Hay que admitir que las piruetas discursivas del macrismo, en función de las peripecias de su política económica, son formidables. Ningún observador atento podría dejar de reparar en los grandes cambios ocurridos desde la campaña electoral de 2015 hasta la actualidad.
Desde aquella imagen del Macri desarrollista, corrigiendo defectos del populismo para sentar las bases de un crecimiento mucho más vigoroso e integrado a la economía mundial, hasta la actual obsesión ajustadora del gasto público, sin referencia a ninguna otra dimensión de la economía, hay un mundo de diferencia.
Del fácil combate a la herencia inflacionaria y a la carencia de inversión debida a las distorsiones generadas por el kirchnerismo, a la necesidad de afrontar de una vez por todas las calamidades acumuladas en 70 años de peronismo-populismo, también hay un trecho significativo. Cuanto mayor es el fracaso, mayores parecen ser las ambiciones refundacionales.
A medida que los efectos de la política económica macrista se hacen visibles y se expresan en toda su gravedad, el discurso económico tiende a radicalizarse y volverse más retrógrado. Amar el déficit cero, olvidando el creciente déficit financiero que amenaza con devorar cualquier reducción del déficit convencional, es una innovación macrista que debe ser puesta en la cuenta de los sucesivos devenires de un discurso sistemáticamente manipulador de la opinión pública.
Lo de los 70 años de errores no es moderno. Recoge todos los relatos históricos conservadores, desde la Revolución Libertadora (“Moneda sana o inflación incontenible”), del fundamentalista de negocios Álvaro Alsogaray, motor ideológico del liberalismo argentino tradicional, de los aportes importados de Chicago del Proceso de Reorganización Nacional y de toda la fauna de predicadores neoliberales que desde aquel entonces habitan en los grandes medios argentinos y que vienen educando y colonizando el sentido común de millones de argentinos.
El relato derechista es archiconocido: el Estado es como una familia, no se puede gastar de más, hay que cuidar las monedas. Es un discurso paleolítico, pre-keynesiano, sin sustento científico ni empírico alguno, pero que por lo general sirve para encubrir las políticas de ajuste encaminadas a reducir los ingresos de la mayoría de la población en función de aumentar el gasto público en transferencias al gran capital y al pago de cuantiosos intereses de la deuda externa.
Deuda externa que en muchos casos está en manos de propietarios locales, que encuentran en el andamiaje político y jurídico estructurado por las grandes potencias el adecuado guardaespaldas contra los eventuales sinsabores populistas que les pueda deparar la política local.
En realidad es oportuno elevar la mirada y tomar la charlatanería de los 70 años para comprender que el macrismo no es sino un nuevo episodio de un proyecto de largo plazo, para conectar la economía argentina al mundo de acuerdo a los intereses de una reducida minoría social, estrechamente vinculada a negocios de las multinacionales y el capital financiero global.
Discursos conservadores más sofisticados
En un reportaje realizado en octubre de 2017 (no hace aún un año) por el diario español El País, el historiador económico Pablo Gerchunoff, profesor de la Universidad Torcuato Di Tella, afirmó: “Hay un conflicto muy tenso entre una Argentina que quiere incorporarse a la globalización y un bloque social que no tiene fuerza para proponer un patrón de crecimiento distinto pero sí para impugnar el camino de la modernización. Argentina es eso. ¿Qué pasa cuando una fuerza irresistible se enfrenta con una resistencia incontenible? Es la Argentina del empate conflictivo”.
Entendemos que Gerchunoff, cuando menciona a “una Argentina que quiere incorporarse a la globalización”, se refiere específicamente a las aspiraciones de una franja social de altos ingresos, propietaria de activos y saberes que le permitirían realizar intercambios provechosos (agrícolas, mineros, turísticos, financieros) con el entorno global, pero que se encuentra con las restricciones y limitaciones que implican los intereses del grueso de la población local, que depende y vive del funcionamiento de un mercado interno que requiere de determinadas regulaciones (llamémoslas “no globalizantes”) para poder subsistir y progresar.
Este último “bloque social”, según el historiador, “no tiene fuerza para proponer un patrón de crecimiento distinto, pero sí para impugnar el camino de la modernización”. En este párrafo, globalización y modernización aparecen casi como sinónimos.
Las tres modernizaciones señaladas por el historiador son las del golpe cívico-militar de 1976, experiencia que concluyó en 1983 luego del grave derrumbe económico de 1980, que el régimen no fue capaz de remontar; la experiencia de transformaciones neoliberales del gobierno menemista y de la Alianza, que derivaron en la catástrofe económica y social vivida en 2001-2002; y finalmente la actual gestión en curso de colisión de Cambiemos, iniciada en 2015.
Estos tres experimentos tienen fuertes rasgos en común, lo que no es una casualidad. Se destacan: la conexión financiera inmediata e irrestricta con el mercado mundial; la apertura importadora; las tendencias privatizadoras y limitadoras del papel protector del Estado; las regulaciones a favor del capital concentrado; la legislación anti sindical; la equiparación jurídica entre las multinacionales y las empresas locales; la tendencia a contraer fuertes deudas externas sin conexión alguna con estrategias productivas; la convergencia programática con proyectos extra-nacionales como el Consenso de Washington o los lineamientos universales del FMI; la simpatía geo-estratégica por los Estados Unidos; y la pretensión ideológica de apertura al mundo o integración pasiva a la globalización. El discurso también es compartido: se trataría de modernizar frente a otras tendencias que expresarían la cerrazón, y que dejarían al país al margen de los grandes procesos de transformación productiva y tecnológica mundial.
Pero, ¿en qué sentido podría decirse que todos los elementos comunes de los tres experimentos que Gerchunoff considera modernizadores tienen efectos de modernización real de una economía que fue semi-industrializada, de desarrollo intermedio y de ingresos medios-altos como la Argentina?
Cuando se observa el sentido de los cambios productivos y sociales que ha transitado la sociedad argentina, es difícil encontrar características que avalen la pretensión de modernidad que se atribuyen los experimentos neoliberales. El empobrecimiento de amplias franjas sociales que no vuelven a tener acceso al mercado laboral formal, el retroceso cuantitativo y cualitativo de la actividad industrial, el desfinanciamiento de numerosas actividades estatales vinculadas al desarrollo económico y social, el debilitamiento educativo, académico, científico y tecnológico, no pueden ser considerados elementos modernizadores, sino todo lo contrario. Tampoco el deterioro de las capacidades administrativas y recaudatorias del Estado debido a su desfinanciamiento y desaliento permanente de su burocracia coincide con trayectorias modernizadoras virtuosas.
Pero entonces, ¿qué querría decir modernización en alusión a los experimentos neoliberales? Seguramente, adopción de costumbres y estilos de consumo provenientes del centro; ingreso creciente de capital extranjero –que captura activos locales ya existentes y moderniza parcialmente procesos productivos a partir de la importación completa de técnicas gerenciales y productivas— en algunas actividades de alta rentabilidad; incorporación de tecnologías modernas –nuevamente provenientes del centro— en actividades agro-exportadoras o de servicios para los sectores de ingresos medios-altos.
En el mismo reportaje señaló Gerchunoff: “El kirchnerismo fue, desde el punto de vista económico, una reacción anacrónica frente a una reforma modernizadora fallida, que quebró en diciembre de 2001. Fue un regreso a un pensamiento que puso que en el centro del crecimiento económico estaba la vieja industria. El macrismo es un tercer intento de modernización, un tercer intento de reforma e ingreso pleno a la globalización, que corre el peligro de repetir los errores de los dos intentos anteriores o tendrá la fortuna de no tropezar una vez más con la misma piedra”.
En relación a estas afirmaciones, lo primero que debe aclararse es que el kirchnerismo no fue un movimiento político premeditado, sino el producto de una catástrofe social y económica acontecida a partir del derrumbe de lo que Gerchunoff considera una “reforma modernizadora fallida”. Fallo que no es un tropezón tecnocrático, sino una verdadera pesadilla para las mayorías. Esa reforma fallida, recordemos, consistió en la venta de los principales activos estatales, la apertura financiera para facilitar la fuga de capitales, la extranjerización de una parte significativa de las grandes empresas locales, la partición de las capas medias, el reendeudamiento para sostener un tipo de cambio no competitivo.
El kirchnerismo tuvo en un comienzo un carácter marcadamente reparatorio frente a los graves estragos sociales y productivos generados por la reforma modernizadora fallida, pero posteriormente avanzó en procesos amplios de inclusión social y de fortalecimiento de las capacidades científicas y tecnológicas del país, aunque sin lograr transformar la estructura productiva predominante. Esas características lo emparentan con las modernizaciones históricas exitosas mucho más que los experimentos neoliberales, que siempre reenvían a la sociedad argentina a formas más primitivas del subdesarrollo. Ese despliegue quedó trunco por limitaciones internas del bloque social, pero fundamentalmente por la reaparición de un nuevo experimento neoliberal, cuyo objetivo es ofrecer un territorio llamado Argentina a la fuerza irresistible de la globalización.
La eficacia del debate sobre la Historia
Estos son debates fundamentales que deben ser encarados, sobre qué significa modernización en la periferia en el siglo XXI, y sobre qué políticas económicas fueron y serán más efectivas para generar progreso inclusivo. No son debates meramente teóricos, porque hay que pensarlos en la perspectiva de futuros cambios en las correlaciones de fuerzas sociales que se plasmen en nuevas opciones gubernamentales.
El redespliegue del discurso sobre los 70 años de decadencia provocados por el peronismo –que incluye al desarrollismo, al radicalismo de Illia, y hasta la Revolución Argentina— intenta diluir los efectos catastróficos provocados concretamente por los experimentos neoliberales promovidos posteriormente por un mismo bloque social. Los intereses inconsistentes de ese bloque de poder económico, pero su fortaleza social, son la explicación última de la reiteración de los experimentos neoliberales fracasados.
Es fácil rastrear las raíces históricas del retroceso argentino, de la expansión de la pobreza estructural, de la reprimarización de la estructura económica, del súper endeudamiento externo. Las fuentes, las cifras, las estadísticas están disponibles y permiten salir de la nebulosa de los 70 años. No son un problema metafísico, como no lo son las reiteradas crisis y estallidos económicos.
Sin embargo reaparecen las viejas estafas intelectuales, las simplificaciones groseras, el machacón repiqueteo sobre “lo que todo el mundo sabe”, y que sólo es una sucesión de falsedades históricas renovadas y extendidas a través de las épocas.
La reaparición de la mentira histórica, enunciada por el actual Presidente argentino, responde a la permanencia de un poder social que atraviesa las últimas décadas y que se auto-indulta sistemáticamente, ante la debilidad ideológica y cultural de extensas franjas poblacionales sumidas en el bombardeo discursivo del amplio aparato de dominación de la derecha vernácula.
Triunfo reiterado de la versión ficticia de los conservadores, en la medida que puede volver a atrapar a millones de incautos, y al mismo tiempo fracaso reiterado de las políticas económicas neoliberales para consolidarse y encontrar un curso socialmente viable.
Debilidad política y cultural del campo nacional y popular, que a pesar de haber realizado las experiencias económicas más positivas para el país y la sociedad, no ha logrado aún transformar esos logros en fuertes mayorías sociales que sostengan con convicción y determinación su proyección y profundización en el tiempo.
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