Vladimir Putin y el presidente chino Hu Jintao plantea que van a defender a ese país ante una agresión de Occidente, aunque ello signifique iniciar una guerra. Lo nuevo en esos años será que China y Rusia comienzan a participar en la mayoría de los conflictos, que aparecen como guerras civiles, étnicas o religiosas, pero detrás de cada bando estará uno u otro de los polos de poder: guerras por áreas y recursos estratégicos centradas principalmente en Medio Oriente y África.
Al finalizar la segunda década del siglo XXI, es posible percibir que Estados Unidos está perdiendo la disputa por la hegemonía frente al bloque chino-ruso. En términos geopolíticos, ha disminuido su presencia en los países asiáticos menores en favor de China. Sin emitir juicio sobre las bondades o no de sus políticas, esta potencia también ha ido desplazando de África a Estados Unidos y Europa, gracias a las oportunidades que brindan la Ruta de la Seda y las inversiones en caminos, represas y similares, además de las becas a jóvenes africanos para estudiar en las universidades chinas. Los resultados de las intervenciones militares en Medio Oriente no han sido triunfales. El retiro de las tropas de Afganistán luego de 17 años, es una derrota similar a Vietnam. En Irak, Saddam Hussein fue ejecutado y esa sociedad arrasada, pero Estados Unidos no ha logrado imponer una presencia consistente. En Libia fue asesinado Muhamar Khadaffi y el país está sumido en una anarquía que nadie controla. En Siria no conseguirían destituir a Bashar al-Assad, respaldado por su alianza con Rusia e Irán y el Presidente Trump plantea retirarse. Las intervenciones militares en África no han tenido mejores resultados en Somalia o en Sudán del Sur.
Diversos estudios indican que entre 2001 y 2017 las guerras de Estados Unidos, además de incalculables daños materiales, han producido muertes directas e indirectas estimadas en 2.4 millones en Irak; 1.5 millones en Siria; y 1.2 millones en Afganistán y Pakistán; sin contar los mutilados y otras secuelas de los conflictos armados. Somalia arrastra una guerra étnica y religiosa que causa muertes masivas; en Libia es imposible calcular la mortandad debido a la anarquía reinante; y en Sudán del Sur y Yemen, el hambre y la magnitud de las crisis humanitarias alcanzan dimensiones de tragedia. Una advertencia ante las proclamas de los Estados Unidos que convocan a luchar contra dictaduras en América Latina. (2)
Así, en términos geopolíticos es posible afirmar que la histórica hegemonía occidental, norteamericana o europea, que durante más de cuatro siglos y hasta la Segunda Guerra había consolidado un dominio bajo formas coloniales o neocoloniales sobre el 80% de la población del mundo, está en pleno declive en la región asiática, en el continente africano y en Medio Oriente. Como parte de ese proceso, se plantea un repliegue sobre América Latina, donde los Estados Unidos están dispuestos a desplazar y si es posible eliminar el creciente peso del comercio exterior y de las inversiones chinas en distintos sectores, con mayor o menor presencia según los países; y también a garantizarse el control de recursos y áreas estratégicas por medio de la instalación de bases militares o intervenciones en defensa de la libertad y la democracia contra gobiernos considerados hostiles.
En lo referido al campo económico, luego de tres décadas, la globalización neoliberal impulsada por los países del Occidente central se ha traducido en un rotundo fracaso y en un deterioro social y económico que afecta a sus principales naciones, al igual que a una parte importante de las periféricas. Frente a la globalización liderada en el sector occidental por corporaciones, bancos y capitales financieros especulativos, bajo toda evidencia han triunfado las formas de inserción de China en el mercado mundial: sin desconocer el carácter despótico de su sistema de gobierno, estableció una dirección política de su ingreso a la globalización, regida por estrategias de corto, mediano y largo plazo. Un contraste con la anarquía y las crisis recurrentes en el campo occidental, resultantes de las orientaciones impuestas a la globalización por las “leyes del mercado” cuyas consecuencias han sido un crecimiento exponencial del desempleo y la pobreza, junto a una incontrolable polarización y concentración de la riqueza.
En China el sector público controla las finanzas, el comercio exterior, las fuentes de energía, el desarrollo científico-técnico, un sistema educativo público de calidad en todos sus niveles y otras áreas clave como la producción de armamentos o el sector satelital, misilístico y nuclear. Para el resto de las áreas productivas, ofrece el mercado de 400 millones de personas de una clase media enriquecida y de alto nivel de consumo, además de mano de obra barata y disciplinada de jóvenes inmigrantes desde el sector rural, dispuestos a trabajar por muy bajos salarios: esta última situación se iría corrigiendo y en la actualidad el salario mínimo calculado en dólares es un poco mayor que el de Argentina.
Las condiciones ofrecidas por China promovieron un traslado masivo de corporaciones europeas, norteamericanas y japonesas, que se instalan en ese país para cubrir el mercado interno y exportar. Hacia 2018, el 55% de las exportaciones chinas a Estados Unidos fueron producto de empresas estadounidenses, agravando el persistente déficit de la balanza comercial, que incide en el balance de pagos norteamericano y llevaron al presidente Trump a declarar la guerra comercial. Una guerra claramente defensiva, que se conjuga con los intentos de frenar los avances científico-tecnológicos de China, especialmente en las áreas de robótica e inteligencia artificial y de revertir las consecuencias de la globalización en la sociedad norteamericana: desindustrialización, incremento del desempleo, caída del nivel de vida promedio, abandono de ciudades y regiones que pasaron de ser centros industriales dinámicos a transformarse en zonas fantasmas.
Así, mientras Francia está incendiada por las protestas de los chalecos amarillos, Estados Unidos e Inglaterra, las dos naciones precursoras del neoliberalismo con Margaret Thatcher en 1979 y Ronald Reagan en 1981, lideran ahora un vuelco hacia políticas proteccionistas. En Alemania, Angela Merkel ve trastabillar su fortaleza ante el crecimiento de fuerzas políticas abiertamente nazis, alimentadas por el deterioro de las condiciones sociales y el drama de los refugiados; ambos problemas derivados de su participación en la globalización neoliberal y en las intervenciones militares de Estados Unidos y la OTAN.
Ante el espejismo de la inmortalidad que afecta al Occidente central, el repliegue norteamericano sobre América Latina es altamente peligroso, aunque no es previsible que ahora intente “recuperar la grandeza a través de un militarismo suicida” como ocurriera con las dictaduras genocidas de los años '70. No obstante, todo indica que el continente estaría destinado a ser consumidor de sus productos industriales desplazando a China; a convertirse en reserva hídrica ante la anunciada crisis del agua a nivel mundial; y a ser proveedor de recursos estratégicos a través de un extractivismo que nos define como “tierras de sacrificio”: productores de granos transgénicos con utilización intensiva de glifosato; hidrocarburos no convencionales con la técnica del fracking; y megaminería a cielo abierto. Actividades que después de algunos años dejan páramos contaminados e inhabitables y han sido prohibidas en toda Europa, por considerar que tienen “consecuencias catastróficas e irreversibles”.
En este marco, el desastre provocado en la Argentina por las políticas de endeudamiento irracional y ajuste del gobierno de Mauricio Macri bajo las directivas del FMI no es consecuencia de un error, sino de una clara subordinación a las nuevas orientaciones de Estados Unidos. Las medidas económicas garantizan ganancias extraordinarias a sus amigos y a sus intereses familiares; a bancos y fondos financieros especulativos; a corporaciones petroleras y distribuidoras de energía; a mineras, agronegocios, peajes y similares; mientras el crecimiento de la deuda alimenta una irracional fuga de capitales. Es posible afirmar que no estamos ante una crisis, sino ante un sistemático saqueo y a una orientación económica cuyo objetivo es desarticular el tejido industrial, tanto de pymes como de grandes empresas, en una aparentemente ilógica combinación de altas tasas de interés, tarifas de servicios dolarizadas y una caída de la demanda que está llevando al cierre de miles de establecimientos industriales, comerciales y de servicios. Políticas activas de desindustrialización, con un sabotaje al desarrollo científico y tecnológico autónomo, mediante el acoso presupuestario y la voluntad de privatización de las áreas más avanzadas: porque la producción industrial y los avances científico-técnicos deben ser patrimonio exclusivo de Estados Unidos.
Estos objetivos fueron declarados por la inimputable vicepresidenta Gabriela Michetti ya en febrero de 2016. Refiriéndose a las aspiraciones del Presidente Macri, señaló: “El modelo de país que quiere Macri es India… Vamos hacia un modelo agroexportador y de servicios, basta de industrias”. Su afirmación ignora que el esquema de servicios en la India se sustenta en un desarrollo científico-técnico de avanzada, acompañado por un poderoso sector industrial. Tal vez Michetti sólo se refiere a la India como modelo de sociedad y a su panorama social desolador: la esperanza de vida es de 60 años; con tasas de mortalidad infantil del 71 por mil; un analfabetismo del 39% de la población adulta; y el 50% de los habitantes en condición de pobreza, con duras secuelas de malnutrición. Hacia esos índices vamos si se consolida “el modelo de país que quiere Macri”.(3) El debate político electoral no debiera ignorar estos temas: la crisis es profunda e integral y las alternativas no son fáciles.
- 1) Toynbee, Arnold: Estudio de la Historia. Emece Editores. Buenos Aires. 1961
- Ortega Rueda, José David: Toynbee revisado: el Estudio de la Historia y el futuro de Occidente. Universidad Abat Oliba. 2011
- 2) Observatorio Sirio para los Derechos Humanos. “Guerra sin fin en Siria: al menos 20 bombardeos sobre la ciudad de Alepo”. 16 abril 2016
- 3) Diego Rubiznal: “Escenario. La desigualdad en la India: el modelo Michetti”. Página12. 23 octubre 2016.
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