Fumábamos en un aula
vacía, con ese mutismo terso
que reduce la lejanía
entre dos chicos
que no saben qué decir
porque están solos
y no va a entrar nadie.
Me fijaba cómo el sol
pintaba sombras con el humo azul
que fugaba de su interior tibio.
Su mirada miope
me encaraba y en seguida
volvía a lustrar su mocasin.
Yo masticaba mi bigote desnutrido,
estiraba los pelos de la barba
para que florecieran
en un tris.
No sabía entonces que en estos tics
se atrincheran secretas
pulsiones hormonales.
Dos cigarrillos más tarde
no tuvimos más excusas
para quedarnos lado a lado
hablando de nada.
Desde el tercer piso
hacia el descanso que da al gabinete
de química bajaban
cinco de los nazis patentados del colegio.
Parecían patrullar los pasillos
por encargo de un celador despótico
que se las daba de culto
porque era erudito en ópera y jazz.
Dos inmovilizaron a mi compañero
los otros me humillaban
contra las baldosas
para desplumar mi cráneo
con una navaja
y extirpar mechones de mi cara.
Por su apellido yo invocaba al celador
que miraba para otro lado:
¡Rapallo! ¡Rapallo!
Y los fachos repetían, sí, ¡rapalo! ¡rapalo!
Cuando oigo la palabra “bullying”
el cómico episodio resucita
en mi toda una época.
Armando Rapallo falleció en 2011,
era jefe de espectáculos
del conocido diario Clarín.
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