El partido más largo del mundo
Para Macri el Boca-River es una ventana perfecta para descomprimir la escena social
Escribe Eduardo Sacheri que uno de los mejores cuentos de fútbol jamás escritos le pertenece al extraordinario Osvaldo Soriano y se llama El penal más largo del mundo. Es sumamente conocida la historia —y lo es también la fantástica reseña del propio Sacheri—, porque es uno de esos relatos de fútbol patagónico que Soriano enhebraba con soberbia dedicación y una austeridad en la narración que sólo pueden lograr las grandes plumas. Están presentes todas las perversiones nostálgicas del gordo: el viento que sopla y no arruga, la vastedad inconmensurable de la Patagonia colgándose del travesaño del arco visitante, el barro seco y estéril del potrero y la soledad que lo condensa todo y se mete en cada imagen que barrunta el texto.
Estrella Polar es el nombre del club, y además de ser horribles en el peregrino arte del balompié, sus inefables luchadores parecen cargar con las mil plagas de Egipto y van de mal en peor, año tras año. Hasta que en 1958, una racha venida directamente del planeta Marte los hace llegar a la última fecha con chances de salir campeones; eso, siempre y cuando logren alzarse con un triunfo de visitantes contra Deportivo Belgrano.
El partido se consume, y aunque nadie lo puede creer, consiguen, a los 42 minutos del segundo tiempo, quedar 2 a 1 en el marcador hasta que el improbable árbitro cobra un penal inventado a favor de Belgrano, se arma la pelea a trompadas y el partido se suspende hasta el domingo siguiente. Conclusión: siete días para jugar, sin público, los veinte segundos que faltan de partido. Son veinte segundos para patear el penal que ya está cobrado.
Y ahí es dónde Sacheri planta bandera: dice que su héroe —nuestro héroe en esta historia— es el Gato Díaz, un arquero que tiene encima mil batallas, un tipo feo y parco, que bordea los cuarenta y tiene el retiro ahí nomás, “un nadie al que, de repente, la historia parece ubicar en el foco inminente de la gloria”. La ecuación está ahí: si el penal se transforma en gol, el Gato seguirá siendo nadie. Pero si lo ataja, lo espera la gloria.
Y lo que viene es lo más interesante. Porque los días se estiran, la ansiedad crece hasta límites obscenos, y todos en el pueblo ya piensan en las manos de ese arquero al que le rezan, le regalan cosas, lo persiguen, lo espían día y noche. El pueblo entero parece que no puede ocuparse de otra cosa y en ese hermetismo imposible, un día, el empleado de la bicicletería se lo dice, le pide por favor que ataje el penal, que si lo ataja se consagra. Y es aquí que todo toma sentido porque, ¿saben lo que le responde el Gato? Sin grandes gesticulaciones, después de días de parquedad inverosímil, frente a todo el pueblo que lo escucha atentamente, el arquero retruca: “Yo me voy a consagrar cuando la rubia Ferreira me quiera querer”.
Nada de declaraciones demagógicas. Nada de entregarse a la extorsión típica del periodismo seguidista. Nada de especulaciones políticas. El tipo quiere atajar el penal, claro. Pero más que eso, quiere que la rubia lo quiera.
A diferencia del Gato Díaz, el Presidente Macri parece haberse abalanzado sobre la disputada final de fútbol. No bien tanto Boca como River clasificaron para esta instancia de la Copa Libertadores, el gobierno entendió que esa era una ventana perfecta para descomprimir la escena social. De alguna forma, un partido que debía durar 180 minutos, comenzó a jugarse en forma anticipada y seguirá haciéndolo mientras las encuestas confirmen esa percepción de escritorio. A no dudarlo, este Boca-River será el partido más largo del mundo. Aquí y allá se reprodujeron ‘debates’ sobre la conveniencia de aceptar público visitante, las fechas en las que debían jugarse los partidos y si los festejos iban a poder realizarse en el Obelisco. Eso sumado a las bromas presidenciales ligadas a su simpatía por Boca Juniors y al potencial impacto que podía tener en la economía una derrota del cuadro xeneize. Curiosamente todas estas cuestiones fueron planteadas por el poder político y tomadas ampliamente por buena parte del establishment mediático que, conocedor de la dinámica, se deleitó en discusiones estériles.
En definitiva, el fútbol parece ser uno de los lugares donde el titular del Poder Ejecutivo se siente cómodo. El hombre es en sentido genérico, por naturaleza, si no un animal político como opinaba Aristóteles, sí un animal social, y el fútbol, hay que decirlo, da vida, alegría y entusiasmo. Es una danza de las más bellas que existen. Por supuesto, eso no significa que el aprovechamiento de este fenómeno social —su mayor rendimiento— no siga teniendo un carácter privado, porque el fútbol es, por sobre todas las cosas, un negocio. Pero habrá que aceptar que, sobre todo cuando existen perspectivas negativas en lo social y una incapacidad del Gobierno para ofrecer soluciones, hasta en la política gravita la falsa percepción de que se necesita de espectáculos que hagan olvidar las desgracias y alegren un poco la vida. El fútbol es, para los argentinos, uno de esos medios.
Seamos irónicos: nuestro Presidente parece, por fin, haber encontrado en el fútbol la respuesta a tantos cuestionamientos que habitualmente decide pasar por alto. Preguntas vinculadas a la inflación, la devaluación sistemática como única válvula de auxilio para que no explote todo, la inestabilidad financiera, la falta de inversiones, el ajuste recesivo como única vía de salida para que las grietas del sistema no cedan, la anomia generalizada de amplios sectores debido a la crisis de trabajo (y de valores), la mercantilización de la vida cotidiana, el impacto dramático de la caída industrial, la financiarización de amplios sectores de la economía.
De fondo se adivina que, en el fútbol, es donde el Gobierno puede mostrarse con cierta iniciativa política, algo que había perdido en muchas otras áreas de lo social, sobre todo, en aquellas, casi todas, las que hacen a la vida material de los argentinos y a las dificultades que se presentan una y otra vez para poder llegar a fin de mes.
La brutal devaluación puesta en marcha cierne su sombra y ya provoca una inexorable redistribución regresiva del ingreso, con un foco puesto en el retroceso que significa un salario en dólares más bajo. Por supuesto, existen tensiones en algunos sectores cuyos sindicatos han pedido la reapertura de las paritarias impidiendo que este escenario se cristalice.
Se desnudan así las pulseadas sociales y políticas entre las patronales, estas últimas en cierta manera respaldadas por el Gobierno, y los trabajadores, capaces de disputar una parte de esa pelea. Habrá que entender entonces que uno de los planes para disminuir la inflación en la Argentina no es sólo aplicar una profunda recesión mediante la suba de las tasas de interés y el permanente ajuste de las tarifas de los servicios públicos, sino también mediante el congelamiento del salario utilizado como un ancla de los precios.
Para el FMI, esto es parte esencial de su evangelio. En rigor, fue esbozado por los técnicos del organismo en el reporte al directorio, al sostener que esperan un descenso de la inflación para los meses del 2019 fundamentado en aumentos salariales “moderados”, que por supuesto vienen a servir de corolario del altísimo costo del dinero y de la dolarización en el precio de los servicios públicos.
El Gobierno tiene en carpeta un escenario parecido a 2016. Entonces hubo apagón estadístico, el Congreso informó una inflación del 40% para el año y la negociación paritaria abarcó incrementos salariales del 33 por ciento que, si bien implicaron una pérdida inicial en términos reales, luego se beneficiaron con una recomposición progresiva. Sin embargo este año las cosas serán distintas, porque el salto del dólar y el impacto en los precios será muy superior al 25 por ciento promedio que, se calcula, van a cerrar las paritarias.
Esto implica que una devaluación afectará de manera muy regresiva la distribución del ingreso, porque de no habilitarse la reapertura de las paritarias, el salario en dólares terminará perdiendo hasta un 40% en términos reales. A eso habrá que sumarle el recorte en la capacidad de compra de los salarios, que podría llegar al 15 por ciento.
En el fútbol, pero más en la economía, el tiempo juega su propio partido. La pendiente en la que está sumida la actividad, el deterioro de las condiciones de vida de buena parte de la población, la alarma que implica una deuda poco sustentable, y la perspectiva de una profundización de esta situación, cifran una cuenta regresiva que tiene su punto límite en la tolerancia social. Es, como se dijo, una cuestión de tiempo. Eso sí: ya que el Gobierno se siente cómodo en cuestiones futboleras, hasta el propio Presidente podría aprender algo del gordo Soriano. En definitiva, él solía señalar que no hay persona alguna que deba pensar tanto, en tan poco tiempo y a tanta velocidad, como un futbolista; sobre todo cuando enfrenta al arquero y este lo mira a los ojos.
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