¿DÓNDE ESTÁN LOS BUENOS?
Hay demasiados tipos malos en las series y películas, y demasiados tipos malos en la vida real
Hace días, nomás, Vince Gilligan dijo algo que me hizo levitar, porque rozaba una idea que vengo empollando.
En este instante, estoy seguro, ustedes se estarán preguntando: pero, ¿quién cazzo es Vince Gilligan, y qué dijo que fuese tan relevante como para inspirarme a desconocer la ley de gravedad? Parafraseando al sensei futbolístico Reinaldo "Mostaza" Merlo —a quien le decían así porque a su padre, que cuando "Mostaza" era pequeño lo llevaba consigo a todas partes, lo llamaban Pancho—, vayamos paso a paso.
Vince Gilligan es el creador —como productor, guionista y ocasional director— de esa maravilla de la narrativa seriada que se llama Breaking Bad. La historia de Walter White (Bryan Cranston), el docente de química que, diagnosticado con un cáncer de pulmón terminal, decide emplear su saber académico para fabricar metanfetamina de gran calidad y ganar dinero para que, a su muerte, la familia White —esposa embarazada e hijo adolescente con una enfermedad neurológica— no se quede en pelotas.

Walter White es uno de los grandes personajes de la historia de la televisión. El tipito gris que, puesto en una circunstancia límite, se convierte en el más insospechado de los zares de la droga. Pero, a medida que su plan comienza a dar frutos, White —que para moverse en el mundo del hampa adopta el alias de Heisenberg, como el físico que formuló el Principio de la Incertidumbre— va comprendiendo que el motor que lo impulsa es algo más que el deseo de proveer a su familia. Su quehacer clandestino se convierte en una forma de venganza contra la sociedad que le negó las oportunidades que creía merecer. Y su éxito como fabricante de metanfetamina deja de ser un medio para convertirse en un fin en sí mismo. White disfruta del poder que su talento le deparó una vez que decidió usarlo ilegalmente, y al mismo tiempo se enamora de su creación. Tanto como la fortuna que comienza a amasar, lo que fascina a White es el orgullo de haber creado la mejor metanfetamina que existe en el mercado. Y en el afán de proteger su relevancia, se deja llevar a situaciones que ponen en riesgo de muerte, o al menos de disolución, a la familia que quería proteger.
La creación de Vince Gilligan empujó el formato serie a niveles de excelencia y se convirtió en símbolo de una tendencia nueva. Los canales por cable como HBO, y poco más tarde las plataformas on demand, se consagraron como minas de oro gracias a un tipo particular de personajes, del cual Walter White formaba parte: los antihéroes. Los grandes éxitos iniciales de HBO fueron Los Sopranos, protagonizada por un mafioso contemporáneo de New Jersey, y Mad Men, que contaba las andanzas de un grupo de muy discutibles creativos de publicidad en la Nueva York de fines de los '50. También se hicieron notar Dexter, un asesino serial al que se presentaba como una criatura sensible, y los turbios policías de The Wire, y más tarde los retorcidos Lannister de Game of Thrones y el político Frank Underwood de House of Cards y, hace no mucho, los niños ricos con tristeza de Succession. De repente, nada nos entusiasmaba más que hacer fuerza para que le fuese bien a personajes oscuros, con los que desearíamos no cruzarnos nunca en la vida real. (Aunque a veces la admiración se justificaba. Todavía subsiste en mí el deseo de fundar una agrupación que se llame La Omar Little, en honor al honorable forajido al que la serie The Wire debe algunos de sus mejores momentos.)

Con esto que acabo de contar, ya se entiende quién es Vince Gilligan. Hace algunos días le dieron el premio a la excelencia como guionista que lleva el nombre de Paddy Chayefsky —el tipo que escribió la genial película Network, que aquí rebautizaron Poder que mata (1976)—, y en esa ocasión, Gilligan eligió decir lo siguiente:
"Preferiría que se me celebrase por crear algo un poco más inspirador (que Breaking Bad). Es hora de decirlo en voz alta, porque vivimos en una era en la cual los tipos malos de la vida real están desatados. Tipos malos que inventan sus propias reglas, tipos malos que —te digan lo que te digan— sólo están interesados en, y velan por, su propia suerte. ¿De quiénes estoy hablando? Esto es Hollywood, así que adivinen. He aquí la extraña ironía: en nuestro país, tan profundamente dividido, todos parecemos estar de acuerdo en una única cosa. Existen demasiados tipos malos en la vida real".

Ya empiezan a ver hacia dónde voy, ¿no? El tipo que se convirtió en un artista celebrado gracias a uno de los personajes más controvertidos de la historia, hizo un examen de conciencia y asumió que había contribuido a alimentar ese trend, el fenómeno de los personajes dañinos que fascinan a los espectadores del mundo entero. Y por eso, al aceptar el premio Paddy Chayefsky, hizo un acto público de contrición y se comprometió a intentar algo que sabe difícil —porque crear a un personaje torvo y carismático es pan comido, el tipo jodido con un trauma infantil es prácticamente un cliché de estos tiempos—, pero que aun así considera necesario: consagrarse a escribir un relato donde el protagonista no sea un turro al que terminamos vitoreando, sino alguien decente.
Porque ya hay demasiados tipos malos en las series y películas, y ya hay demasiados tipos malos en la vida real.
Lo que Gilligan se pregunta desde su isla, pensando en su próximo proyecto, es lo mismo que nos preguntamos todos, constantemente.
¿Dónde se fueron los tipos buenos? ¿Dónde carajo están, tanto ellos como las tipas buenas, cuando tanto se los necesita?
El héroe erosionado
Durante siglos, los personajes de las historias con que los jóvenes se iniciaban en la narrativa correspondían al bando de lo que se llamaba "los buenos". Eran tipos tan íntegros como valientes, dispuestos a sacrificarse por el bien común. Héroes de profesión, que tranquilamente podrían haber creado un gremio. (Ahora que lo pienso, puede que la ausencia de un sindicato de héroes tenga que ver con la situación de la CGT actual.) Y cada niño tenía su propio dream team. En el mío figuraban, entre otros, el Ulises de La Odisea, Hércules, Nippur de Lagash, el Rey Arturo, Robin Hood, Sandokán, el Corto Maltés y James Bond, que cumplía con sus misiones mientras bebía dry martinis y se revolcaba con cuanta minón se cruzaba. (Como ven, a esa altura yo ya estaba creciendo.)
Los pibes de ahora, sin embargo, prefieren a los villanos. Mi hijo pequeño, que no es una excepción entre sus amigos, ama la saga de Star Wars pero idolatra a Darth Vader y Kylo Ren por encima de Luke Skywalker y Han Solo. (No pregunten cómo procesa la contradicción, porque aun no lo entiendo. Las películas están construidas para que celebres la caída de Darth Vader, el malo a quien hay que abuchear, y aun así mi hijo las disfruta. Supongo que creará una suerte de contra-relato en su mente, una película paralela contada desde el punto de vista del malvado. El mismo mecanismo que utiliza la gente como Milei y Puto Catoto: interpretan la realidad como un contra-relato donde hacen villanías pero el mundo los celebra como si fuesen héroes... ¡que es, en efecto, lo que ocurre!)

Además de los villanos, mi hijo y los pibes de su generación aman a los monstruos hechos y derechos. A mi generación también le encantaban las pelis de Drácula, Frankenstein y el Hombre Lobo, pero porque disfrutaba de experimentar una dosis módica de miedo, no porque amase a esas bestias. Pero los pibes de hoy adoran a los monstruos clásicos (durante estas vacaciones llevé al mío a ver Wolfman y Nosferatu, sin ir más lejos), y más aún a los monstruos recientes, por no decir directamente i nuovi mostri: Freddy Krueger, Jason Voorhees, Leatherface, Ghostface, Sauron, Pennywise, Godzilla y siguen las firmas. Celebran cada uno de sus crímenes, cada destrucción que producen a su paso, como las generaciones anteriores festejábamos cada victoria de los héroes. Lo cual no impide que en la vida concreta sigan comportándose como buenos pibes. Pero su imaginación está tuneada por los malos.
Sus cabezas han hecho el clic que anticipó Orwell en 1984, cuando el régimen del Gran Hermano propugnaba: "La guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es poder", eliminando la contradicción entre términos antitéticos y concretando una inversión total en materia de valores. En el régimen de Milei, la libertad es efectivamente esclavitud y la ignorancia está en el poder, pero a mucha gente —jóvenes, ante todo— eso no los escandaliza. Es parte de la lógica que construye su poder, el cambio de signo constante: lo que antes era malo ahora es bueno, y así. Todo el tiempo están proponiendo contradicciones como si no fuesen tales. Cadorni dijo días atrás que Santi Caputo posee "el defecto de la excelencia".
Lo cierto es que los pibes de hoy no tienen dream team, tienen nightmares team: hinchan por el Equipo de las Pesadillas. Es verdad que también aman a ciertos héroes, pero con intensidad que nunca es superior, y además con bemoles. En el caso de mi hijo, creo que el único héroe al que venera más que a sus antagonistas es Spiderman. Porque también es fan de Batman, pero juraría que aun así ama más al Joker que al Hombre Murciélago.
Esto podría prestarse a una conclusión condenatoria de las nuevas generaciones. Pero no debería, primero porque no es mi intención, y además porque la cosa no es tan simple. Para empezar, habría que preguntarse por qué los héroes dejaron de seducir a la narrativa contemporánea. Y acá el guiso se espesa.
A medida que crecía percibí que algunos de mis héroes tenían costados oscuros que habían permanecido ocultos. En La divina comedia, Dante enviaba a Ulises al infierno, domiciliándolo en el círculo de los embusteros y los tramposos. (No saben cuánto me indignó descubrir esto. No con Ulises: ¡con Dante!) El Rey Arturo, que había creado la Mesa Redonda y comprometido a sus caballeros a defender el bien, embarazaba a su media hermana Morgana (esta línea argumental está muy de moda, hoy) y encima, temeroso de que el hijo-sobrino recién nacido lo derrocase en el futuro, lanzaba una matanza de bebés al mejor estilo Herodes.

Y cuando uno accedía a la conciencia histórico-política, ni les cuento. No se salvaba ni un solo cowboy. (Salvo el sargento Kirk, bah.) Los tipos dejaban de ser héroes para revelarse como okupas violentos, colonizadores, y los nativos dejaban de ser los malos para volver a ser lo que fueron: víctimas. Nadie niega que la indiada podía despojarte de tu cabellera, pero los tipos no hacían esas cosas porque sí. Atacaban a los blanquitos porque los blanquitos los estaban invadiendo y cagándolos a cañonazos y contagiándoles enfermedades importadas y reduciéndolos a la esclavitud. (Hoy no costaría mucho contar Gaza como una de nativos versus cowboys judíos.) Cuando yo era chico, lo recuerdo bien, Buffallo Bill era un héroe. Hoy ha sido cancelado, nadie celebra la matanza masiva de animales.
Tampoco se salvaban las historias de la Segunda Guerra. Porque Hitler era un villano, pero lo que hicieron los estadounidenses desde que se sumaron al quilombo... ¡mamita! El bombardeo de Dresde fue una salvajada. (Vuelvo a recomendar Matadero Cinco, novela escrita por Kurt Vonnegut, que como parte del ejército yanqui peleó en la batalla de las Ardenas, cayó prisionero de los alemanes y fue encerrado en un matadero de Dresde, desde donde experimentó el bombardeo junto a las víctimas. Los aliados se cargaron a 25.000 civiles, de un saque.) Poco más tarde el Presidente Truman se mandó la de Hiroshima y Nagasaki y la discusión quedó zanjada. Si sos estadounidense y no condenás expresamente esos bombazos atómicos, no podés pretender que formás parte del bando de los buenos. Los buenos no exterminan a poblaciones enteras desde el aire. Podrás tener justificaciones políticas y militares, pero claramente ya no sos un héroe. Los héroes no matan a niños, mujeres y viejos indefensos.

Y aun en los casos en los cuales mis héroes sobrevivieron al escrutinio histórico-político (Sandokán pasó la prueba porque luchaba contra la colonización inglesa, James Bond se fue a marzo porque se convirtió en otro agente del imperialismo), también comenzó a pesar la cuestión del precio del heroísmo. Durante mi infancia, las primeras versiones de la historia de Robin Hood que leí terminaban con el mismo happy ending: al regresar a Inglaterra después de las Cruzadas, el rey Ricardo Corazón de León amnistiaba a Robin y su banda de Merry Men y les permitía volver a ser ciudadanos probos. Pero claro, la historia original no culminaba allí. A mediados de los '70 accedí a las versiones más adultas, que prolongaban el relato. Si bien Robin Hood seguía siendo un héroe en ellas, desprovisto de aristas cuestionables como Ulises y Arturo, sufría la venganza de aquellos que había derrotado y perdía a su mujer y su hijito, que morían asesinados. Y él mismo terminaba desangrado a manos de una monja, que en realidad era una parienta resentida a la que no reconoció a tiempo. Chau Robin, despachado por una doble retribución de parte de villanos de su pasado. Entonces entendí que ser héroe era muy lindo, pero podía tener contraindicaciones. Y de algún modo esa conciencia difusa, adquirida a mediados de los '70, se fue convirtiendo en la conciencia clara de mediados de los '80. Ser Robin Hood —o ser Rodolfo Walsh— no salía gratis.
En paralelo con la derrota del proyecto de la izquierda revolucionaria de los '70, se verificó el fenómeno de los antihéroes que poblaban las películas de la (por entonces) nueva camada de Hollywood: Coppola, Scorsese, Bogdanovich, De Palma, Rafelson y Friedkin, entre otros. Esos personajes sí que eran antihéroes, posta: gente bienintencionada pero fallida, que entendía que no había manera de cambiar el sistema pero aun así intentaba hacer algo con lo cual terminaba rompiendo más de lo que arreglaba. Me refiero a los protagonistas de Contacto en Francia, La conversación, Chinatown, Taxi Driver, entre otras. Era un cine desprovisto de héroes: contaba la historia de tipos a los que la realidad desvalijaba en materia de ilusiones. Todos esos films parecían sugerir que la vida era una mierda y que no había nada que se pudiese hacer al respecto. Gran cine, pero muy descorazonador — francamente reaccionario, en términos políticos.

Por eso no sorprende que a continuación se hayan impuesto Spielberg y el modelo del cine de puro espectáculo, prolongado en este siglo a través del fenómeno de los superhéroes de Marvel y DC. Si el mundo era una bosta y no había nada que hacer al respecto, ¿qué mejor que abandonarse al escapismo e intentar pasarla bien, al menos un rato? En la narrativa audiovisual de hoy hay héroes y superhéroes a carradas pero son mera fantasía, profundamente inverosímiles, y nunca se enfrentan al tipo de putadas a que los malos de verdad nos someten a diario en este planeta. Sus supervillanos suelen ser extraterrestres, o provenir de un universo paralelo, o estar abocados a alguna conspiración absurda, al estilo de los malvados que quieren dominar el mundo en las viejas pelis de Bond, cosa que en la pantalla suena tremenda pero no inquieta a ningún espectador. El fenómeno de los antihéroes de las series se convirtió así en un contrapeso, la respuesta de una televisión que aspiraba a la adultez ante un cine de masas infantilizado. Pero en la busca de una suerte de equilibrio, se fueron de mambo. Más que antihéroes, Tony Soprano y Walter White y Frank Underwood son villanos hechos y derechos, que prosperan porque entienden que este mundo ser un hijo de puta es muy rendidor.
En este sentido, lo que está ocurriendo con el personaje de Batman es simbólico. El último Batman cinematográfico, escrito y dirigido por Matt Reeves, data de 2022. Protagonizado por Robert Pattinson, mostraba a un Batman que trata de entender qué demonios significa ser un héroe en este mundo. Pero ni el personaje ni el guionista-director arribaban a una respuesta convincente. Desde entonces, su continuación no ha hecho más que postergarse. Dicen que se filmaría a fines de año y se estrenaría recién en el año 2027, pero ni siquiera eso es una certeza. En cambio, lo que a Reeves le salió rápido y bien fue la serie de HBO que consagró a un villano de la saga: El Pingüino. Que fue un éxito y aspira a ganar muchos premios.
En este presente nuestro, Batman no encuentra su lugar, está incómodo. En cambio, El Pingüino se mueve a sus anchas, como ave marina en el agua.
Herramientas, pero de transformación
Entre los que tenían pies de barro y los que pagaron caro el precio de su osadía, nos quedamos sin héroes. Los superhéroes no sirven para arreglar el mundo, están en la pavada. A ninguno de ellos lo desvela la pobreza, la violencia, el poder desmedido de los ricos. Son una manga de pelotudos con calzas de colores, que creen que todo se arregla a las piñas. ¿Cómo no van a amar a los villanos, los pibes de hoy? Los malos de las narrativas actuales son inteligentes, creativos, audaces y están llenos de energía proactiva. No se acovachan en el nicho donde los poderosos los relegaron, no esperan que les concedan sus derechos: salen a la calle y toman la realidad por los pelos, convierten sus deseos en realidad.
Si yo tuviese la edad de mi hijo menor, también adoraría al Joker antes que a Batman. Porque el Batman de hoy es un tarado, atenazado por sus conflictos, que no le dejan ver más allá de sus narices. En cambio el Joker es libre y hace lo que se le canta, cagándose de risa durante el proceso. Batman es parte del problema porque es rico, y piensa como un privilegiado. El Joker es casi siempre un hombre que sale del común, que ha visto y sufrido cómo funciona la sociedad y decidió no resignarse a ser un explotado más. (Pienso en el Joker que interpretó Heath Ledger en The Dark Knight [2008] de Christopher Nolan, que no buscaba dinero ni poder sino hacer que todo ardiese, y empezaba por quemar una montaña de guita, que es lo único que aman los poderosos del mundo real.) En el fondo, lo de Batman y Joker es guerra de clases. Y en ese tira y afloje, si venís de abajo no podés cometer el error de apoyar a los poderosos.
Pero volvamos a lo de Gilligan, que es lo importante. Este mundo es una pesadilla donde pululan los tipos malos, y por eso se vuelve tan difícil crear a un tipo bueno que sea convincente. Es la misma dificultad que sufrimos aquí desde hace décadas, que impide que los narradores conciban a un investigador policial o un fiscal decentes, con DNI y ADN argentinos. Nadie creería en un personaje así, porque no existe nadie así. Un policía honesto no ascendería nunca y un abogado no prosperaría en el Poder Judicial que tenemos, porque el sistema está podrido hasta el tuétano. Si algo dejó en claro el rechazo del Senado a investigar a Milei del que fuimos testigos esta semana, es que la degradación de los tres poderes sobre los que se basa la institucionalidad argentina no tiene vuelta atrás. Es demasiado extensa y demasiado profunda. No puede construirse nada sólido a partir de maderas devoradas por la carcoma. Habría que rescatar a las pocas vigas que todavía no se llenaron de bichos, deshacerse de las demás y empezar de nuevo, prácticamente desde cero.
(Frente a los pruritos que algunos de los nuestros expresan ante la perspectiva de ir a fondo en la refundación de Argentina, sugiero atender a la conducta de la derecha de hoy, que no ceja en su demolición de casi todas las instituciones. ¡Esos sí que no se andan con remilgos!)
Las preguntas que desvelan a Gilligan son las mismas que se hacen las personas del llano que quieren conservar la decencia, aquellos que se resisten a convertirse en un sorete más y dejarse llevar por la corriente cloacal de la era. ¿Qué significaría ser bueno, en estos tiempos? Proporciona satisfacción propia, interior, pero ¿sirve de algo ser bueno, más allá de las fronteras de casa? ¿Imprime sobre el papel blanco de la realidad general, deja algún tipo de marca? ¿Cómo deberían ser las personas buenas, para que la decencia sea más que un rasgo superficial, inconsecuente, como el hecho de haber nacido pelirrojos o no superar el metro sesenta? ¿Existe alguna manera de ser buenos que trascienda la individualidad e incida sobre la comunidad, sobre la sociedad?

Este último me parece un punto clave. Vivimos en una sociedad que impulsa al individualismo en grado patológico. Propugna la salvación individual, caiga quien caiga. El modelo social al que aspiran muchos jóvenes es el de quien se enriquece sin trabajar, especulando en el mercado financiero, y que para contar con guita que apostar abusa de quien haga falta, aunque se trate de gente que los quiere. Cuando Marra recomendaba pedir prestado a los abuelos y explotar a los padres ("que paguen el costo de haberte traido al mundo porque estaban aburridos", dijo), no estaba siendo ocurrente ni una anomalía. Estaba haciendo docencia, explicando lo que hay que hacer si querés forrarte. "Saquémonos esas inhibiciones que nos hacen alejarnos de nuestras herramientas de financiamiento gratuitas", declaró. La idea es que los jóvenes de hoy miren en derredor y ya no reconozcan a sus padres y abuelos como familia, como comunidad, como afectos, sino como "herramientas de financiamiento". Lo que predica es, literalmente, la conveniencia de de-generarse (Marra es un degenerado, en los términos más objetivos), de cortar todo lazo sanguíneo y emotivo y cagar a quien haga falta, con tal de enriquecerse.
La lógica sugiere, entonces, que en la actualidad una persona buena debería estar en las antípodas del individualismo salvaje. Ser alguien que, lejos de de-generarse, de negar aquello que lo conecta con quienes lo generaron, busca re-generar: reforzar lazos preexistentes y crear nuevos. Alguien que no se considera más importante que los demás, sino que entiende que su potencial importancia depende de lo que construya en relación con otros y de cómo esos otros lo consideren. Un armador de comunidades, un organizador. ¿Y por qué debería articular voluntades? Porque tiene claro que la virtud individual permea poco y nada sobre la sociedad, o al menos sobre una sociedad como la nuestra.

Ojo, que el individualismo no campea tan sólo entre "los malos". También hace estragos entre aquellos que critican la acción, desde una postura principista. Los que siempre están un cachito más a la izquierda que vos, que te metiste en el barro y empujaste para que el carro salga del pantano, y te chantan su condena: "¡Así no es!", mientras examinan sus ropas para asegurarse de que sigan inmaculadas. La gente que prefiere tener razón a intervenir la realidad para mejorarla. Los que usan las redes así como Narciso usaba el ojo de agua, para adorar su propia belleza. Los que plumerean el pedestal propio en vez de sumarse a la construcción del bien común, de un pedestal donde quepamos todos, o al menos, muchos. Hay demasiada gente así, entre los que consideramos nuestros.
Entonces la lógica sugiere también que una persona buena debería estar reconciliada con la noción de la fuerza que crea la organización que, a su vez, crea poder. Por carácter transitivo, debería reconciliarse con la idea del poder, que no es anatema ni veneno sino una herramienta legitimada por el uso que se haga de ella. La derecha no tiene pruritos en crear poder, es su ocupación full time. En cambio a nosotros parece que nos da asco. Lejos de contribuir a su evolución, lo astillamos constantemente, saboteamos su funcionamiento. Elegimos colocarnos frente al poder real desde una posición de indefensión cada vez mayor, con la coartada de que lo hacemos para preservar nuestros principios a los que, en vez de convertir en acciones concretas, conservamos dentro de su packaging original para que no pierdan valor de reventa. Y así no se puede, no hay forma de cambiar nada. Este individualismo es tan dañino como el de los pibes que despluman a sus padres, y ambos son funcionales a los designios del poder real.
Una persona buena no puede ser un helecho, vistosa pero inefectiva. Debería ser hoy, ante todo, una persona de acción. Una máquina de tender puentes, de generar contacto humano, de producir belleza, de sembrar empatía, de reír y hacer reír, de ofrecer su tiempo al servicio de otros desde el acuerdo explícito de la reciprocidad. (Porque todos los que intentamos responder a necesidades ajenas tenemos necesidades propias, que no estamos en condiciones de resolver solos.)

Lo más práctico sería alcanzarle a Gilligan algunos libros de Oesterheld. El tipo bueno que busca hoy se parece mucho al héroe colectivo que perfiló el creador de El eternauta. Solidario e ingenioso, jugador de equipo. Sin vocación de mártir, pero dispuesto a pagar un precio con tal de marcar la diferencia. ¿Una persona perfecta? Ni ahí, no hace falta. Puede tener defectos como todos — eso sí, a excepción del individualismo. Si se sale de la vaina por cortarse solo, no sería exactamente la clase de tipo bueno que andamos necesitando.
¿Soy yo, nomás, o esta discusión es apasionante? Por supuesto que no se agota acá. Me comprometo a seguirla y, por supuesto, acepto ideas y sugerencias. Pero ahora haré mutis, dejando caer la púa sobre una canción dylaniana (vengo muy dylaniano últimamente, por culpa de la película Un completo desconocido) que escribió Bruce Springsteen y me gusta desde que todavía no se había convertido en The Boss, allá por el '73. Se llama It's Hard to Be a Saint In The City, que significa Es difícil ser un santo en la ciudad. Con lo que estoy de acuerdo mil por mil, está claro.
Es difícil. Pero eso no significa que no haya que intentarlo.
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