DESDE EL CALDERO

Luisa Valenzuela se zambulle en las oquedades de la creación literaria

 

“Olvidá el mensaje. Olvidá todo aquello que tengas para decir. Olvidá todo excepto la historia. Si tu ideología es suficientemente fuerte, aflorará en cada palabra”. Con tamaña frase Rodolfo Walsh espanta los fantasmas que a comienzos de 1976 —pleno lopezrreguismo— acuciaban el trabajo de escritura de Luisa Valenzuela (Buenos Aires, 1938). Momento en que la narradora había descubierto un impulso que la habitaba desde antes: “Poner el cuerpo en juego, sentía que mi cuerpo estaba involucrado directamente en la escritura y sabía lo que eso me podía acarrear”. En efecto, eran tiempos en que los paramilitares de la Triple A asesinaban opositores, intelectuales y periodistas en particular. Había descubierto “lo que puede ser considerado ‘escritura política’, en el sentido profundo. Es un intento de revelar hasta lo más imperceptible, el más diminuto de los nudos con los cuales se estaba tejiendo a nuestro alrededor una red de dominación”. Había caído en la cuenta que toda escritura es política, aún la que produjo antes de saberlo.

Ese nudo diminuto, imperceptible aunque poderoso, capaz de interpelar al individuo de la especie como sujeto social, partícipe de una red que lo sitúa en tiempo y espacio, surge al modo de condición de posibilidad y fuente nutricia de la producción de sentidos. En este caso, del arte, manantial por antonomasia, y de la literatura en especial. Apuesta comprometedora de la carne, la sangre y la neurona, se enmarca en una amplia reflexión revestida de interrogante y en forma de libro: ¿De dónde vienen las historias?, la más reciente entrega de Valenzuela. Conociendo su estilo patafísico, entre chacotero y serio, siempre riguroso, no sería extraño que el título original hubiese sido algo así como ¿De dónde vienen las historias? ¿Eh?, evitado por mero decoro editorial.

 

La autora, Luisa Valenzuela.

 

Curioso interrogante para quien cuenta en su haber unos cuarenta libros entre novelas, cuentos y ensayos, todos atrapantes, todos exitosos, construidos “sin mapa, sin una hoja de ruta”, con personajes y situaciones —confiesa en la Introducción— crecientes, inesperadas, “que irán torciendo la trama para llevar a quien escribe hasta espacios desconocidos, permitiéndonos así abrirnos a alguna forma de comprensión de esto tan incomprensible que llamamos realidad”. Puerta a lo inasible, “camino de ida hacia la oquedad del desconocimiento”, generador de una pregunta, la del título, que “o no puede ser respondida o bien tiene mil respuestas”. Al fin y al cabo, pesquisa y ejercicio de una escritura, esta vez, de un estilo. Abrevadero patafísico: “La ciencia ‘que no obliga a nada, sino que, por el contrario, desobliga, en todos los sentidos de la palabra desobligar y de la palabra sentidos”.

Jamás ingenua ni inocente, Valenzuela da por sentado cómo toda escritura encuentra su soporte en la lectura, su reflejo. Arremete, como corresponde a toda sistemática, con el estado de arte en torno a la narrativa, sin escatimar escritores ni científicos. Descarta la catarsis y la expiación en favor del erotismo y la excitación del secreto a desentrañar con indispensable temeridad en pos de la sorpresa. Superada la necesaria “Introducción” y sus correlativas “Conjeturas”, la autora avanza hacia una segunda parte, “Espejo retrovisor” con despliegue distendido, en primera persona. Sin pretensión de erigirse en paradigma, más bien socializa medio siglo de experiencia literaria, a partir de una infancia marcada por su madre, la escritora Luisa Mercedes Levinson. Rescata ese crisol de la corrección, primero de los originales y después de las pruebas de galera, hasta dar paso al periodismo, modelo bien distinto aunque eficaz del polimorfismo del lenguaje, dispositivo hábil a fin de “encontrar una línea de pensamiento, un modo de enfocar la realidad del momento para sacarle el jugo a fondo, en lo posible”.

Viajera insaciable, Valenzuela reconoce en cada lugar la diversidad de lenguajes, usos y costumbres; quiebra el monopolio de los saberes para acceder a la azarosa arbitrariedad de las acciones humanas que, si se presentan de una forma es porque pueden se de otra manera. Un trabajo que “consiste en intentar ir descifrando símbolos, signos, desarmando arcanos, interpretando como se puede, atando cabos. Un ir atando nuditos para hacer la más fina de las alfombras, la menos ostentosa, la que solo puede apreciarse del revés. El revés de la trama”. Mapeado tan intenso derrotero, llega en auxilio de la autora la puesta en práctica de la experiencia acumulada de la mano de su más reciente personaje: el comisario retirado Santiago Alberto Masachesi, protagonista de la novela Fiscal muere.

 

 

Tercera sección, “La gesta de un personaje”, levanta aún más alto vuelo, a la conquista de los estratosféricos correlatos que “cruzan el umbral de mi conciencia”, pues aparece cuando le viene en gana, sin que se lo convoque. Nacido de un cuento, a su vez derivado de un microrrelato, el excomisario (así lo escribe) le regala una novela; señal que el procediniento creativo cambia de dueño, es apropiado por el personaje y el escriba queda yugando como un obrero. Es una economía sin plusvalía, con un excedente repartido entre los implicados. No extraña, entonces, una mutación en el lenguaje que se torna más cotidiano, coloquial, sin perder elegancia ni exquisitez. Se desencadena un serpenteante intercambio con Masachesi (ni amigo invisible ni amante incorpóreo, se encarga en aclarar la escritora, por si acaso) en su estricta calidad de informante, con “su sensibilidad para nada acorde con su antiguo oficio, su mirar fuera del tarro, porque el tarro le queda muy chico y su mirada encierra insospechadas riquezas”. El enardecido coloquio transcurre revisando los pormenores novelescos, incorpora a pedido del protagonista los aportes de su novia Teldi (un entrañable romance en la avanzada edad), a veces asumiendo el mismo policía retirado la voz narrativa. De aquí en más, constituye una presencia de la que ni el lector ni la autora desean desprenderse. Permite materializar la inmersión de lo que Valenzuela denomina el “estado de novela”, un portal, un plano segundo que no es segundo plano sino una instancia complementaria, enriquecedora, acaso la presentificación “de una ‘fonda astrosa con humos de dudosa procedencia’ (que muy bien puede ser la sucinta descripción del magma de donde provienen las historias)”.

 

Sin compararla, Masachesi guía a su creadora hacia su par Andrea Camillieri (Sicilia, 1925 - Roma, 2019), progenitor literario de otro célebre detective, Salvo Montalbano. Continuidades propias del género y discontinuidades inherentes a los distintos estilos, permiten a Valenzuela esbozar una teoría de la narrativa, integradora de muchos de los conceptos antes anunciados. Mediante el juego de contrastes, cuyo pormenorizado desarrollo amerita la lectura detallada, encuentra una dialéctica donde se desenvuelven, entre autor y personaje, ciertas lógicas inundando el campo imaginario, sin localización anatómica. Irreversible contraparte del fashionista oxímoron Inteligencia Artificial (hay que nombrarla, a la moda), Luisa Valenzuela concentra la respuesta a ¿De dónde vienen las historias? en la irrebatible pertinencia de un diálogo confianzudo:

—Ay, Masachesi, ¡no te tomés todo al pie de la letra!

—¿Y con qué pie sugiere que me lo tome? No tengo otro.

 

 

 

FICHA TÉCNICA

¿De dónde vienen las historias?-  Viajes al interior de la ficción

Luisa Valenzuela

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Buenos Aires, 2024

232 páginas

 

 

 

 

 

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