MUSEO DE GRANDES NOVEDADES

El gatomacrismo caído en el precipicio de las contradicciones del G-20

 

Cae el producto bruto; sube el desempleo; la inflación azuzada; el dólar se aquieta por la morfina de la tasa de interés célica; la deuda externa continúa en terreno de default; el presupuesto nacional es pura invención. Datos gordos objetivos que delinean una pésima gestión gubernamental en sí y teniendo en cuenta el más de lo mismo que promete lo que vendrá. El gatomacrismo dice que el origen del oprobio es la tormenta financiera global que desató el alza de la tasa de interés norteamericana. Si la argucia fuera nada más que una engañifa para condonar la completa responsabilidad política que le incumbe, sería otra mancha más en el tigre cínico. Y aunque realmente funcione así, el punto es que en el fondo de las cosas es lo que realmente piensan. Que eso da indicio de que se está en presencia de una muy seria desorientación estratégica, se percibe ni bien se recorren algunas contradicciones estructurales y coyunturales que se ventilarán en la próxima reunión porteña del G-20, a un mes vista. El retrechero espectáculo de todos contra sí y Trump contra todos.

Paul A. Volcker, chairman de la Reserva Federal entre 1979 y 1987, con fama ganada por haber encarrilado durante su mandato al sistema monetario mundial y estabilizar la economía de su país, que andaban muy encabritados, acaba de publicar su legado autobiográfico titulado Keeping At It: The Quest For Sound Money and Good Government (algo así como Manteniendo el objetivo de moneda sana y buen gobierno). En la introducción sincera que “a fines del siglo XX, el colapso de la Unión Soviética y una China más abierta y próspera hizo que algunos creyeran que habíamos llegado al fin de la historia […] Ahora nos encontramos en un estado de ánimo diferente. Nuestros aliados históricos están perplejos y cuestionando nuestro liderazgo. Nos embarcamos en guerras largas, innecesarias y, en última instancia, imposibles de ganar, lejos de casa. No reconocimos los costos tanto de los mercados abiertos como de la innovación rápida en fracciones considerables de nuestra propia ciudadanía. Llegamos a pensar que los mercados financieros innovadores podrían disciplinarse a sí mismos”.

En este plano, Volcker apunta que “el liderazgo de los Estados Unidos de la gran coalición de Estados libres y emergentes no pudo escapar por completo al pecado mortal de la arrogancia.” A consecuencia de eso es que Henry Kissinger en su ensayo sobre el Orden Mundial (2014) subraya que “la reconstrucción del sistema internacional es el desafío último para los estadistas de nuestro tiempo”. Kissinger estima que la no reconstrucción no desembocaría en “una guerra mayor entre Estados”, pero sí en “una lucha entre regiones [que] podría ser incluso más extenuante de lo que ha sido la lucha entre naciones”; en vista de que “en sus márgenes, cada esfera sentiría la tentación de probar su fuerza contra otras entidades de órdenes considerados ilegítimos”. Las regiones son China, Occidente encabezado por los Estados Unidos, Eurasia y el Islam.

Kissinger, para encontrar la punta del ovillo que lleve a estabilizar la espinosa situación actual y su potencial desmadre, postula que “todo orden internacional debe afrontar tarde o temprano el impacto de dos tendencias que desafían su cohesión: o la redefinición de la legitimidad o un cambio significativo en el equilibrio de poder”. Montado sobre la alternativa, alecciona que “se impone realizar una reevaluación del concepto de equilibrio de poder”. En la práctica “ha resultado extremadamente difícil armonizar los cálculos de una país con los de otros estados y alcanzar un reconocimiento común de los límites”. Es así como, según Kissinger, el equilibrio de poder depende “de alguna idea de futuro. Pero estructuras internas variantes pueden producir diferentes evaluaciones del significado de las tendencias existentes y, más importante aún, confrontar criterios para resolver estas diferencias. Este es el dilema de nuestra época”.

Un dilema que aquí y ahora tiene Donald Trump. En uno de sus Comentarios quincenales (15/09/2018), Immanuel Wallerstein da cuenta de que hay dos visiones en pugna sobre el demiurgo del America First: “Un grupo piensa que está patológicamente loco y que derribaría al mundo con él. El otro grupo dice que modificaría sus prioridades para permanecer en el poder”.  Wallerstein entiende que “Trump fracasará en sus apuestas arriesgadas. Responderá de alguna manera. ¿Pero cuál? Tiendo a favorecer la predicción del interés propio. Pero tengo miedo de equivocarme”. Tranquilizador. Con unas pizcas de Bolsonaro, más tranquilizador todavía. Pero no carguemos más las tintas de lo cargadas que ya están.

 

Estoy verde, no me dejan salir

El arqueólogo e historiador inglés Ian Morris, en su ensayo ¿Por qué manda Occidente… por ahora? (2011), cambia el ángulo para el asunto del equilibrio de poder previniendo que “la gran cuestión para nuestro tiempo no es si Occidente continuará mandando. Es si la humanidad en su conjunto se abrirá paso hacia un tipo de existencia completamente nueva antes de que el desastre nos golpee, permanentemente”. ¿Cuál desastre? La lista es larga.

Martin Wolf, el columnista senior del Financial Times, juzga que esa lista la encabeza el cambio climático y condiciona al resto. En la nota titulada “La inacción ante el cambio climático es bochornosa” (23/10/2018), en referencia al notable estancamiento y retroceso del acuerdo de Paris de 2015 —comenzando por el retiro norteamericano—, en el que se convino reducir drásticamente las emisiones de gases que estropean la atmósfera. “No nos engañemos a nosotros mismos: estamos arriesgándonos a un mundo de un caos climático desbocado e inmanejable”, alerta categórico el siempre mesurado Wolf. Consciente de los bueyes con que ara, puntualiza que “el cambio climático implica enormes problemas de distribución: entre los países ricos y los pobres, entre los países que causaron el problema y los que no, entre los países que importan para la solución y los que no, y no menos importante, entre las personas que hoy en día toman las decisiones y las personas que el día de mañana sufrirán los resultados”. El conjunto de dilemas es lo que vuelve la situación “políticamente muy desafiante”, máxime considerando que “en el mundo necesitamos ahora mismo ir hacia un sendero diferente de inversión y crecimiento [lo que] técnicamente [es] más posible de lo que solíamos pensar”, consigna Wolf.

Thomas Friedman, el columnista de internacionales del The New York Times, estuvo hace unos días en Buenos Aires para presentar el más reciente ensayo de su autoría. Según lo dicho en una conferencia en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA y en entrevistas a los medios locales, tres conceptos articulan su análisis destinado a fundamentar que el mundo no está cambiando sino reconfigurándose. Los tres a los que llama aceleradores son: cambio climático, tecnología y globalización. Friedman cree que el buen uso de la tecnología, en la inteligencia de que la globalización es inevitable, posibilitará que se sorteen los densos desafíos del cambio climático. En la aproximación de Friedman, el nuevo orden mundial surgirá de poner en adecuada sintonía los tres aceleradores a los que identifica como conductores de la reconfiguración.

 

Ilusiones en un agujero doble

Friedman retoma una actitud política que surgió en los ’70 cuando ya era muy palpable que se venía el agua con los recursos naturales, cuadro agravado por la asimetría en el desarrollo. En su momento el sonado ensayo de 1980 del francés Jean-Jacques Servan Schreiber, El desafío mundial, y los un poco anteriores del también francés Alain Touraine y del norteamericano Daniel Bell sobre la sociedad post industrial, descansan en la idea de que la tecnología, particularmente la de la información, permitirá resolver los conflictos inherentes al capitalismo, agotamiento de los recursos y cambio climático incluido. De hecho Bell, por entonces el sociólogo emblemático de Harvard, de alergia muy aguda hacia la categoría lucha de clases, le ponía un corolario al haber decretado a principios de los ’60 el fin de las ideologías. El paso del tiempo ha puesto a las claras que se trató de ilusiones como las actuales que animan a Friedman. Estas ilusiones chocan hoy de frente con el realismo de Martín Wolf sobre el peligroso impasse en materia climática y demás yerbas que está generando la disputa global de poder puro y duro.

El economista belga Ernest Mandel, en su ensayo de principios de los ’70, El capitalismo tardío, hizo un interesante examen del revés de la trama de estas ilusas actitudes políticas. “Los intereses de clase y las leyes del desarrollo económico del orden social existente […] gobiernan las decisiones tecnológicas básicas hoy en día”, escribió. Asimismo, que “la ideología de la racionalidad tecnológica mistifica la realidad del capitalismo tardío al sostener que el sistema es capaz de superar todas las contradicciones socioeconómicas fundamentales del modo de producción capitalista”. Y eso, primordialmente, en función de que “el valor de cambio y la competencia capitalista no han sido abolidos de modo alguno. La economía no está basada en ningún sentido en la producción planificada de valores de uso para satisfacer las necesidades humanas”. Por lo tanto, “la tesis de la abolición, reconciliación o supresión de todas las contradicciones –el final de todas las ideologías— es, en sí misma, una mera ideología, o una falsa conciencia”.

 

Negociemos, Mendieta

La coyuntura mundial signada por tensiones geopolíticas y económicas de cada tipo y color existente, todas expresiones de contradicciones estructurales envueltas en la ineludible climática, estarán a flor de piel en la próxima reunión del G-20 a desarrollarse durante un par de días a fin de mes, en Costa Salguero. Las negociaciones que lleven a una aceptable solución de compromiso que aquieten las aguas a partir de congeniar los férreos intereses pugnaces, naturalmente, son posibles. La probabilidad aumenta si avanza alguna propuesta de redistribución mundial del ingreso. Si eso se aprecia como imposible por ninguna otra causa que no sea la voluntad política, entonces el sistema le tendrá que hacer honor a su historia para encontrarle la vuelta.

Lo loco de este mundo no es que el Manifiesto Comunista de 1848 sea hoy una olvidada pieza de museo, sino que el capitalismo haya sobrevivido y superado a todas y cada una de sus contradicciones. Y más loco todavía que una parte muy considerable de la clase dirigente argentina, empezando por el gatomacrismo, no hayan tomado nota o alberguen extravagantes dictámenes sobre esas contradicciones y entonces de las ventajas que puede sacar el país cuando se las superan. Como bien instruía Cazuza, en este museo de grandes novedades, no hay caso, el tiempo no para.

 

Cazuza: el tiempo no para
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