Hippies eran los de antes, los de amor y paz, el flower power, Lucy en el cielo con diamantes, Dylan, sobrevivir de artesanías, no a la guerra, cogollos y ácido, amor libre, todo mezclado en un proyecto de liberación de las ataduras conservadoras, pacatas. Como los punks de los '70 con Sid Vicious, gargajos, alfileres de gancho, sustancias químicas, guitarras raspadas, crestas y cara de culo. Cada momento tiene su contra, más o menos inorgánica, decorada por su propia estética, cantada por sus propias letras, sacudida por sus propios ritmos. También a veces aparece una suerte de tierra de nadie, efecto de ese pozo negro y profundo que producen las dictaduras. Durante el post-franquismo, mediados de los '70 comienzos de los '80, en España fueron los “pasotas” a los que todo les importaba un bledo, carentes de energías hasta para hacer masa, lúmpenes predatorios de la mamá y el papá; mezcla de la resaca de hippies y punks, diluida en castrense paz de los sepulcros y edulcorada en ocio pequeñoburgués. Tal vez fuera injusto poner en la serie a los tardíos milennials locales.
De un modo u otro siempre queda un resto que llega tarde a alguna oleada contestataria, intenta no perder nunca nada, deja una pata en cada bote, hasta caer de traste al agua, elegir por uno de los botes, sentarse en el muelle hasta que alguien baje del cielo y le diga, posta, qué hacer. O calzarse la mochila, guitarra al hombro, romper el chanchito (propio y/o parental) y que el zarpe se convierta en viaje, si iniciático, mejor. Por esta variante parece perfilarse No te Duermas en el Parque, narración lindera al diario íntimo, más próxima a la transcripción literal de una libreta de viajes que a la novela convencional. En consecuencia dotada de una serena modestia respecto al lenguaje que depone toda ambición de literatura. Tal privilegio del suceso individual sobre la escritura —aun sobre alguna trama, metáfora o hilo conductor—, parece provenir de la incursión de Manuel Méndez (Buenos Aires, 1976), el autor, por la cinematografía, convirtiendo cada frase en fotograma, de principio a fin: “Se nubla. Observo los árboles, la falta de cerezas les ha quitado glamour. Meto la ropa sucia en bolsas de supermercado. Recuesto mi cabeza en la mochila. Mi cabeza proyecta las imágenes de un videoclip nostálgico de Canadá. El perro que habíamos adoptado con Genevieve murió hace una semana. Cuando lo fui a ver ya lo habían enterrado…”, y así sucesivamente, durante casi doscientas páginas.
Sin variar el tono, el protagonista relata su cotidianeidad al transitar desde Paris a Lisboa, el paso por los pueblos españoles, Barcelona, de repente llega a México, el DF, la ribera maya hasta Cuernavaca, un sorpresivo salto al Canadá anglófono y the end. Poblados, personas y grandes ciudades no se diferencian demasiado unas de otras pues tampoco suceden hechos relevantes y menos, diferentes. Porque cada uno de los aleatorios seres y destinos prácticamente carece de historia e identidad, nunca pasó nada antes del arribo del personaje y nada sucederá después de su partida. Los eventuales cofrades viajeros —ni aventureros, ni turistas, ni siquiera curiosos— se limitan a la ingesta de las bebidas alcohólicas disponibles y a las sustancias psicotrópicas ídem. Las mujeres hacen lo propio mientras transcurren su condición de muñecas cogestibles. Sin alcanzar la descripción o la cadencia de un relato encadenado de alguna manera, No te Duermas en el Parque celebra desde el título su moraleja más poderosa, equiparable a lo que puede considerarse como la más profunda reflexión metafísica de todo el texto: “Spaghetti frío no compensa”.
Experto en el habla popular de cada región visitada por su personaje, Manuel Méndez nunca escatima detalles costumbristas, del estilo de lo que ha permitido que a los ciudadanos argentinos se los llame argies por los súbditos del Reino Unido de la Gran Bretaña y alrededores, hasta el golfo de Tonkín por un lado y la isla de Borneo por el otro. “Al llegar a los treinta dólares me retiro —nunca me toma más de dos horas—. Con eso ya tengo para el día sin tener que tocar los débiles ahorros. Mientras las arcas no bajen me tengo permitida la vagancia”, refiere el protagonista de su relación con el trabajo. Así, la conciencia de sus posibilidades y limitaciones: “El miedo arrastra a algunos a convertirse en parásitos, a vivir cuidando un empate, buscando la comodidad, evitando las reflexiones peligrosas”. O su insaciable fervor por la cultura: “En una callecita hay una tienda de libros donde me siento en un rincón a leer. Uno de los vendedores ya me advirtió que no puedo hacerlo si luego no compro. Ser argentino no me juega a favor. Una vez no me dejaron entrar a un museo en Luxemburgo con un carnet falso de periodista…”. El texto estimula la imaginación del lector cuando se percata que la mentada tienda de libros se trata de una librería. Se aprende, asimismo, del don de la oportunidad: “El otro día conseguí algo de dinero. En el depósito de un supermercado vi unas cajas con pilas. Sólo se veía a un conductor dormido sobre el volante de su camión a veinte metros. Entré a la bodega, metí lo que me entró en la mochila”. Momentos en que se instala en contexto que los personajes distan de ser chicos desarrapados en la línea de pobreza: “¿Tienes deudas? Yo debo cuatro mil dólares. —¿A tu familia? —Ojalá, ni me preocuparía en devolverlo”.
Consustanciado con una cultura tan internacional como ecléctica, el protagonista —al que la crítica banal suele adjudicar el alter ego del autor— afirma hablar cinco idiomas y en distintos pasajes refiere, sin citarlos, a Burroughs, Rousseau, Cortázar, Galeano, Castaneda, Hemingway y Bryce Echenique — a quien sí cita. Así como el referido párrafo a la muerte del can de Genevieve surge como uno de los picos más altos de emotividad, la transcripción de un pasaje de Alfredo Bryce Echenique (Lima, 1939) resulta el momento en que No te Duermas en el Parque más se aproxima a la literatura.
FICHA TÉCNICA
No te Duermas en el Parque
Manuel Méndez
México, 2018
193 págs.
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