Esta semana volví a ver una película que me impresionó la primera vez, hace veinte años. Es tan melancólica como pensar en alguien con quien te gustaría estar pero no podés, por alguna de las múltiples formas de la lejanía.
Se titula El enigma Richter y fue dirigida por el documentalista y músico francés Bruno Monsaingeon, autor de piezas estimables sobre Glenn Gould; la profesora de Piazzolla, Nadia Boulanger; el insuperable barítono alemán Dietrich-Fischer-Dieskau; Mstislav Rostropovich, entre otros. Aquí la tenés, por si te animás a sus dos horas y pico. Se estrenó en 1998, pocos meses después de la muerte de Richter, en agosto de 1997, a los 82 años.
Los numerosos videos sobre sus conciertos en distintos lugares del mundo se estructuran en torno de una larga entrevista en la que se ayuda con las anotaciones de un cuaderno, con sus observaciones sobre la música y los músicos que conoció, con una letra enorme y sin dejar márgenes en blanco. Nacido en Ucrania, de padre germánico, padeció todo tipo de equívocos sobre su nacionalidad, extranjero en todas partes. Su compañera de medio siglo, la cantante Nina Dorliak, sólo lo sobrevivió unos meses.
A oscuras
Tiene cabeza y manazas contundentes, pero se mueve con la elegancia de un gran danés. Sus gestos son delicados, casi femeninos. Cuando toca se oscurece el escenario, salvo una luz dirigida a la partitura. No quiere que le miren las manos ni la cara porque cree que eso solo muestra el esfuerzo del interprete. Es un escéptico con todo y con todos, empezando por si mismo.
Son los demás quienes hablan de él con veneración, incluso Glenn Gould, que nunca se caracterizó por la modestia. Richter habla con amor de Schubert y con desdén de los colegas que se asombran por su insistencia en preferirlo a Schumann en su repertorio. Gould revela que siempre tuvo prejuicios hacia Schubert, cuenta que Richter eligió la sonata más larga de Schubert y que la tocó en el tempo más lento posible, lo que la hizo aún más larga. Cuando parece que está por describir el día más aburrido de su existencia, confiesa lo contrario, que descubrió algo nuevo, que fue una experiencia profunda. Con su mente cartesiana, como un Linneo de la música, Gould describe dos tipos de pianistas: los que exhiben su relación con el instrumento (creo que es una involuntaria autobiografía) y aquellos que tratan de conectarse directamente con la música, por encima del instrumento, categoría en la que con toda justicia inscribe a Slava, como todo el mundo llamaba a Richter.
Otro que lo pondera más allá de cualquier límite es Arthur Rubinstein, quien tenía veinte años más que él y era considerado un grande entre los grandes. Su relato demuestra que realmente lo era. "Nunca oí sonar así un piano. Parecía un instrumento distinto", dice. Nada más justo. Richter es una categoría en si mismo, un fuera de serie.
Los fragmentos de Prokofief que se escuchan en el documental son deslumbrantes, de una fuerza extrema y una completa delicadeza. Slava martilla sobre el teclado con una dulzura feroz.
De antología
Indiferente a la política, en 1953 fue traído de urgencia desde Tbilisi, la capital de Georgia, como único pasajero en un avión cargado de coronas florales, de lo cual se ríe con ganas, para tocar en el funeral de Stalin. Las imágenes con el ataúd pintado de rojo y los asustados aspirantes a la sucesión, tratando de convencerse de que"el mayor genio de la historia de la humanidad" (Malenkov dixit) realmente estaba muerto, son de antología, igual que el relato de su interpretación de una sinfonía de Tchaikovsky interrumpida por una banda militar que atacó la marcha fúnebre de Chopin.
Anticonvencional en todo, dice que cuando una pieza es demasiado conocida le produce rechazo. De sólo oír el nombre de uno de los ensayos de Chopin, le dan ganas de vomitar, aunque aclare que es bellísimo. También se atreve a decir que adora al "Dulce Haydn" y, luego de elogiar su frescura hace un largo silencio.
—A decir verdad me gusta más Haydn— dice.
—¿Más que quién?— le pregunta Monsaingeon.
—Que Mozart. ¿Y los demás pianistas? Son más o menos indiferentes. Qué lástima—contesta el hereje.
En mi adolescencia solía confundirlos. Los empecé a distinguir mediante una clasificación personal: Haydn es Mozart con menos brillo (recordemos que Haydn nació un cuarto de siglo antes y que abrió algunos rumbos, como la sinfonía, que luego Mozart profundizaría).
Después de escuchar la opinión de Richter y sus interpretaciones al piano, abjuro de mi fórmula juvenil. En 1991 se conmemoró el bicentenario de la muerte de Mozart. Fue tal el marketing, se lanzó tal cantidad de discos, programas, conciertos, películas y hasta marcas de chocolates, que quedé empalagado y no volví a escucharlo con la asiduidad y la alegría previas. La frase de Richter sobre Chopin describe lo que me pasó con Mozart. Richter no explica las razones de su preferencia. Soy tan ignorante como entonces, pero escuchar su versión de 1987 de las sonatas de su amado Haydn me ayuda a darme una idea. Son bellísimas.
La contracara de Karajan
A él no le impresionan los blasones ni el mercado. Es la contracara del narcisista Von Karajan. Luego de grabar el triple concierto de Beethoven (con David Oistraj y Rostropovich, en violín y cello), bajo la dirección de ese figurín autoconsciente que sucedió al enorme Furtwangler al frente de la Filarmónica de Berlín, se queja por los errores vergonzosos del director alemán, su desacierto con el tempo, su superficialidad, que lo llevó a desechar un nuevo ensayo para tomarse una foto, de la que Richter habla con amarga ironía:
—Von Karajan posa, los demás se ríen como estúpidos— lapida.
Le da lo mismo una gran sala que tocar para unos pocos. Actuar en los pueblos de Ucrania le atrae más que debutar en el Carnegie Hall y ser aclamado como el pianista más grande del siglo. Le fastidia la programación del calendario musical con tres años de anticipación. Vaya a saber qué será de uno en tres años.
Tampoco se deja influir por la opinión de terceros. Sólo toca lo que le gusta. Y si a él le produce placer supone que también al público.
—Soy objetivo con lo que hago, pero ahora tengo el oído alterado, está un tono o dos más alto. Una falla del cerebro, o del oído. Yo antes tenía oído absoluto. Era capaz... pero ya no. Es como si mi oído estuviera desafinado. Es un completo desastre. Estoy jubilado.
Y aparentemente también deprimido. No le gustan sus propias grabaciones. A lo sumo condesciende que alguna no está mal para un viejo.
—En general, todo es desagradable. En la vida, no en la música.
Y concluye:
—No me gusto.
Podemos prescindir de esa opinión, emitida con la sombra de la muerte aleteando a su alrededor, y escuchar estas versiones asombrosas de las sonatas de su dulce Haydn.
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