MEGALÓCOLIS
Para mantenerse en el poder, los autoritarios del mundo necesitan que nos volvamos locos
No es ningún secreto que considero a Francis Ford Coppola uno de los grandes del cine. El tipo acumula un puñado de películas deslumbrantes: El padrino y El padrino II (la tercera no está a la altura, a mi juicio), La conversación (con el monstruo de Gene Hackman, que acaba de morir a los 95), Apocalypse Now, Rumble Fish (La ley de la calle), el Drácula del '92... También dirigió cosas intrascendentes, pero hasta entre sus films de segunda línea hay cosas admirables. ¡Andá a dirigir algo como el musical One From the Heart, o como Tucker! Es cierto que en lo que va del siglo no hizo nada que me moviese un pelo. Vi Youth Without Youth (2007) y Tetro (2009) y fue como si no las hubiese visto. Son películas pequeñas y rebuscadas, que ni me emocionaron ni me dejaron pensando. (No eran para mí, claramente.) Por eso, cuando supe que al fin iba a rodar el gran proyecto del que llevaba décadas hablando —que debía ser una superproducción sí o sí, como los Padrinos y Apocalypse—, me entusiasmé. Y ante la oportunidad de verla (por la tele, porque yo no estaba acá cuando la estrenaron), la atrapé al vuelo.
Megalópolis es —cómo decirlo— un enchastre. Una película que quiere hablar de todo al mismo tiempo: del estado del mundo actual, del significado del arte, de la naturaleza del tiempo, del sentido de la vida, y termina no hablando de nada, o al menos de nada en profundidad.
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Coppola venía jodiendo desde el '77 con la idea de proyectar la agonía de los Estados Unidos imperiales sobre el drama de otra agonía, la caída de la República romana. (En particular, de la conjura de Catilina contra los cónsules, en el año 63 antes de JC — Jesucristo, no Julio César.) Por eso la acción transcurre en la Nueva York de un universo alternativo, llamada Nueva Roma, donde de tanto en tanto la gente prorrumpe en parrafadas en latín y viste versiones aggiornadas de la moda que se usaba cuando JC (Julio César, no Jesucristo): togas, sandalias, coronas de laurel, petos metálicos. Pero para que el truco funcione y sacarle jugo a la superposición entre períodos históricos, hay que dedicar tiempo a la construcción de ese universo alternativo. Y este Coppola no dedica el tiempo suficiente a ningún aspecto relevante de su película. Sospecho que, a los 85 años, está atravesando el Período Rondanini de su trayectoria. Lo llamo así a partir del Miguel Ángel que, después de producir a los veintipico esa Piedad sublime que está en el Vaticano, se despidió de este mundo a los 88 con otra Pietá —conocida como "Rondanini"— que no puede serle más antitética: simplísima, desconocedora de las proporciones de la figura humana hasta extremos modiglianescos, en búsqueda de una forma idealizada que trascienda el mundo real.
En Megalópolis nada funciona como debería. Ni el drama en sí mismo, ni la trama política, ni la pretensión distópica, ni la reflexión sobre el poder del arte, ni las disquisiciones filosóficas que Terrence Malick cocina tan bien pero Coppola te sirve crudas. Hay, incluso, escenas de una teatralidad tan excesiva como innecesaria, que sugieren que Coppola olvidó la esencia del cine. (Particularmente una cerca del comienzo, donde los actores interactúan desde unas pasarelas que penden del techo, mientras luchan a la vez contra unos parlamentos imposibles y la ley de gravedad. Debe haber sido un infierno filmarla. ¡Y totalmente al pedo, el esfuerzo!)
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Los actores se ven más perdidos que Milei sin Karina. Dustin Hoffman cree que está en una puesta de Brecht. Shia La Beouf piensa que está rodando la remake del Calígula de Tinto Brass. Adam Driver renuncia a interpretar y sufre de verdad, porque sin duda estaría padeciendo, preguntándose dónde estaba y qué carajo debía hacer. A los 66 años, el pobre de Giancarlo Esposito se resigna a regalarle a Coppola la primera actuación horrible de su carrera. Sólo Aubrey Plaza parece estar pasándola bien, porque siempre fue una loca divina a la que todo le chupa un huevo. Lo cual me da pie para mencionar el machismo espantoso que trasunta la cosa, a pesar de que la película esté dedicada a la compañera de Coppola, Eleanor, que murió el año pasado. Yo no pretendo ser un varón deconstruido, pero me olió mal que en Nueva Roma las mujeres no consigan ser otra cosa que villanas, musas, incubadoras o adornos.
Me dejó confundido, Megalópolis. Celebrando por un lado la osadía del viejo, que a los 85 le hizo un corte de mangas a las despedidas sobrias y tiró toda la carne al asador, y lamentando a la vez la realidad de su actual incompetencia en términos dramáticos o al menos de su desinterés, en el mismo sentido en que al Miguel Ángel anciano dejaron de preocuparle las proporciones. Pensé que se trataba de una oportunidad de aquellas, pero desperdiciada, porque ¿qué mejor momento para hincarle al diente a la decadencia romana que este de Donald I, el Emperador de los Pañales Geriátricos, y de Cayo Elonio Muskus, el de las carnes mórbidas y el puñal oculto, que parece haber nacido para vestir toga y sandalias?
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Y sin embargo, a medida que la película se diluía en mi memoria, algunos de sus procedimientos salieron a flote y comenzaron a operar sobre la realidad. Cosas que me habían hecho ruido —por ejemplo, la superficialidad de sus personajes y su tendencia a anunciar pensamientos e intenciones de forma portentosa, como en una puesta teatral de escuela secundaria— se afinaron de repente, al resonar junto a otros ruidos que producía el mundo objetivo. Déjenme explicarme mediante un ejemplo.
Pocas horas antes de sentarme a ver Megalópolis leí el mensaje que difundió el megamillonario Jeff Bezos, alias José Amazon, actual mandamás del Washington Post, legendario diario que, en su hora de gloria, expuso y se cargó al corrupto Presidente Nixon. A través de las redes, el pelado Bezos dijo el miércoles que a partir de ese día, la página editorial del Post sólo publicaría textos que defendiesen estos dos tópicos: las libertades personales y el libre mercado. "A los puntos de vista que se opongan a esos pilares —escribió—, que los publiquen otros".
Me quedé patitieso, porque no podía creer que un tipo tan encumbrado fuese tan pelotudo como para no percibir que libertades personales y libre mercado son nociones antitéticas, porque la única manera de que los empresarios hagan lo que se les cante —que es lo que significa "libre mercado", en su jerga— es que se les permita cagarse en las libertades personales del 99% restante de la humanidad. Para aspirar a una mínima honestidad intelectual, Bezos debió haber dicho que los pilares que pretendía defender eran "las libertades personales de los megarricos como yo, y el libre mercado". Pero, lejos de sincerarse, escribió a continuación una pelotudez aún peor. "La libertad es ética —puso—, (porque) minimiza la coerción". ¡En el mismo mensaje donde confirma que informó a los periodistas del Post que ya no podrán publicar otra cosa que lo que a él se le cante! Para Bezos, su poder de micromanaging sobre la línea editorial del Post no es coerción, sino libertad en acción — la clase de libertad de la que sólo disponen los ricos, que son ciudadanos de primera.
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Creí que se trataba de mera deshonestidad, pero cuando leí la frase donde hablaba de la coerción entendí que no. Antes que deshonesto, Bezos es pelotudo, nomás. No pretende engañarnos: simplemente no percibe la contradicción interna de su propio discurso, no la registra. Razona con la impunidad del que puede hacer cualquiera, y a posteriori (uy Dios, ¡en cualquier momento entro a perorar en latín yo también!) trata de racionalizar su voluntad olímpica como puede.
Al rato de ver Megalópolis, lo de Bezos se me superpuso a la película, así como Coppola proyectó Roma antigüa sobre la pantalla de Trumpilandia. Y pensé que el mensaje de Bezos podía formar parte del guión de Megalópolis tranquilamente, en boca de cualquiera de esos personajes frívolos, carentes de espesor humano, que protagonizan la película. Porque Bezos también carece de espesor humano. Es un cliché que camina, como Trump, como Musk. Una alimaña tan predecible como el escorpión de la fábula que pica a su co-protagonista, la rana, precipitando la muerte de ambos. (Fábula de origen ruso que difundió otro genio del cine, Orson Welles, en su película del '55: Mr. Arkadin.)
Fue así que entendí que el problema no era que Megalópolis decepcionase como película. Lo que me disgustaba, lo que francamente me rompía las pelotas, era la revelación de que en realidad estábamos viviendo en Megalópolis.
El rock de la cárcel
Al toque se me impuso otra prueba de que Megalópolis no es tanto la última película de Coppola, como la realidad virtual, el escenario mental donde transcurre nuestra experiencia contemporánea. ¿Vieron el video hecho con Inteligencia Artificial que difundió Trump y funciona como publicidad de la Gaza que este infeliz sueña construir para los turistas ricos del mundo – la Riviera de Medio Oriente? Para empezar, tiene elementos estéticos en común con Megalópolis: el predominio del color dorado, las estatuas gigantes, los excesos sibaríticos — mujeres como objeto (y hasta odaliscas barbudas, aunque suene raro), lluvia de dinero, casinos, edificios fastuosos, bebida y comida a raudales.
Pero, además de rasgos estéticos, ese corto infame comparte algo más con Megalópolis. Un procedimiento narrativo, o más aún, un procedimiento de construcción de conciencia, y por ende de realidad. Trataba de destilarlo, con la intención de identificarlo y así comprenderlo mejor (a esa altura ni siquiera tenía nombre en mi cabeza), cuando me crucé con un post de Francesca Albanese, la tana corajuda que es informante de Naciones Unidas y viene denunciando el genocidio de Gaza como nadie. En su comentario al video difundido por el Presidente de los Estados Unidos, Albanese dijo que formaba parte de una estrategia que no sólo está en pleno uso sino que ya tiene nombre, y se llama psychological overwhelming. En nuestra lengua, overwhelming significa abrumador, aplastante. Entonces, psychological overwhelming vendría a describir las acciones tendientes a abrumarte psicológicamente, a ahogarte, aplastarte, pasarte por encima y dejarte chatito —y por ende, inerme— como la gente que en los dibujitos es arrollada por una aplanadora.
Pero la Pancha Albanese no se conformó con el título, también describió cómo funciona la cosa: "Golpearnos a diario con dosis XXL de retórica desconcertante y políticas erráticas sirve para 'controlar el guión', distraernos y desorientarnos, normalizando el absurdo mientras quebrantan la estabilidad global (y consolidan el control de los Estados Unidos)".
Ese es, en buena medida, el procedimiento narrativo de Megalópolis: una narración bombástica e incoherente, efectista al palo, que se refiere a los temas más importantes de la existencia de la forma más pueril. Parece una de esas puestas apabullantes que montaba el adolescente Max Fischer en Rushmore, de Wes Anderson. (Para mayor ironía, Max Fischer era interpretado por Jason Schwartzman, sobrino de Coppola, que... ¡también aparece en Megalópolis, interpretando un personaje decorativo! Pobre Jason, debe haber experimentado dèja vu en los sets del viejo Coppola.)
Lo grave no es que la película haga agua, sino que lo que hoy pasa por nuestra realidad esté construido de la misma manera, a puro ruido y furia. Desde que asumió por segunda vez, Trump no para de decir e impulsar un alud de disparates. Recuerden sus pretensiones sobre Groenlandia, el canal de Panamá y la anexión de Canadá; sus delirios sobre Gaza; los posteos proclamándose rey y mostrando su propia imagen con una corona; la expulsión y prisión de tantos inmigrantes ilegales, al mismo tiempo que dio asilo al misógino de Andrew Tate, acusado de tráfico de personas y violación en Rumania; la forma en que, después de nombrar al frente de Salud al antivacunas de Robert Kennedy Jr., minimizó la muerte por sarampión de una criatura, primera víctima de esa enfermedad en diez años; la descalificación como dictador y corrupto del ucraniano Zelensky, a quien hasta poco se celebraba como un héroe y a quien el viernes Trump y su Vice Vance humillaron ante cámaras, transmitiendo el espectáculo al mundo entero; el nombramiento del ex agente y actual podcastero Dan Bongino como número dos del FBI, una decisión tan inconsistente como poner al Gordo Dan al frente de la SIDE.
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La intención inicial de Trump es producir confusión, para manotear lo que le dejen manotear en medio del caos, y después arar sobre el terreno quemado, preparándose para sembrar lo que verdaderamente quiere sembrar: medidas arbitrarias tendientes a imponer pax americana a garrotazos (¡...otra vez me salió el latín!) y, ante todo, el entallado a medida de un traje de poder omnímodo sin fecha de caducidad —o sea, antidemocrático— que preserve a Trump de lo que más teme, porque es lo que le espera si se lo expulsa de la Casa Blanca: la cárcel.
No hay forma de entender las políticas de Trump si no se tiene en cuenta ese deseo arrasador, su imperativo categórico. Para eso llenó la Corte Suprema de jueces adictos, para eso convocó a Musk y su ejército de hackers a garantizarle el triunfo en las elecciones, para eso manipula la desclasificación de los archivos del caso Epstein, su amigo proxeneta, de modo de salpicar a otros mientras se blinda a sí mismo: para no caer preso. Por supuesto que ama la adulación que conlleva el poder absoluto, tiene un ego tan grande que merecería ser argentino. (Si los yanquis lo comprasen por lo que vale para revenderlo por lo que cree valer, saldarían su deuda con China.) Pero su anhelo más grande es conservarse libre, por lo cual quiere permanecer en el poder hasta morir, cuando sea que eso ocurra.
En esa voluntad no está solo. Lo mismo viene ocurriendo con Netanyahu, premier del Estado de Israel, procesado por corrupción. (Esta semana tuvo que comparecer por undécima vez en tribunales, en el marco del juicio que se le sustancia.) Para seguir viviendo del lado de afuera de la cárcel necesita preservarse en el poder, y eso lo está logrando a fuerza de derramar sangre palestina. Con tal de conservarse impune, Netanyahu no duda en perpetrar un genocidio — peor aún: depende de él, porque el genocidio es el precio de su libertad, que paga con gusto.
Lo mismo ha empezado a ocurrir con Milei. Durante su primer año de gobierno, siguió al pie de la letra el Manual de la Ultraderecha Moderna que difunde gente como Steve Bannon. (Puede que no esté editado y exhibido en librerías, pero que existe, existe, como demuestra la coincidencia de políticas entre mandatarios del mundo que responden a esa ideología. La coordinación que exhiben en sus actos recuerda a la de los países latinoamericanos durante la vigencia del Plan Cóndor.) Pero ahora, a partir de la estafa de $Libra en la cual participó como protagonista con cartel francés, Milei y Caputito pasaron su máquina de psychological overwhelming a velocidad turbo. Porque, si no resuelve la precariedad de su poder, si no deja de trastabillar, la improbabilidad de su reelección dejará de ser el mayor de sus problemas. A pesar del favor que acaba de hacerle Trump, al lograr que la Bolsa de Estados Unidos deje sin efecto un juicio del Estado contra una empresa cripto (lo cual aflojará la presión internacional para regular ese truchísimo mercado), Milei puede convertirse en uno de los criminales Most Wanted —Más Buscados— del mundo.
Ese peligro es lo que inspira el blitz que lanzó en los últimos días. El intento de privatización del Banco Central, la disputa con Clarín, los supremos nombrados por decreto, la resolución que rebautiza idiotas y retardados a quienes sufren discapacidad, la amenaza de intervención en la provincia de Buenos Aires, la censura a la prensa durante el acto de la apertura de la Asamblea Legislativa. (Lo de Spuzzenegger cargándose los derechos de los artistas es pura sobreactuación por parte de Fede, para congraciarse con El Jefe.)
Si para preservarse debe volvernos locos, Javito lo hará con gusto.
Y lo peor de todo es que, hasta el momento, se está saliendo con la suya.
Milei está convirtiendo a la Argentina en Megalócolis.
La Fonda del pinchazo
En la situación actual, creo que hay algo que urge entender, hacer carne.
Ya no estamos en democracia. En términos institucionales, lo que hoy toleramos no se parece en nada a lo que fue vivir bajo Alfonsín, Menem, De La Rúa, los Kirchner, Macri y Alverso, ni siquiera en sus peores momentos. Ese período se cerró cuando el proceso democrático que nació a la caída de la dictadura cumplió 40 años, en diciembre de 2023. (La democracia uruguaya, que ayer cumplió 40 años con la asunción de Orsi del Frente Amplio, ya nos superó en materia de longevidad.)
Ahora nos encontramos en otro territorio. Tan incierto como lo fue para los europeos centrales a quienes, durante el siglo XX, les cambiaban el nombre y las fronteras del país cada dos por tres, aunque siguieran viviendo en la casa de siempre. Y las razones de este desplazamiento imperceptible, de este movimiento aparentemente inmóvil, están a la vista.
Tenemos un Presidente elegido democráticamente, sí, pero que gobierna de manera autoritaria, sin presupuesto y a decretazo limpio, creando sus propias leyes. Tenemos el Poder Judicial más corrupto e ilegítimo de la historia. Y tenemos un Congreso que, hasta el momento, no ha servido para mucho más que juntar mierda de palomas. Más que una república, la Argentina es el reino de la arbitrariedad. Se parece a las "autocracias competitivas" de las que hablaron Steven Levitsky y Lucan A. Way en Foreign Affairs, como la Turquía de Erdogan y la Hungría de Orbán: regímenes autoritarios con rasgos democráticos, como las elecciones, pero que convierten al Estado en un arma que gatillan contra sus adversarios.
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Es algo difícil de asumir, en particular para las generaciones jóvenes, que no experimentaron gobiernos como el de Frondizi, Guido e Illia (civiles que aceptaron gobernar una Argentina tutelada por los militares, bajo la proscripción del peronismo), ni tampoco tuvieron que soportar a Onganía, Levingston ni Lanusse, dictaduras que, comparadas con el salvajismo del régimen del '76, eran casi civilizadas. Pero de todos modos resulta imprescindible, vital, que comprendan que, aunque en muchos aspectos esto siga pareciéndose a la Argentina donde se criaron, ya no lo es más. Que esto es otra cosa. Un híbrido entre cierta institucionalidad formal y un aquelarre que está desatando el poder real. La bandera de Megalócolis no es celeste y blanca sino gris y blanca, y el régimen actual está cargando las tintas del gris, en preanuncio de la oscuridad que es su no-color favorito.
No sé cómo ayudarlos a entender de qué modo esto es diferente, pero créanme que lo es. Por defecto profesional, no se me ocurre otra que desplazarme de la política para apelar a ejemplos de la narrativa y mencionar cosas como La invasión de los usurpadores de cuerpos y Los invasores (que tanto me rindió en Kamchatka, para explicar el '76), y decir que, como en esos relatos, algo o alguien puede seguir pareciéndose por fuera a lo que siempre fue, y aun así haberse convertido en otra cosa por completo, de naturaleza siniestra. Ustedes serán los mismos, lo que los rodea se conservará más o menos igual, pero aun así, insisto: de manera imperceptible, algo esencial cambió. Y no para bien.
La tensión está dada porque, por una parte, nos aferramos a la normalidad, a la sensación de que, más allá de los cascotazos, todo sigue más o menos igual, pero por la otra empezamos a experimentar los síntomas de lo que significa estar psicológicamente abrumados. Buscás cuáles son esos síntomas para la ciencia médica, y lo que mencionan es prácticamente una lista de lo que se padece viviendo bajo Milei. Pensamientos irracionales. Parálisis. Reacciones desproporcionadas. Retracción. Pesimismo. Bruscos cambios de humor. Fatiga cognitiva, la dificultad para concentrarse y resolver problemas. Y síntomas físicos como mareos, cansancio excesivo, problemas para respirar, dolores de cabeza, trastornos digestivos.
Así es como vivimos hoy los ciudadanos de segunda de este país, los esclavos contemporáneos, la plebe. De una forma que no es sustentable en el tiempo, porque sólo se prolongará al precio de nuestra salud psíquica y, en último término, de nuestras vidas. Estamos sumidos en una suerte de marasmo, psicológica y físicamente abrumados, mientras nos birlan el país delante de las narices sin que movamos un dedo. En el New Yorker de esta semana, Susan B. Glasser se pregunta: "¿Por qué no estamos en las calles?" Y eso que Trump todavía no cumplió dos meses de gobierno. Nosotros llevamos año y tres meses de Mileinato, y todavía estamos en veremos.
La lucidez más grande respecto de esta circunstancia la escuché días atrás de boca de una mujer. Una figura que, por edad y trayectoria, cuenta con mucho más pasado que futuro. Me refiero a la actriz Jane Fonda, a quien el gremio de actores de los Estados Unidos, identificado con la sigla SAG (Screen Actors Guild), le entregó un premio honorífico el domingo pasado. Además de actriz extraordinaria, Fonda fue siempre una mujer de expresar su pensamiento y militar en las calles. Lo hizo cuando joven contra Vietnam y sigue haciéndolo hoy. (La han arrestado varias veces durante los últimos años, mientras protestaba contra el cambio climático.)
Al recibir el premio, Fonda habló de lo necesarios que son los gremios, rechazó la carga negativa que se atribuye al término woke ("Al fin y al cabo, woke no es otra cosa que reafirmar que te importa lo que le pasa a la gente", dijo), y sostuvo que muchos van a resultar lastimados por lo que se viene. "Aun cuando se trate de gente que piensa distinto —agregó—, debemos apelar a la empatía y no juzgar. Habrá que escuchar con el corazón y darles la bienvenida a nuestra tienda, porque vamos a necesitar una tienda muy grande para resistir con éxito a lo que se viene".
Pero los párrafos que más me conmovieron fueron aquellos en los cuales, precisamente, hizo un esfuerzo para ayudar a que el público entienda qué es lo que está ocurriendo, a pesar de que existan tantos —demasiados, me temo— que no parecen percibirlo.
"¿Alguna vez vieron uno de esos documentales sobre los grandes movimientos civiles, como el que se opuso al apartheid, o el de Stonewall [que defendió los derechos de la población LGBT], y se preguntaron: hubiese sido yo lo necesariamente valiente para cruzar ese puente? ¿Me hubiese bancado los manguerazos, y los garrotazos, y los perros?"
Fonda ofreció esta respuesta: "Ya no tienen necesidad de especular al respecto, porque nosotros estamos experimentando nuestro propio momento digno de un documental. Es esto que estamos viviendo. Y no se trata de un ensayo. No podemos engañarnos ni por un segundo sobre lo que está pasando. Esto es serio del carajo, gente. Así que, seamos valientes".
Y concluyó así, Jane Fonda: "No nos aislemos. Permanezcamos en comunidad. Ayudemos a los vulnerables. Debemos encontrar formas para proyectar visiones del futuro que sean inspiradoras". (¿Se acuerdan cuando, semanas atrás, yo les decía que necesitamos imperiosamente de nuevas utopías?) "Formas que nos están llamando, que están dándonos la bienvenida, que van a ayudar a que la gente vuelva a creer. Como decía la novelista Pearl Cleage: 'Al otro lado de la conflagración, todavía habrá amor. Todavía habrá belleza. Y habrá un océano compuesto no por agua sino por verdad, para que nademos en él'".
Esto es serio del carajo, gente. Seamos valientes.
https://x.com/revisbarcelona/status/1895467470322098386
https://x.com/FranceskAlbs/status/1894685168587223508
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