Giovanni Battista Cybo nació en 1435. Así como lo escribo, su nombre no dice nada. Codicioso, enfermizo y supersticioso, resultó elegido Papa en agosto de 1484, adoptando el nombre de Inocencio VIII. Su gestión al frente del papado fue similar a otras de esos días, ni más libertina e inmoral que otras. Ni tampoco menos.
La Historia lo recuerda por dictar en diciembre de 1484 la Bula Summis desiderantes affectibus, que legitimó la mas brutal cacería de brujas del mundo occidental. La historia de tormentos y hogueras asoló tanto la Europa de esos días como la América recién descubierta. Ellos trajeron la Inquisición y, como venganza poética, los americanos les entregamos la sífilis.
Inocencio VIII murió en 1492, el mismo año en que Colón desembarcó en América. Los manuales de Historia le asignan el valor mágico de fin de la Edad Media y principio de la Edad Moderna. Las leyendas cuentan que Inocencio habría apoyado la campaña de Cristóbal Colón y que, incluso, el enfermizo Papa habría sido el verdadero padre de Cristóbal. Su tumba lleva grabada una enigmática inscripción: “Suya es la gloria del descubrimiento del nuevo mundo”, que en parte ha dado pie a la leyenda.
Saliendo del terreno de lo incomprobable, al dictar la bula Summis desiderantes affectibus Inocencia VIII desató uno de los procesos mas sádicos de la historia. Y tal vez no se dio cuenta.
La Inquisición no nació con Inocencio VIII sino mucho antes, en 1184, como institución destinada a perseguir las doctrinas que la Iglesia Católica consideraba heréticas. En esas épocas, Iglesia, poder terrenal y fe eran estructuras que sostenían el entramado de una sociedad sacudida por el nuevo mundo devenido de la separación del Imperio Romano, que había funcionado como gran ordenador del mundo antiguo. Put the blame on Dioclesiano, cantaría Rita Hayworth.
El concepto de herejía había sido definido mucho antes por el concilio de Nicea, allá por el año 325, como toda creencia que pusiese en duda o rebatiese los dogmas de la Iglesia. Porque claro, a los frágiles consensos había que defenderlos también desde la fe. Las prácticas heréticas se sancionaban con la excomunión y en algunos casos con prácticas un tanto más definitivas en términos de la vida terrenal del hereje.
Fe y Poder terrenal eran las caras de un mismo sistema de ordenación de la sociedad medieval. Defender la fe era defender al poder terrenal, no muy distinto al de estos días, pero sin agua potable ni antibióticos. Nuestra fe, hija de la Modernidad, son las Leyes.
La mera creencia en brujas y esas yerbas era considerada en sí misma una herejía, porque el dogma de la Iglesia así lo establecía desde el 906 aproximadamente, en el Canon Episcopi.
Inocencio VIII cambió ese criterio. La bula Summis desiderantes affectibus reconoció la existencia de la brujas. Y declaró necesario combatirlas. En base a dicha bula y tomándola como norma legitimadora, dos monjes dominicos —Heinrich Kramer y Jacob Sprenger— escribieron uno de los libros mas crueles de la historia occidental, el Malleus Maleficarum —El Martillo de las Brujas—, libro que fue durante años manual de consulta obligada de todo buen torturador. Gutenberg había inventado la imprenta en 1453, su primer impresión fue una Biblia. El Malleus Maleficarum fue uno de los libros más impresos. Cielo e infierno. El poder de las palabras.
Dice la Bula con la que comienza el Malleus Maleficarum: “Nos anhelamos con la más profunda ansiedad, tal como lo requiere Nuestro apostolado, que la Fe Católica crezca y florezca por doquier, en especial en este Nuestro día, y que toda depravación herética sea alejada de los límites y las fronteras de los fieles, y con gran dicha proclamamos y aun restablecemos los medios y métodos particulares por cuyo intermedio Nuestro piadoso deseo pueda obtener su efecto esperado, puesto que cuando todos los errores hayan sido desarraigados por Nuestra diligente obra, ayudada por la azada de un providente agricultor, el celo por nuestra Santa Fe y su regular observancia quedarán impresos con más fuerza en los corazones de los fieles”. Concluye con un pedido al Obispo de Estrasburgo, lugar al cual Inocencio VIII envió a los autores del libro, diciendo: “Hermano el Obispo de Estrasburgo que por sí mismo anuncie o por medio de otros haga anunciar el contenido de Nuestra Bula, que publicará con solemnidad cuando y siempre lo considere necesario, o cuando ambos Inquisidores o uno de ellos le pidan que lo haga. También procurará que en obediencia a Nuestro mandato no se los moleste ni obstaculice por autoridad ninguna, sino que amenazará a todos los que intenten molestar o atemorizar a los Inquisidores, a todos los que se les opongan, a esos los rebeldes, cualesquiera fuere su rango, fortuna, posición, preeminencia, dignidad o condición, o cualesquiera sean los privilegios de exención que puedan reclamar, con la excomunión, la suspensión, la interdicción y penalidades, censuras y castigos aun más terribles, como a él le pluguiere, y sin derecho alguno a apelación, y que según su deseo puede por Nuestra autoridad acentuar y renovar estas penalidades tan a menudo como lo encontrare conveniente, y llamar en su ayuda, si así lo deseare, al brazo Secular”.
Leyeron hasta acá, ahora quiero proponerles que me sigan en una especie de juego. Yo cambié algunas palabras de la Bula. El resultado fue este: “Nos anhelamos con la más profunda ansiedad, tal como lo requiere Nuestro apostolado, que LA JUSTICIA crezca y florezca por doquier, en especial en este Nuestro día, y que toda depravación DE LA CORRUPCIÓN sea alejada de los límites y las fronteras de los HOMBRES HONESTOS, y con gran dicha proclamamos y aun restablecemos los medios y métodos particulares por cuyo intermedio Nuestro JUSTICIERO deseo pueda obtener su efecto esperado, puesto que cuando todos los errores hayan sido desarraigados por Nuestra diligente obra, ayudada por la azada de un providente PODER JUDICIAL el celo por nuestra LEY y su regular observancia quedarán impresos con más fuerza en los corazones de los HONESTOS”.
“Hermano PRESIDENTE DE LA CORTE SUPREMA que por si mismo anuncie o por medio de otros haga anunciar el contenido de Nuestra LEY, que publicará con solemnidad cuando y siempre lo considere necesario, o cuando LOS JUECES DE COMODORO PY o uno de ellos le pidan que lo haga. También procurará que en obediencia a Nuestro mandato no se los moleste ni obstaculice por autoridad ninguna, sino que amenazará a todos los que intenten molestar o atemorizar a los JUECES a todos los que se les opongan, a esos los rebeldes, cualesquiera fuere su rango, fortuna, posición, preeminencia, dignidad o condición, o cualesquiera sean los privilegios de exención que puedan reclamar, con la excomunión, la suspensión, la interdicción y penalidades, censuras y castigos aun más terribles, como a él le pluguiere, y sin derecho alguno a apelación, y que según su deseo puede por Nuestra autoridad acentuar y renovar estas penalidades, tan a menudo como lo encontrare conveniente, y llamar en su ayuda, si así lo deseare, al brazo Secular.”
Tremendo, ¿no? El poder de las palabras. Tengo buenas y malas noticias. La buena es que nadie ha escrito –aún— la bula en estos términos. La mala es que no hace falta bula papal en estos días.
La Argentina se encuentra sumergida en un proceso inquisidor. No voy a defender a nadie. Solo voy a señalar que no hay Justicia posible si permanecemos indiferentes ante “penalidades, censuras y castigos aun más terribles… y sin derecho alguno a apelación, y que según su deseo puede por Nuestra autoridad acentuar y renovar estas penalidades”.
Enviar a prisión a personas sobre las cuales la Constitución Nacional establece la presunción de inocencia, sin sentencia que los condene, con el único objeto de quebrarlos y obtener arrepentimientos fruto del espanto y no de la verdad, con testimonios que se contradicen entre sí, es una forma medieval de entender cualquier proceso judicial y —reitero— no es Justicia. No se acerca ni un poquito a la Justicia. Y está mal.
Soy consciente de que el rating no deja de subir con el tema de los cuadernos, pero el Poder Judicial no es ni debe ser jamás una exitosa productora de TV. Debe impartir justicia. Ni más. Ni menos. Y no lo está haciendo.
Vi con algo parecido al espanto un programa de TV donde exhibían con sorna y descaro las condiciones precarias y sórdidas de detención de personas. Para someterlas a una tortura sin huellas físicas, que las quiebre y las haga confesar cualquier cosa con tal de salir de ahí.
La prueba no es una cuestión de fe, ni de estadísticas, ni de estudios de opinión. Es una cuestión real, concreta y legal. Que debe existir en el mundo de la realidad, no en el imaginario de una sociedad bombardeada por imágenes en loop transmitidas por el cíclope de cristal. Y que debe existir en el proceso y ser legalmente incorporada al juicio. La íntima convicción del juez, el odio, la ambición o la necedad irreductible de los funcionarios judiciales no es prueba. Tampoco lo es la transmisión de las imágenes de los arrepentidos entrando y saliendo de Comodoro Py o de los penales de Marcos Paz o de Ezeiza.
Si te arrepentís te vas libre, si no, seguís adentro. Eso es lisa y llana extorsión. Y déjenme contarles en qué tipo de procesos el arrepentido era habitual. Si, los de la Santa Inquisición donde el arrepentido podía liberarse de los tormentos y de la muerte manifestando su arrepentimiento y mejor aun dando el nombre de otros herejes o brujas según fuese el caso. Aunque los mencionados no fuesen herejes o brujas. Ese era para la Inquisición un detalle menor. Los sometía a torturas. Algunos también se arrepentían y así había siempre carne humana fresca y doliente para alimentar las hogueras de miedo y disciplinamiento social. Que aún arden de formas menos visibles.
Voy a señalar algo. La ley del arrepentido establece en su artículo 15 que “el órgano judicial no podrá dictar sentencia condenatoria fundada únicamente en las manifestaciones efectuadas por el imputado arrepentido. Para la asignación de responsabilidad penal sobre la base de estos elementos, el órgano judicial deberá indicar de manera precisa y fundada la correlación existente entre esas manifestaciones y las restantes pruebas en que se sustenta la condena. La materialidad de un hecho delictivo no podrá probarse únicamente sobre la base de esas manifestaciones”.
Léase, no alcanza con arrepentidos más o menos delirantes o veraces. No alcanza con fotocopias de cuadernos que al final fueron ceniza. No alcanza eso para condenar… ¿Cómo puede alcanzar para enviar a prisión preventiva a cualquiera? Es la pena antes de la pena. Es la humillación selectiva. Es cruel. E ilegal. Y está prohibido por la Constitución. Mal que les pese. Peor que lo ignoren.
En el mismo programa donde le mostraban con morbo al Raúl que miraba desde el monoambiente el lugar de humillación de los millonarios, saciando así el odio de clases, ya que no pueden saciar el hambre. Luego del absurdo debate sin debate, hicieron una entrevista a un personaje que supo ser cómico. Ya no lo es. Que con todo desparpajo cuestionó la identidad de los nietos recuperados. Empezando por el nieto de Estela de Carlotto. El conductor sorprendido atinó, unos minutos después, a contradecir lo dicho por el personaje lamentable. Fue un momento de racionalidad histórica. En un programa que no había sido racional. De un país que no está siendo racional.
Porque eso pasa cuando desatás el odio. Y cuando todo vale. Incluso lo que no vale para nuestras leyes. Ni para nuestra Constitución. Los límites del contrato social formado por las leyes y la historia se rompen. Y cuando se rompen, ahí sí nacen demonios horribles. En el siglo XX nacían dictaduras y aberraciones. Desconozco qué está naciendo ahora, pero dudo que sea más humano o mejor que las dictaduras de antaño. Aun cuando lo naciente tenga mejor prensa. O solo tenga prensa.
Nuestro Preámbulo invoca a “Dios, fuente de toda razón y justicia”. Lo que estamos permitiendo como sociedad está tan lejos de la Razón como puede ser posible estarlo. Y tal vez más lejos aun de lo que puedo poner en palabras. Y de Dios no tiene nada. Como no lo tenía la Inquisición. Aunque invocaba su nombre y sus fines. Aquí no hay Justicia. Aun cuando la invoquen o digan actuar en su nombre. Solo hay Barbarie. Aunque la disimulen.
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