El largo viaje nocturno hacia el día

¿Cuál es la distancia que separa lo legal de lo justo?

 

Mis ojos se prendaron del texto antes de leerlo, por amor a la tipografía de las máquinas de escribir. Esos trazos redondos, contundentes, que respondían a la presión del toque como las teclas del piano y se imprimían sobre el papel con una detonación. Del rat-tat-tat del tipeo a la idea del violento oficio de escribir no había más que un paso. (El primer amor fue la Remington Rand de mi abuelo, un bloque oscuro y monolítico que expresaba la única tecnología con la cual me entendí en mi vida.) Pero entonces mis ojos retomaron su tarea y se concentraron en el papel amarilleado por el tiempo. Y a primera lectura, aquellas breves frases —escritas en una Lexikon, presumo— se me quedaron grabadas.

Al pie del texto la información era mínima. Estaba el nombre del autor (Gregorio Nachman, se llamaba; un nombre vagamente familiar), la fecha de su escritura —1949— y a continuación venía el dato escalofriante: A los 19 años, decía. Me sentí deslumbrado. ¿Cómo era posible que un chico de 19 años tuviese una lucidez semejante? Comparto el texto, para que entiendan de qué hablo.

Hay una noche entre lo legal y lo justo.

La injusticia se basa siempre en lo legal.

Lo justo es lo pobre, lo simple, lo desnudo, lo limpio, lo sano, lo molesto, lo indivisible, lo primitivo.

La ley es la defensa de la injusticia opulenta.

Lo justo no necesita defensa.

La ley puede interpretarse de varias maneras de acuerdo a la injusticia que se quiera justificar.

Lo justo no tiene discusión.

Eso era todo, y era tanto. Siete líneas escritas por un adolescente idealista. (A los 19 todavía se califica para la liga de teenagers.)

La noticia de que Nachman había desaparecido en el '76, a los 46 años, no me sorprendió. Quiero decir: hay un lugar del alma donde nunca dejará de espantarme que, en tiempos contemporáneos, el poder haya decidido lidiar con lo que consideraba un problema aniquilando gente a mansalva y, entre ella, a muchxs cuya peligrosidad pasaba por la consagración al arte. Nachman era actor y director, uno de los pioneros de la escena teatral de Mar del Plata. (Una de las salas del Complejo Auditorium lleva hoy su nombre.) Y no usó su talento para otra cosa que no fuese cuestionar la condición humana desde los escenarios. Tronchale esa vocación y el arte deja de serlo para limitarse a ser puro boludeo, entretenimiento a secas.

Pero al mismo tiempo entendí. Aun en su brutalidad de toro de lidia —una bestia con el lomo erizado de banderillas, a la que se coacciona y empuja para que embista aquello que se le pone por delante—, los milicos habían comprendido que Nachman los desnudaba, ya que había pescado algo esencial. Una idea que no debía ser expresada ni difundida, a riesgo de dejarlos expuestos en su monstruosidad.

Tenía 19 años, nomás, cuando entendió que una cosa era la justicia y otra muy distinta la maquinaria legal sin la cual la dictadura no habría tenido sustento.

 

Gregorio Nachman: 1930-1976.

 

Everybody knows

Yo no soy abogado. Sólo puedo ver el fenómeno de la ley desde el prisma del Nachman adolescente: como un ciudadano más, inquieto ante la conciencia de que el dispositivo que rige su convivencia en sociedad dista de ser, si es que lo fue alguna vez, confiable. Tal vez si fuese rico, o formase parte de la corporación que maneja las perillas del artilugio, lo miraría con cariño. Pero no es el caso.

Demos por buena —aunque más no sea para no llevar la discusión aún más lejos— la aseveración de que necesitamos un código que ponga reglas a nuestra interacción. Somos criaturas complicadas, para decirlo con recato. No existe norma o convención que no nos veamos tentados de transgredir, aunque más no sea como reflejo de una naturaleza traicionera. Pero el hecho de que las leyes vengan perfeccionándose desde hace siglos sugiere la actuación de un saber, de un impulso refinador; aun así, aquel que se haya tomado el trabajo de observar cómo se practica la Justicia recordará el inquietante pensamiento de Hobbes: "No es la sabiduría, sino la Autoridad la que hace las leyes".

La idea puede tener su mérito. Es la concreción lo que la afea.

"La ley no es la justicia. Es un mecanismo muy imperfecto", decía Raymond Chandler, el escritor que creó a Philip Marlowe, un detective que no dudaba en cagarse en el Código Penal. "Si apretás exactamente los botones adecuados y además tenés suerte, la justicia puede formar parte de la respuesta". Pero, ¿qué decir en situaciones como el presente argentino, que prueba a diario que el mecanismo está siendo reprogramado sin que se informe de las nuevas funciones? No pasa semana sin que vea a abogadxs probxs y capaces apretando el botón que hasta hace no mucho era el correcto, pero obteniendo z a pesar de haber tipeado d. En términos generales la letra de las leyes no cambió, lo que a todas luces se modificó es su interpretación. Hasta no hace mucho, no se podría haber hecho con Milagro Sala lo que perpetraron —y perpetran— los jueces jujeños. Hasta no hace mucho no se habría mandado presa a una persona con sentencia que aún no está firme, pero miren lo que le pasó a Boudou. Como dice Graciana Peñafort: más que Poder Judicial, a esta altura son un Poder (Per)Judicial.

En el contexto democrático moderno, el sistema legal estaba llamado a ser el gran nivelador, aquello que equiparase los derechos del humilde y del poderoso. "Una elite a la que se le permita operar sin límites —ya sean los límites que impone la ley o el miedo a las respuestas de parte de aquellos dañados por su comportamiento— será una elite que saquée, degrade y haga trampas a voluntad, actuando constantemente para fortificar su propio poder", escribió el periodista Glenn Greenwald.

Pero, ¿qué ocurre cuando la ley no impone límites efectivos al poder de estas elites? Entonces se verifica la ironía del aforismo de Anatole France: "La ley, en su majestuosa ecuanimidad, le prohibe tanto al rico como al pobre dormir debajo de puentes, pedir dinero en la calle y robar pan". Es por eso que la sensación de que la ley funciona como ruleta trucada se expande por las capas medias y bajas de la sociedad, contribuyendo al descrédito del sistema todo. Leonard Cohen lo expresaba en su canción Everybody Knows: "Todo el mundo sabe que los dados están cargados... / Todo el mundo sabe que la pelea estaba arreglada / el pobre se queda pobre y el rico se enriquece / así son las cosas".

Y aun así, le otorgamos al Poder (Per)Judicial el beneficio de la duda. A eso se refería George Orwell en su texto Por qué escribo (1946): "No es que alguien imagine que la ley es justa. Todo el mundo sabe que hay una ley para los ricos y otra para los pobres. Pero nadie acepta las implicancias que se derivarían de esto, todos dan por sentado que la ley, tal como se la conoce, será respetada, y expresan ultraje cuando no lo es. Frases como No pueden arrestarme porque no hice nada malo o No pueden hacer semejante la cosa porque iría en contra de la ley son parte de la atmósfera... En el fondo de su corazón, todos creen que la ley puede ser, debe ser y en último término será administrada imparcialmente".

Pero no es así. Eso no ocurre. Y el problema deviene crisis cuando se descorre la cortina y el gran Mago de Oz queda expuesto como un chapucero; cuando el rayo del sol ilumina el costado arbitrario de la administración de la ley. Para ponerlo en los términos que desarrollaba Greenwald: ¿qué ocurre cuando las elites de la que se hablaba —esas bandas que, sabiéndose por encima de todo control, saquean, degradan, trampean y trabajan tan sólo para acrecentar su propio poder— no son ya solo las de los ricos, sino también la que conforma el Poder (Per)Judicial?

 

 

 

La Doctrina Laura Alonso

Hay un costado ingenuo, y por eso enternecedor, en el texto del joven Nachman: aquel que opone la artificialidad de la ley a la bondad intrínseca de lo que sería el orden natural. Nachman idealiza lo simple como expresión de un ecosistema que habría nacido perfecto, y por ende no necesitaría explicación. Yo creo, más bien, que aquellos principios universales que asimilamos a derechos son una construcción, un entramado de ideas que rumiamos durante siglos y adoptamos a conciencia; algo muy similar a nuestra mejor versión, la vara alta a que aspiramos llegar. Como dijo una amiga: todos aquellos pensadores bienintencionados —Locke, Kant, otra vez Hobbes— que trataron de encontrar las raíces de ese derecho en la naturaleza humana, todavía las están buscando. Por eso intuyo que seguiremos explicando y defendiendo esas ideas, para recordarnos que ya consideramos otras opciones —la ley del más fuerte, por ejemplo— y las descartamos porque no conducían a la convivencia armónica sino a la explotación, la violencia y, en último término, la condena de la especie toda.

Lo que resulta innegable es la descripción que hace Nachman de lo legal como brazo institucional no de la justicia, sino de su opuesto: la injusticia lisa y llana. ¿Qué argentino informado y despierto rechazaría la definición de nuestro sistema legal como bastión de "la defensa de la injusticia opulenta", cuando consta que se trata de la última línea de defensa de todos los privilegios? Salvo honrosas excepciones, este Poder (Per)Judicial parece responder a principios tan claros como elementales:

  1. Si es pobre, marche usted preso.
  2. Si es rico, vuelva usted a casa.
  3. Si forma parte de la administración gubernamental, nada de lo que haga o diga será considerado delito. (Técnicamente al menos, según estipula la Doctrina Alonso. Eso sí: la validez del Punto 3 expira cuando usted deja de pertenecer al elenco oficial, momento en que volverá a quedar comprendido por los principios expresados en los Puntos 1 y 2.)

Nadie se engaña: la ley es un instrumento humano y por lo tanto falible, no se le demanda una perfección utópica. Pero entre el marco de tolerancia que se concede a su imperfección y la oscuridad de la que hablaba Nachman ("Hay una noche entre lo legal y lo justo") existe una gran diferencia. No puedo dejar de preguntarme qué veía aquel chico en los jueces de 1949 y el sistema que representaban: ¿cómo juzgaríamos hoy al Poder Judicial de aquel primer gobierno peronista? Lo que imagino es que, de seguir vivo —hoy tendría 88 años—, Nachman contemplaría las tropelías en que incurren los Bonadío & Co. y las encontraría tanto o más escandalosas que nosotros.

Para dar con una oscuridad adecuada a la situación actual habría que irse al polo, donde transcurren días enteros sin que asome el sol.

La noche de nuestro Poder (Per)Judicial es una noche boreal.

 

MAgnitud CRÍtica

En la física que rige el universo, se llama entropía a la magnitud que refleja el caos que un sistema puede tolerar sin dejar de ser un sistema en (relativo) equilibrio. Puesto en cristiano: la entropía es el riesgo país de un sistema, la cifra que no hay que descuidar si uno quiere prever el momento en que todo se va a ir al carajo. Y además marca una constante: en este universo, todos los sistemas tienden al desorden. Por equilibrados que parezcan —empezando por el mismísimo universo—, los sistemas llevan dentro una proclividad al caos que tarde o temprano se los morfará crudos. Sólo podemos tolerar un grado equis de entropía: una vez que superás ese grado, ¡aunque sea en una medida ínfima!, todo se empieza a ir al demonio de modo irreversible.

 

 

El Poder (Per)Judicial argentino es un sistema que, como todos los de su clase, vive pendiente de su preservación; si se lo pudiese medir, revelaría que gasta la mayor parte de su energía no en el que debería ser su objetivo principal —perseguir justicia—, sino en seguir funcionando sin sobresaltos aunque el mundo exterior se caiga a pedazos. Así hay que interpretar algunas de sus características, que parecen caprichosas hasta que se las considera en este contexto: su tendencia a la endogamia, por ejemplo —el Poder (Per)Judicial es el menos democrático de los poderes del Estado, más bien se propaga a través de una aristocracia de la sangre—, o su negativa a reconocer ninguna realidad como más importante, o determinante, que la de su propia subsistencia.

(Esto explica por qué actúa como si no ocurriese nada raro aún cuando la Nación entra en crisis terminales. Su callada aceptación de una dictadura sangrienta, a la que en lugar de denunciar —como debería hacer, porque para empezar rompe con la ley principal que es la Constitución— avala en los hechos, es absurda en el más kafkiano de los sentidos. ¿De qué serviría un Poder Judicial, si se quedase sin ciudadanos entre los que hacer valer la ley?)

En esto, el Poder (Per)Judicial se parece a la Iglesia católica. Ambas corporaciones siguen la lógica futbolera que indica: equipo que gana no introduce cambios. Pero esto sólo funciona en la medida en que el sistema en el que se inscriben continúe relativamente inalterable. Si afuera cambia todo —desde la constitución física de los futbolistas hasta las reglas del juego—, tarde o temprano el equipo perderá, y por goleada vergonzante.

Charlando días atrás con el doctor Alejandro Rúa —uno de los letrados de Amado Boudou, dicho sea de paso—, le oí decir que, lejos de ser manipulado por el Gobierno, el Poder (Per)Judicial argentino se está llevando puesto a Macri. Observaría a este respecto uno de los principios de otra física, la política: aquel que establece que todo vacío de poder tiende a ser llenado por otro poder. Dado que el Gobierno ya no controla nada —ni el relato, ni la economía, ni mucho menos a los servicios—, es lógico que resulte avasallado por una maquinaria que sigue funcionando, como el Poder (Per)Judicial.

Pero los jugadores del Equipo de las Estrellas del Poder no advirtieron que Macri representa la magnitud entrópica crítica, más uno. Es decir: la medida en que el equilibrio ya no es tal, sino el principio del caos. Y por eso le permitieron picar con la pelota hacia lo profundo del campo contrario, protegiéndolo de la marca adversaria, pero no como buenos compañeros sino en espera del momento ideal para quitarle la pelota y concretar el gol como jugada personal. Lo que no entendieron es que Macri (gracioso: su apellido podría entenderse como un acrónimo de MAgnitud CRÍtica) lleva a sus pies una pelota explosiva; y que, cuando detone, no habrá forma de que salgan indemnes de su onda expansiva.

La Historia evaluará cómo fue posible que gente tan poderosa apostase tanto a un jugador tan poco confiable, cuyo juego —ambicioso y a la vez carente de escrúpulos— le había permitido ganar muchas veces, pero en circunstancias controladas. Una cosa es ser el empresario joven y desafiante, cuando papito te cubre y el Poder (Per)Judicial está en tu bolsillo. Pero cuando papito ya no lo puede salvar y el Poder (Per)Judicial, la Iglesia católica, los servicios, la Gendarmería y el resto de sus cómplices están tan expuestos a la detonación como él, sólo resta cerrar los ojos y esperar que el estallido sea piadoso.

Corriendo para el lado que disparó Macri, el Poder (Per)Judicial argentino quedará expuesto a un daño masivo. Y en su momento de mayor fragilidad deberá pagar facturas históricas: los privilegios de los que no quiere desprenderse —exención al pago de impuestos, para empezar—, su complicidad con dictaduras sangrientas, su sumisión a los poderes económicos, su dependencia de los servicios, su resistencia a democratizarse y —last but not least— la tolerancia que mostró al progreso en su seno de figuras vergonzantes y destructivas como Bonadío. Al darse el lujo de romper con la previsibilidad que había erigido pacientemente —o sea, al macrizarse—, el Poder (Per)Judicial se compró también parte de su destino.

En su novela Clockwork Angel, Cassandra Clare suelta una frase de valor permanente: "Ser un idiota —dice— no es ilegal".

Pero eso, claro, no libra a los idiotas de las consecuencias de la justicia.

 

 

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