Piglia en tercera persona: sobre 'Los diarios de Emilio Renzi'
Es perfectamente posible situar la escritura de un diario personal en la serie de aquello que Pierre Hadot, Michel Foucault o Jean Allouch han llamado “ejercicios espirituales”. Tales ejercicios, bien ateos y materialistas, buscan dotar al sujeto de los medios de transformación necesarios para acceder a una verdad. Siguiendo a Hadot, podríamos decir que se trata de vincular el pensamiento con las disposiciones no discursivas referidas al enfrentamiento con el miedo a la muerte, y a la elaboración de la conciencia de finitud para alcanzar una vida feliz.
Piglia llevó adelante su diario personal durante décadas como ejercicio literario, una serie de procedimientos que apuntan a introducir definitivamente la ficción en la realidad del escritor. Los tres tomos de su diario ya publicados cumplen con este ideal de realización. Ponen en práctica las hipótesis que el propio escritor planteó para sí mismo sobre las relaciones entre realidad y ficción. Emilio Renzi es lo que Piglia necesitaba para devenir escritor, puesto que la ficción no decide nada sobre la realidad o irrealidad de los hechos narrados sino que depende, en todo caso, de la creación de un lugar de enunciación. Por medio de Renzi, Piglia transforma la experiencia —su propia vida— en una ficción que da cumplimiento a su propósito mayor de indagar la vida desde la literatura.
Años de formación se ocupa del origen de la escritura. El diario es por entonces un puro deseo de escribir, sin nada más o menos concreto o interesante que contar. Es un joven de provincia que desea ser escritor y no cree tener aún demasiado para decir. La escritura se enfrenta a sí misma cuando todavía no ha aprendido a captar la vida. No tiene, por lo tanto, otra cosa que hacer que no sea comenzar por indagar sobre la propia experiencia de vivir. Reflexiona sobre el lenguaje y examina su propio funcionamiento; crece su confianza y se extiende en la interpretación de sus infinitas lecturas; anota sus modos de relación con las mujeres; se detiene en los particulares vínculos que sostiene con los amigos, la madre, el padre y un abuelo de Adrogué que combatió en la Gran Guerra.
El lenguaje, le dice su abuelo, es una “frágil y enloquecida materia sin cuerpo”, una hebra delgada capaz de enlazar pequeñas aristas y ángulos superficiales de la vida solitaria de las personas, “porque los anuda, los liga”, aunque sea sólo por un instante, antes de que vuelvan a “hundirse en las tinieblas en las que estaban sumergidas cuando nacieron y aullaron por primera vez sin ser oídos”.
Tiempo después Renzi conocerá a Martínez Estrada, para quien el pensamiento es del orden de la enfermedad y de la parálisis (siendo la filosofía el producto de una indecisión suprema); y la historia, concebida como un todo del cual derivar criterios de justicia —e injusticia—, no es más que una narración constituida para un observador exterior (“no hay historia sin Dios”). Por otro lado, Fitzgerald y Pavese le enseñan que hay vidas literarias cuya ejemplaridad brota de la “autoridad del fracaso”, existencias cuyo lenguaje bordea el suicidio y nos revelan que la escritura posee un secreto, y es el lugar de una venganza. “El secreto es siempre una grieta y la venganza es el castigo que la vida hace pagar al que escribe”.
Nadie tiene, pues, asegurado el dominio de sí mismo. Se escribe y se vive sobre el fondo involuntario de unas relaciones en variación. Son los temas —próximos entre sí— de la locura y la revolución. Ambos confundidos en su capacidad, dice, de “conectar todo con todo”. Para el revolucionario, “la edición de una revista o la toma de un cuartel pueden tener la misma función”. Se trata de un “pensamiento paranoico” en el que todo “tiene que ver con todo”.
Y Borges. Su inteligencia consiste en erigir sobre determinadas estructuras de sentido “mundos complejos e irreales”. En sus cuentos la realidad nunca está dada, es siempre “oscura e intrigante” y por eso deviene objeto de investigación. “Su humildad lo convierte en un transmisor perfecto de libros escritos por otros”. Su lenguaje —dice Renzi de Borges— es demasiado admirable, es preciso “alejarse de su obra y empezar de nuevo”. Casi al final, el asesinato del Che (sobre quien Piglia escribió en El último lector sus páginas más perfectas): “La conmoción por su muerte está disolviendo las razones que lo llevaron hasta ahí”. Premonitorio.
Los años felices, el segundo tomo, recoge los diarios de 1968 hasta 1975, y podría llamarse también “Antes de la catástrofe”. Es el período en el cual la política se entromete en la vida y en la literatura, y en el que Piglia se aferra a esta última para serle fiel hasta el final. También podría haberse llamado “Los amigos”, en su mayoría escritores. David Viñas omnipresente. Un poco menos, León Rozitchner. Un poco menos Puig, Briante, Ismael Viñas, Saer, Jacobi, Walsh, Urondo, Sazbón y Josefina “La China” Ludmer (Iris).
Un diario puede trazar un plano de inmanencia: hablando de sí mismo como de una multiplicidad, pueden desplegarse las historias de un país, de una generación, de un grupo de intelectuales de izquierda. “En Cuba durante una larga y conversada caminata con León Rozitchner por el Malecón de La Habana. León se detiene y pregunta: ¿Pero vos vivirías acá? Su filosofía se funda en la postulación de un acuerdo entre los modos de pensar y las formas de vida. Llama a eso poner el cuerpo”. La escritura fechada se presta al aforismo. Lunes 24: “Siempre hay que elegir la obra y no la vida”, puesto que es la obra la que “construye modo de vivir”. Lunes 6: “La necesidad de estar encima del lenguaje es igual a nadar, avanzar encima del mar (la profundidad es una tentación que debe ser vigilada)”. Martes 7: “Solanas inventó la izquierda peronista”. La escritura como “aparato de registro” en el que las palabras se imponen al autor, que sólo después descubre su sentido.
No es que vida y política sean liquidadas por la obsesión por la ficción. Más bien resultan redescubiertas por ella en su propio interior. La literatura, escribe Renzi, es lucha constante contra los límites y las prohibiciones: “La novela se instala en la frontera psíquica de la sociedad en la que el individuo se convierte en otro que no está permitido. Esta actividad al borde de la censura se llama: adquirir un lenguaje. Se trata de estar frente a la realidad entendida como un escrito y no como un espectáculo”.
Lo mismo sucede con la filosofía. Piglia es un temprano lector de Gilles Deleuze (Proust y los signos), y descubre en él la agudeza para captar el juego de los procedimientos que crean multiplicidad en la escritura. Beckett, Kafka, los grandes narradores —dice Renzi— despliegan “una sucesión continua e inconexa de acontecimientos mínimos”, un manojo de acciones cuya única vinculación es la sintaxis o la gramática que “establecen relaciones que no son de causa y efecto”. En lugar de explicar, ponen en relación. En suma, “el relato como investigación”. La literatura no representa, sino que crea situaciones.
Imposible no sentir identificación con ciertos fragmentos del diario como investigación de la propia personalidad. “Después de mucho tiempo he comprendido mi forma de pensar esquizoide, les atribuyo a los demás cuestiones que quiero entender en mí mismo. Digamos, elijo un doble real y experimento en ellos cuestiones que no puedo ver con claridad en mi mismo”. Comprende mecanismos propios solo cuando los proyecta en otros, hace de la amistad “un banco de prueba” de la propia vida. Difícil no disfrutar las referencias a Viñas y Rozitchner. “Lunes 18. Ayer encuentro a León, muy deprimido, en crisis, igual que David. Malos tiempos: crisis del MLN, izquierda liberada, la moda del estructuralismo, sin ganas de trabajar en su libro de Freud y Marx”; “Lunes 4. León mas inteligente que otros días gracias al análisis de Freud (…) no me oye, y lo que más me gusta de él es la obsesión autista que lo lleva a insistir una y otra vez en una idea cuando uno se la critica, como si él creyera que uno no lo entiende”. El viernes 29 apunta una idea de León Rozitchner que le gusta: “La gente de izquierda reprocha la debilidad de los partidos revolucionarios porque tienen como modelo comparativo el ideal de los partidos tradicionales”, de ahí la seducción del peronismo. Todo “entrismo” no hace sino solucionar sin profundizar esta lógica, “buscando siempre sin crítica el momento positivo de la organización tradicional: su poder de convocatoria, su proximidad real con las fuerzas y los grupos de poder, etc.”.
Llegando el 73, la cuestión populista acosa al grupo: “El antintelectualismo de izquierda” reproduce sin saberlo la misma posición —y la misma desconfianza a todo planteamiento complejo sobre la realidad— que los medios de masas. Todo se peroniza, se lamenta Renzi: “Discutir el peronismo es discutir la estructura sindical, que es por definición negociadora y que sólo en última instancia y por motivos concretos se moviliza y lucha. Por eso me parecen ilusorios los intentos de crear grupos de choque que se autodesignan como peronismo revolucionario, expresión que para mí es un oxímoron”.
El antipopulismo de Renzi opera también sobre la literatura. No se trata de tomar formas ya hechas —por caso la novela— para imprimirle nuevos contenidos o resignificarlas, sino de crear otras nuevas. Walsh como ejemplo: “Es la forma, la ficción, la que debe ser reformulada”, buscando una prosa inmediata y urgente. “La prosa documental —escribe Renzi— libera la ficción y permite la experimentación y la escritura privada”. A pesar de esto, Renzi no acepta la propuesta de Walsh para colaborar con el periódico de la CGT de los Argentinos. (“Yo no soy peronista y no me gusta fingir en esas cosas”.) Deslumbrante descripción de la asunción de Cámpora: la Juventud Peronista —presencia hegemónica en la calle— revela sus vínculos con FAR y Montoneros: “Impidieron el desfile militar; obligaron a escapar a la banda de la Escuela Mecánica de la Armada, los de la JP se llevaron los instrumentos musicales y se pusieron a tocar en medio de la plaza; pintaron leyendas guerrilleras en los tanques, impidieron la guardia de los granaderos que iba a despedir a Lanusse”. La tradición popular, escribe, pero “actuada” teatralmente por los activistas.
El diario de Renzi logra contar, sino una vida, al menos el modo como la escritura forja unas vías de existencia. Indefectiblemente serán las pasiones del lector las que retengan unos fragmentos en detrimento de otros. Solo el paso del tiempo permitirá descubrir cuáles son los que uno conserva para sí. Ahora escogería aquellos en los que Renzi piensa la relación fallida entre la izquierda y el peronismo, a partir de los intelectuales de la revista Contorno. Le parece que León Rozitchner personaliza la historia, “lo remite todo a sí mismo, a sus sentimientos”, como si la historia política fuese parte de su vida. “Es el problema de la izquierda con Perón. Se ha quedado con las clases populares como si se las hubiese substraído. Esa es la cuestión de León y David. El peronismo visto como una artimaña”. La política vivida en primera persona, como drama privado. “Esa es su mirada filosófica. ¿Qué significa el mundo para mí?” Renzi ve a León Rozitchner como un Descartes radicalizado. Para Rozitchner, “el sujeto es la verdad de lo real”. Es la virtud de un pensamiento a la vez apasionado y autorreferencial.
Para los lectores de Rozitchner o de Viñas, hay decenas de escenas privilegiadas. “Sábado 21. Ayer León R. que viene a matar su soledad, llora en la penumbra. ¿Qué se puede hacer? Lo consuelo en lugar de ponerme a llorar con él. Una mujer lo abandonó. No puede pensar, no entiende nada de nada. (Se podría escribir una novela con la historia del gran filósofo que pasa la noche llorando por una mujer en la casa de un amigo)”. Elijo este último fragmento porque en él aparece tanto la impotencia del pensamiento que luego se convertirá en la materia de una gran filosofía práctica, como por el modo en que Renzi asiste a esa escena imaginándola como posible ficción. Las notas de Renzi, en síntesis, como un intento de desplazar la vida de las miserias en las que se hunde, cada día más, ese ente clavado en la existencia denominado “yo personal”.
El tercer diario, Un día en la vida, narra la construcción del escritor como sobreviviente. “En este país, dice Renzi, la historia y la situación política afectan directamente la existencia personal”. Se trata de escribir la propia existencia en tercera persona: perder la juventud y los amigos (exiliados, asesinados), aprender una respiración artificial. El diario de un escritor sirve para registrar la atmósfera de impotencia en la que nace la escritura. Sólo se puede escribir “desde el vacío, desde la estupidez, un avance lento y torpe”. Como en Kafka o en Proust, la condición del escritor es la de no poder escribir: todo el mundo puede escribir menos él. Es su más íntima paradoja: afrontar la sensación de fracaso como preparación de la escritura, contar la historia de “un hombre que organiza su vida en función de algo que no puede hacer”. La vida como proceso de demolición, la derrota como secreto y aislamiento, que no deja ver una salida. Va continuamente al cine para huir de sus propias imágenes. Sus amigos, en particular los militantes de organizaciones revolucionaras que siguen la táctica de la lucha armada, que él no comparte, “caen como moscas”. Hay que hacer algo con los malos pensamientos que lo acosan, que no dejan pensar: la paranoia, el sentimiento de que todo se ha perdido.
Y luego están las batallas. Contra la revista Vigencia, de la Universidad de Belgrano, que lo tiene como enemigo y que “trabaja para el nuevo consenso del general Viola”, quien parece que fascinaba a más de uno en la Argentina y en el exilio. Contra la pretensión académica de los escritores, que a su juicio deberían buscar los modos de pensar la literatura desde un lugar “no estabilizado”, y su continua insatisfacción con la revista Punto de Vista, en la que participa junto con Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano: demasiado sociológica, demasiado periodística. Toda teoría del conocimiento debería ser ante todo una crítica del lenguaje.
En 1981 Piglia resume “las tendencias actuales y perspectivas de una cultura posdictadura”. Están los socialistas a la Juan B. Justo; los populistas cercanos al peronismo, la vanguardia frívola y los desarrollistas que hacen entrismo. ¿Cuánto ha cambiado el panorama tras la guerra de Malvinas? Regresan los exiliados, más bien cínicos. La TV dice lo que hay que pensar y los intelectuales comienzan a plegarse a sus exigencias. 1982 es el año de la toma de conciencia, del viraje de lo real, del fin de una época “en la que una realidad mejor era posible”, en la que aun se podía vivir una “sociedad paralela”, un mundo propio, ajeno a “la corriente principal de la cultura argentina”. Haber sobrevivido y continuar el combate era ya haber vencido. Vencedores vencidos en medio de una cultura definitivamente derrotada.
Piglia quiso ser “el hombre que escribe”, que encuentra en la ficción —ese olvido del sujeto— el gesto (“gestus, escribe Renzi, remite a una figura corporal que expresa un estado de vínculo social y traduce de manera singular el vínculo de determinación entre un individuo y la comunidad”), aquel que sabe que crear un lenguaje es crear un mundo. La enfermedad y la muerte son atribuidas a la entrega a la lengua nacional, la argentina, poseedora de cualidades destructivas. Les sucedió a los grandes escritores argentinos —Borges, Arlt, Saer, Puig—, aquellos que escribieron sin escafandra: enfermaron y murieron por su contacto desenfadado con su incandescencia. Escrupuloso hasta el fin, escribe Renzi, el último refugio lo encuentra en la mente, el lenguaje y el porvenir.
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