Buenos Aires, la ciudad de los niños

La ciudad macrista es como el discurso macrista: psicotizante

 

Cuando se trata de echar mano a eso que antes llamaban “la caja”, no hay kirchnerismo más duro que el macrista a la hora de ponerle plata a la ciudad de Buenos Aires. Cómo se usa ese dinero es otra discusión. A la hora de ponerla, de retacearla o de hablar de políticas para la ciudad, el discurso macrista se subsume y mimetiza con su estética urbana: colorido y tierno, todo es sonrisas y diálogo, entre vecino bien llevado y vecino macanudo. Alegría y conciliación por fuera de la política es lo que pretende ofertar la ciudad macrista, a golpe de abundante recurso metido en obras que son más de embellecimiento —lo cual no está mal, luego será cuestión de gustos— que de infraestructura. Mucho recurso. Durante el último año de la Convertibilidad, el presupuesto fue de unos 3.000 millones de pesos/ dólares. En 2017 fue de $ 178.223 millones de pesos, un 26,7% más respecto del año 2016. El que acaba de aprobarse para 2018 es de 222.383 millones. Los números fueron previstos sobre supuestos que ya comienzan a fallar, como una tasa de inflación del 12%, que el gobierno ya anunció que no cumplirá. Los poderosos presupuestos porteños se sustentan también en tarifazos: el ABL en 2018 tendrá un aumento promedio del 20%; el subte volverá a subir.

Cuando intentó dar su batallita electoral contra Horacio Rodríguez Larreta, el hoy diputado Martín Lousteau dijo que la ciudad tiene el presupuesto más alto de su historia. Es cierto, es el mayor desde 1995 y se triplicó en términos reales, si bien los presupuestos provinciales, al menos en los años ominosos del kirchnerismo, tendieron a la suba en todas partes. La ciudad del “Bienvenidos” y las miradas cariñosas entre funcionarios y vecinos recaudó mucho más que las gestiones precedentes mediante incrementos tarifarios que otros no quisieron / no pudieron decretar: peajes, un primer aumento del subte que fue mucho más alto que el del colectivo, sucesivas subas del ABL. Ya para fines de 2012, el entonces auditor general de la ciudad, Eduardo Epszteyn, con informes elaborados por equipos del FpV, afirmaba que los porteños pagaban un mil por ciento más que en 2007.

Buenos Aires ingresa e invierte en cosas bonitas, agradables: en las plantas que cuelgan de macetas adosadas a las paradas del Metrobus, en murales de viaductos que pelean contra los más ofensivos grafitis, en colorear puentes sobre la General Paz o el Riachuelo, en teñir todo de amarillo. Esto último fue en los primeros años de gestión, un poco al estilo en que el general Antonio Domingo Bussi, en Tucumán, hacía pintar de celeste y blanco los tanques de agua y los cordones de las veredas. Como sucedió con Bussi, en la ciudad de la alegría —la de los carámbanos naives en los paredones de los viaductos—, también la gestión macrista echó y echa a palazos de las calles a vagos y mendigos. En el Principio fue a través de la UCEP, sólo que no los envió a Catamarca como hizo aquel general, ni del otro lado de la General Paz como hizo el intendente desalojador de villas Osvaldo Cacciatore. (Un referente confeso de Mauricio Macri, antes del coaching. Cuando todavía proclamaba “Hay que meter presos a los cartoneros, se roban la basura”).

 

El tiempo del firulete

La ciudad macrista tiene una cabecita loca, un poco perversona. Es como el macrismo, muy amable, pero puede ser muy malita. El gobierno porteño la viene construyendo a su medida: no sólo por los beneficios que pueden recibir las constructoras amigas, sino por algo más visible en esa ciudad que intenta exhibir pura alegría tirando a joda, optimismo, burbujas, fiesta y recitales de Violetta.

La ciudad de la cultura macrista es una muestra permanente de dibujitos y firuletes infantiles sobre superficies de cemento, que no se parecen en nada a las obras de Kandinsky o de Miró. En la ciudad macrista —entendida como un set de TV— se multiplican las estatuas o muñecos dedicados a Porceles y Olmedos. (Al fin y al cabo es también la ciudad de Susana, La Ciudadana Ilustre.) Los sillones en las veredas parecen sofás o colchones mullidos, pero son de hierro y concreto. El lenguaje es omnifriendly como el de Facebook y las publicidades. Los afiches electorales son puro afecto, palmada paternal en el hombro y sonrisas a granel, el equivalente comunicacional del soma de Huxley en Un mundo feliz.

En los barrios más acomodados, a cada metro cuadrado y cada plaza se los adorna con esmero de maestra. En ciertas conexiones del subte hay instalaciones que parecen kindergartens. Es una ciudad aniñada, al menos en la superficie. Buenos Aires va a estar buena pero no va a estar, ni ser, tanguera. Si la viera un muchacho con gomina de los de antes, diría esgunfiado que es una ciudad afrancesada; no por París, sino en eñl sentido de las viejas jergas porteñas que se usaban A.T. (Antes de Telerman.)

Cuando las cosas no suceden amables con la ciudad o con la gestión, es por lamentables errores. Sonrisa, disculpas, todo buena onda. Tampoco es que los grandes medios no sean comprensivos. En enero de 2016 los gobiernos nacional y porteño atribuyeron a un “error” el decreto 194 mediante el cual la ciudad iba a beneficiarse con un aumento del 168% en los ingresos por coparticipación (del 1,40 al 3,7%), proporción que según el Instituto Argentino de Análisis Fiscal equivalía a más de 9.000 millones de pesos de entonces. Aquella vez sí —en el presente no— once gobernadores y dos vicegobernadores salieron en formación para encarar a Marcos Peña y Rogelio Frigerio. Pero antes de eso el macrismo se excusó diciendo que el dinero era para solventar el traspaso de la Policía Federal. Si era así lo hacía de una manera curiosa. Porque el cambio en la pauta de la coparticipación derivaba en piloto automático fondos del Fonavi y de ese diabólico invento kirchnerista que se llamó Fondo Federal Solidario, o fondo sojero, en dirección a una ciudad donde no suele darse bien esa oleaginosa.

 

La bendita herencia

El 3 de octubre de 2001, en (casi) lo peor de la crisis, el diario La Nación informaba: “El próximo presupuesto porteño se verá reducido en 30.600.000 pesos respecto del actual. De los 3.342,6 millones de pesos aprobados por la Legislatura, la Ciudad reducirá sus gastos e inversiones hasta los $3.312 millones, sin bajar las partidas para Salud, Educación y Promoción Social”. La gestión de Aníbal Ibarra —Buenos Aires fue el único distrito que no emitió cuasimonedas— dedicó los recursos a políticas de contención social. Con la recuperación económica del kirchnerismo y los primeros aromas de asadito de obra, aquel gobierno pudo emprender al fin obras ambiciosas como la construcción de la línea H de subtes. (Hacían 40 años que no se iniciaba una línea nueva). La gestión macrista a escala local heredó esa obra, la prosperidad kirchnerista traducida en mucha mayor recaudación y la ingeniería financiera resuelta para las obras del arroyo Maldonado. Hasta hoy el gobierno porteño elige, algo lento, continuar la línea H y demorar la extensión de la E, acaso porque esa fue una iniciativa que corrió a cargo del gobierno nacional anterior.

Tras sucesivas demoras, se espera que la inauguración de las estaciones Correo Central, Catalinas y Retiro se concrete en algún momento de 2019. Si uno pasa por Retiro o el CCK, las obras se muestran paralizadas. Hay otras dos iniciativas interesantes en las obras públicas oficiales: la construcción de viaductos donde existían o existen pasos a nivel y el Paseo del Bajo, ya iniciado, que conectará con mayor fluidez el norte y sur de la ciudad en una zona de enorme visibilidad: entre las espaldas de la Casa Rosada y Puerto Madero.

Si Ibarra tuvo que contar cada moneda en lo peor de la crisis, Jorge Telerman fue el primero en emitir deuda (más de 660 millones) en un presupuesto 2007 con déficit que ya ascendía a 9.874 millones de pesos. El dólar promediaba los tres mangos. En sus primeros pleitos electorales con Ibarra, Macri se cansó de hablar del gasto oficial en publicidad o de poner el acento en asuntos tan irrelevantes como el costo que implicaba la señal televisiva de la ciudad. Nunca una gestión invirtió tanto en propaganda como la de Macri-Rodríguez Larreta. Esto incluye —según demostró el especialista en comunicación Martín Becerra— una política “a la kirchnerista” en el manejo de la pauta, sólo que al revés: beneficiando al grupo Clarín y otros medios importantes.

Pero a la gestión macrista no le alcanza ni con la publicidad, ni con la red estatal cerrada de las pantallas del subte que llega a millones todos los días, ni con el manejo de la pauta. Con el macrismo, toda la ciudad se metamorfoseó en un gigantesco complejo comunicacional a favor de sí mismo. Al principio todo fue amarillo: desde la cartelería publicitaria o de obra a las sombrillas de las “playas”; de los chapones que entornan las obras del subte H a los uniformes de los obreros.

Las olvidadas zapatillas populistas firmadas por Carlos Ruckauf son un poroto al lado de semejante despliegue. La revolución de la alegría se extiende más allá. Aparece en el abrazo del afiche electoral, en los dientes sonrientes de las gigantografías, en la idea del “te cuidamos”, la de la cercanía, la buena onda. Siempre con esa cosa algo nerd y adolescentona, como de Macri cantando temas de Queen. Como esa campaña de afiches que decían Vení a morfar (imagen de gordito alegre zampándose una hamburguesa), Vení a matear, a chusmear, a gambetear, a fotear. Todo haciendo juego —o mejor, sinergia— con los tuits de Macri del tipo “Me comí medio kilo de turrón” (saludo presidencial navideño) o “Gracias Gladys por recibirme en tu casa”. Lo importante es el optimismo, “yo creo en ustedes”, que la ciudad se convierta en la utopía de Alejandro Rozitchner: un ancho taller de entusiasmo.

Si hay especulación inmobiliaria, si se recortan gastos en programas sociales, culturales o educativos, si las villas esperan ser ciudad, si se multiplican los sin techo, si se incendia La Boca, ante todo eso: la sonrisa o el “estamos trabajando en eso”. Si se persigue a cartoneros, trapitos o manteros, bueno, tampoco se puede bancar la joda en el espacio público, que es nuestro (blanco). Si se ponen bravas la nueva policía o la vieja, se las banca. Los uniformes nuevos, los policías disfrazados de Robocop, la parafernalia represiva flamante, el gas pimienta a diez centímetros de la cara o el palazo, todo eso también es despliegue comunicacional, entre el te cuido y el te fajo.

La ciudad macrista es como el discurso macrista: psicotizante. Pueden perfectamente cagarte a palazos de a varios policías contra un mural lleno de florcitas. Puede que la ciudad se llene de nuevos pobres, de fuego o de humo de gases lacrimógenos y que el Presidente diga, aun así: “La Argentina vive un clima de paz”.

 

Eduardo Blaustein es periodista y escritor

 

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