Los buscas (segunda entrega)

Una tradición argentina se reserva el derecho de admisión

 

Aquel día los trenes y tranvías no dieron abasto y parte de la multitud llegó a pie. Avanzaban por el Camino de las Cañitas o por las orillas del Arroyo Maldonado hasta la Avenida Vértiz (hoy Libertador); muchos llegaron por la nueva extensión de la calle Bella Vista, desde la Iglesia del Pilar y desde el sur. Nadie quería perderse el evento. Era el domingo 7 de mayo de 1876.

Cuentan que más de diez mil personas colmaron la primera Tribuna Oficial de ladrillos y madera y los costados de la larga pista de arena. Por fin, sonó la campana. La gente agitaba pañuelos y sombreros y gritaba enardecida. Pero la primera gran carrera iba a resultar siendo un fiasco. Resbaloso, un caballo tapado que no era favorito de nadie ganó la partida, así que las apuestas terminaron con puteadas y boletos rotos. Al caer la noche, el viento del río levantó aquellos papelitos y los desparramó caprichosamente. Durante años todavía podían verse aquellos trozos de papel enredados en los cañaverales y las ramas de los árboles, sueños perdidos de los primeros apostadores que, sin embargo, volverían en busca de revancha una y otra vez.

En pocos años, el presidente Carlos Pellegrini le cedería el predio al Jockey Club. Un domingo, entusiasmado, el presidente se puso a vender boletos. La ocurrencia fue festejada por los presentes y desde entonces muchos políticos e incluso figuras del jet set porteño comenzaron a frecuentar las carreras. En los palcos de la Tribuna Oficial se servía comida y bebida. Las familias aristocráticas se daban corte y lucían vestimentas importadas. Pronto, las construcciones francesas reforzarían el aura del lugar. Pero con el paso de los años, aquel glamour se vio mezclado con el populacho que alentaba desde abajo con palabras irreconocibles que, rápidamente, forjaron nuevas jergas y lunfardos. Ya entrado el siglo XX, en algún recodo asomó un joven poeta y cantor que, con el tiempo, se convertiría en el artista más importante del país.

—En ese árbol centenario —señaló Carita de auto al llegar a la entrada de la Tribuna Paddock—, tomaba sombra Carlos Gardel, padre de todos los buscas.

—¡Salud! —exclamó el Pelado y levantó la cerveza que habíamos comprado en el supermercado chino de Sinclair.

Carita de auto repitió:

—¡Salud! ¡Por el morocho del Abasto! ¡Y por Lepera! Pooor unaa cabeeezaaa —se puso a cantar— de uun nooobleee potriiillooo

—¡Y por Leguisamo solo! —interrumpió el Pelado.

Leeeguisaaamo soooloo —cantaba ahora Carita de auto—, griitaan loos neeenes de laa poopuulaaar…

Leeeguisaaamo soooloo —respondía el Pelado—, fueertee repiiteen loos dee laa oficiaaal…

Y así siguieron un rato, nombrando personajes y cantando tangos, y cada vez que lo hacían, brindaban. Yo me reía y, para no ser menos, brindaba con ellos.

—¡Salud! ¡Amor! ¡Dinero!

Íbamos por el camino entre las ligustrinas cuando, de pronto, un par de vigilantes de seguridad que llegaron en unas motitos ridículas nos cortaron el camino.

—Señores, no se puede entrar con bebidas alcohólicas al predio.

Detuvimos la marcha y enseguida el Pelado retrucó:

—Pero si adentro venden.

—Pueden comprar de adentro, pero no pueden traer de afuera —sentenció uno de ellos.

—Ufa —se quejó el Pelado como un chico—. Bueno —nos dijo a nosotros—, las terminamos afuera y después venimos.

Volvimos a la vereda, después cruzamos Dorrego y nos sentamos en el pasto.

—Era una pena tirarlas, están heladas —dijo el Pelado.

—Ni hablar —contestó Carita.

Yo guardé silencio y me puse a contemplar las banderas argentinas que flameaban sobre la entrada de la Tribuna Paddock. El viento empezó a soplar y entonces cerré los ojos, dejándome llevar por aquel día que, pronto, me depararía grandes sorpresas.

 

(Continuará)

 

Juan Diego Incardona es escritor
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