GRACIAS POR LA MÚSICA
Donde me saco el sombrero ante un arte esencial en mi vida, y cometo una imprudencia
La realidad argentina es trepidante. Nos pasamos el fin de semana hablando de estafas, pero hasta hace un par de días no hablábamos de otra cosa que de música. Porque tenemos un Presidente que —además de estafar, claro— está convencido de que su tarea de cotidiana demolición de la Argentina enfrenta un gran obstáculo, y que ese estorbo son los músicos. A quienes considera sus enemigos. Hasta ahora se contentaba con denostarlos en público, y echarles encima a sus mastines imaginarios. (En particular si se trataba de artistas mujeres, lo cual le permitía sobreactuar su masculinidad.) Pero esta semana dio un paso más. Ahora también los prohibe, como si ya no necesitase disimular que el suyo es un régimen autoritario.
Para cubrirse y fingir que no tiene nada contra la música y los músicos en general, él mismo pretende ser melómano. Verbitsky recordó acá mismo que Milei dice que le gustan los Stones —la opción más segura y descomprometida, es como decir que te gusta el dulce de leche— y también Un ballo in maschera, la ópera de Verdi. Me cuesta creerle. Para disfrutar en serio de la música, uno debe ser capaz de concentrarse en lo que suena durante más de un minuto. Y Milei es de los que se aburre antes de que promedie un tema de Los Ramones. Eso de que le gusta Verdi es más inverosímil que submarino boliviano. A no ser que permita que Un ballo in maschera suene de fondo mientras twittea, o cotorrea con sus invitados.
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A mí la música me gusta en serio. Tanto como para haberle dedicado muchos años de mi profesión periodística a valorar ese arte, sus obras y a sus artistas. Pero mi amor por ella precede lo profesional. Es inseparable de mi historia y a la vez es una elección de vida. Para mí la música es... ¿Qué podría decir? ¿Una conexión directa con lo esencial de la experiencia de existir, con el misterio, lo inefable? ...No, no voy a caer en la tentación de intentar definirla, porque de última no lo necesito. Me basta con entender cuán importante es para mí. En esto estoy con Kurt Vonnegut, el fenomenal escritor de Matadero Cinco. (Una que forma parte de mi lista mental de Novelas Que Todo El Mundo Debería Leer.) Creo que fue en su libro de ensayos A Man Without A Country, que es del año 2005 —cuando Vonnegut tenía ya ochenta y pico, falleció poco después, en 2007— que escribió lo siguiente: "Si yo fuese a morir alguna alguna vez, Dios no lo permita, querría que mi epitafio fuese este: 'LA ÚNICA PRUEBA QUE NECESITÓ RESPECTO DE LA EXISTENCIA DE DIOS, FUE LA MÚSICA'".
De existir el Cielo de la ortodoxia —Dios no lo permita—, Santo Tomás de Aquino debe estar cacheteándose desde entonces, mientras repite en latín: "¡Cómo no se me ocurrió!"
Nunca olvidé esa frase porque no puedo estar más de acuerdo. La parte en que se refiere a la existencia de Dios es lo de menos, como supongo que lo era para Vonnegut. El viejo apeló a esa hipérbole con la intención de subrayar que consideraba la música como algo sublime, o —quizás— hasta lo más sublime que hemos sido capaces de crear como especie: la manifestación física de que, aun en el mezquino marco del mundo del que transitoriamente formamos parte, existe algo digno de ser llamado divino.
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Por supuesto, Vonnegut no es el único entre los no músicos profesionales en tenerla en alta estima. Shakespeare la consideraba el alimento básico del amor. El bigotudo Nietzsche vivió ensalzándola. ("Sin música, la vida sería un error", dijo por ejemplo, en El crepúsculo de los dioses.) En un ensayo titulado, precisamente, Música en la noche, Aldous Huxley afirmó que, después del silencio, nada nos es más útil a la hora de expresar lo que no puede ser expresado de otro modo. Jack Kerouac la consideraba la única verdad. Y Langston Hughes la asimilaba a la vida en un poema breve, que también figura entre los favoritos de otra de mis listas mentales:
Life is for the living.
Death is for the dead.
Let life be like music.
And death a note unsaid.
La vida es para los que están vivos.
La muerte es para los que están muertos.
Que la vida sea como la música
Y la muerte una nota que no ha sonado aún.
Pienso que Shakespeare estimaba la música como parte de la nutrición esencial del alma, cuando no debía conocer más que un puñado de estilos, propios de la era isabelina. Y que Nietzsche no habrá oído más que la música popular de su época, más lo que consiguió apreciar en los teatros de la Alemania de fines del siglo XIX, propulsado por su relación con Wagner. Y sin embargo, ambos la consideraban una de las manifestaciones más excelsas del arte. (En Nietzsche anidaba, además, un compositor frustrado.) ¿Cuánto más deberíamos valorarla nosotros, que tenemos al alcance la entera historia de la música y conocemos las formas que adoptó en las más diversas regiones del mundo? Sin duda alguna, incluso por encima de la pintura, la literatura y el cine, la música es el arte que mejor expresa la diversidad de la experiencia humana. Nuestra riqueza en materia de sonidos, ritmos, armonías y melodías es incomparable.
Es fácil imaginar que, nacidos en un mundo generoso en materia de sonidos naturales —el fluir del agua, el silbido del viento, el ritmo de la lluvia, además de las efusiones de los animales— nuestros antepasados quisieron imitarlos primero, y engalanarlos después. (Esta sí es una tendencia propia de la especie. Los seres humanos necesitamos complicarlo todo, convertir lo dado en cultura. No nos basta con arrancar hojas verdes y comerlas de una. De inmediato nos ponemos a pensar qué otra cosa echarles encima y terminamos inventando la ensalada niçoise.)
Lo indiscutible es que encontramos otro uso para nuestras gargantas, más allá de la producción de sonidos guturales. Me pregunto si la cultura habrá nacido con la primera madre que eligió comunicarse melodiosamente con su recién nacido. Al toque diversificamos la producción de herramientas para sobrevivir y empezamos a fabricar objetos que producían sonidos agradables. Elipsis kubrickiana mediante —al estilo de la que, en 2001, nos lleva de un hueso a una nave espacial—, podríamos saltar aquí de las primeras canciones y flautas e instrumentos percusivos a las músicas omnipresentes en nuestra vida cotidiana. Porque ahora están en todas partes: en los celulares, en las radios, en los medios de transporte, en los gimnasios, en las casas y negocios, ¡hasta en los ascensores! Y hoy más que nunca, cuando la tecnología permite que llevemos la música encima, sonando para nosotros solos, hasta cuando caminamos y corremos. (Después de los celulares, los auriculares son el adminículo más ubícuo del mundo.) Nos exponemos voluntariamente a melodías y ritmos desde que abrimos los ojos hasta que los cerramos. La vida en silencio, o librada a la cacofonía de la ciudad en acción, ya ni parece vida, a no ser que vayamos dotándola sobre la marcha de una banda sonora que la torne soportable.
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Y esto ocurre porque no existe arte con el cual las mayorías tengan una relación más íntima y estrecha. De forma que trasciende las culturas y las diferencias sociales, casi todo el mundo se reconoce en músicas que lo interpretan mejor que muchas relaciones humanas. Porque nuestros vínculos de carne y hueso tiran de sisa: rinden en algún momento y decepcionan en otros. Pero la música no falla nunca. Siempre esta allí, comportándose como la mejor compañía. Jamás nos deja solos, y lo que es mejor aún: tampoco nos juzga. Está con nosotros cuando necesitamos ser frívolos, pero también cuando nos cuestionamos la existencia. Preserva nuestra soledad y asimismo, cuando deseamos sentirnos parte de la masa, nos conecta con otros. Ayuda a la introspección imprescindible para procesar los dolores y nos carga de energía cuando hace falta bajar la cabeza y embestir.
La verdadera María von Trapp —el personaje que inspiró al de Julie Andrews en La novicia rebelde, que dicho sea de paso fue el primer musical que mi madre me llevó a ver al cine— decía algo con lo que también concuerdo: que la música es una llave mágica, porque es capaz de abrir hasta el más cerrado de los corazones.
Si ninguno de sus sonidos te mueve ni conmueve, harías bien en revisar tu pulso.
¿Se imaginan lo que sería un mundo sin música — lo que serían nuestras vidas, sin música? Es casi imposible de concebir, porque de la música ya no sólo depende el disfrute estético y el mero entretenimiento, sino también parte de nuestra educación sentimental, de nuestra conciencia política, de nuestra capacidad de existir como tribu. (No hay comunidad, cultura o nación que no haya buscado definirse a través de una canción.) Si prescindiésemos de las melodías que jalonaron nuestra existencia, casi ninguno de nosotros estaría en condiciones de contar su historia.
Yo no podría, al menos. Mi prehistoria es la música que mi madre no me dejó más remedio que escuchar: Sinatra, la Negra Sosa, Serrat, Al Jolson, Liza Minnelli, Mina, Glenn Miller, Iva Zanicchi, los fragmentos de los compositores clásicos de la colección de Selecciones del Reader's Digest. Mi identidad comienza a definirse con Los Beatles, el verdadero jardín de senderos musicales que se bifurcan, porque a través de ellos llegué a todo lo demás: el jazz, el hard rock, la música contemporánea, los sonidos de la India, el folk, la psicodelia, el rock sinfónico. Mi juventud es el rock argento (Charly, Luis, los Redondos) y bandas de los '80 como The Smiths y Lloyd Cole & the Commotions. (Tuve la suerte de ver a Cole en vivo este verano, era una asignatura pendiente.) Mi presente sería inexplicable sin la música del Indio y la de Leonard Cohen. La comunicación con mis dos hijos varones, los más pequeños, tiene varias avenidas musicales de ida y vuelta: hice que escucharan muchas cosas, pero ellos también me regalaron a Dillom y a Catriel. En estos días, las canciones de Oasis forman parte del lenguaje común. Y hacer música juntos —tocar y cantar canciones que nos gustan, bah— es una actividad recreativa, que nos une, y mucho.
Parte del poder que la música tiene pasa, creo, por la economía con la que maneja sus recursos, disponiendo de poquísimos elementos con gran precisión. Casi todas las demás formas del arte son dispendiosas, necesitan mucho más —más palabras, más pinceladas, más secuencias, más dinero, ¡más tiempo!— para producir un efecto mucho menor. Como escritor, soy consciente de que necesito al menos doscientas páginas para conseguir el efecto emocional que una canción obtiene en tres minutos. Pero la música, y en particular la música popular, observa la concentración del haiku, esa forma poética de origen japonés que te insinúa un universo en tres líneas.
El poder de casi todas las formas artísticas depende de un complejo proceso de asimilación, por parte de quienes nos exponemos a ellas. Hay que contemplar un cuadro y desbrozar qué te inspira, elaborar la experiencia, traducirla a palabras, a ideas; hay que dedicar horas a ver una película y más tiempo después, para interpretarla y entender qué te produjo. Pero una canción puede ser directa como un disparo al corazón, bang: si es la indicada para vos, te arrebata del suelo y, cuando te devuelve a tierra, te devuelve otro, transformado. ¿Será por eso que el poder desnudo les teme más que a ninguna otra expresión artística?
Una historia cualquiera, contada por una obra de teatro, una serie o una novela, puede hablar de un tema específico, pero lo hace siempre de forma indirecta: a través de personajes, de una anécdota, de una progresión dramática. Una canción puede hablar de un tema de manera directa, y decir exactamente lo que quiere decir (si no hay amor, que no haya nada: ¡no vas a regatear!), sin usar más recursos que los imprescindibles.
A fin de cuentas, estamos hablando de ondas en el aire: ¡la nada misma! Un ritmo, un timbre subyugante, una melodía y unas pocas palabras. Eso es todo lo que necesita una canción para abrir tu corazón y tu mente en unos pocos compases. Tal vez porque es forma pura, como suele decir el Indio, y trabaja directamente sobre el alma, eludiendo la aduana del entendimiento. Te atraviesa en minutos, y después pasás la vida entera tratando de razonar cómo pudo hacerte lo que te hizo, sin dejar de sacudirte nunca.
Uno tiene la fantasía de que eligió las canciones de su vida, pero son las canciones las que lo eligen a uno. Ellas escriben el guión de nuestras existencias. Las melodías aportan la banda sonora y las palabras informan nuestros diálogos, por lo menos aquellos mediante los cuales quisimos expresar algo trascendente. En ese sentido le ganan por afano a las demás formas del arte, porque surten efecto en tiempo récord pero sin sacrificar hondura. Pueden ser breves y a la vez profundas como un tratado filosófico. Muy pocos seres humanos han leído o están en condiciones de leer y entender a Sartre, pero cualquiera que haya escuchado Hurt, de Trent Reznor, estaría en perfectas condiciones de conversar con esos lectores.
A pesar de su aparente simpleza, la forma canción puede albergar infinidad de niveles de lectura y proceder con la sutileza del gran arte. Ya que mencioné a Lloyd Cole, voy a poner como ejemplo una de sus canciones, que seguramente no conocen. Se llama 2 cv, apócope de deux chevaux, o sea Dos Caballos, que es como se le decía a un viejo modelo de Citroën. Tiene apenas dos estrofas y no llega a los tres minutos. La anécdota no puede parecer más liviana y el arreglo, casi de cajita de música, no desentona. Cuenta el fugaz romance entre el narrador y la chica del Citroën. Intiman casi de inmediato, pero el narrador no parece apostar un mango por la relación. "Lo único que hicimos fue malgastar tiempo precioso", reflexiona. Cuando ella decide acabar con el affaire y huye en el auto, él no parece mosquearse. "No pude estar más de acuerdo", dice. "Todo lo que compartíamos era un mismo gusto en materia de ropa". Pero a continuación modifica uno de los versos que ya hemos oído, para que ahora diga: "Lo único que hicimos fue... perderlo todo". Ya fuese porque la amaba de verdad aunque no lo admitiese o se dio cuenta tarde, o porque esa relación frívola pospuso la búsqueda del amor verdadero, la canción expresa en términos agridulces que, si te descuidás, la vida —y las oportunidades— se te van a escapar entre los dedos como agua. Y lo hace como quien no quiere la cosa, sin llamar la atención sobre sí misma.
Las mejores canciones, como las mejores personas, son aquellas que son capaces de albergar más contradicciones, sin entrar en crisis.
Toda esta introducción que hice hasta aquí es —lo confieso— para justificar por qué, a esta altura de mi vida, no sólo se me dio por volver a hacer canciones, como ya lo había intentado de forma amateur durante mi juventud, sino además por decidirme a grabarlas y a difundirlas.
Puedo contar cómo se detonó el proceso. De algún modo lo disparó mi hijo Bruno, el verdadero músico de la familia, el día que insistió en encontrar el CD que contenía tres o cuatro canciones viejas que grabé con una banda que integré hace décadas. Buscó hasta que lo encontró, se tomó el laburo de digitalizarlas y me las mandó. Las escuché, con inevitables pruritos... y me sorprendieron, porque me pareció que, a pesar del tiempo transcurrido, todavía se bancaban. ¡No estaban mal! Y eso me llevó a preguntarme qué me saldría hoy, tanto tiempo después, si me diese por alumbrar una melodía y ponerle palabras.
A consecuencia de esa búsqueda, surgieron varias melodías. Pero la primera en consumarse entera, con música y letra, fue la que terminé grabando, y hoy quiero compartir con ustedes.
Seguramente no me habría animado a hacerlo, si la vida no me hubiese arrimado a gente que es música de verdad, durante estos últimos años. En primer lugar el Indio, que es un juez severo en materia del arte de hacer canciones, y podría haberme desalentado apenas con un gesto. Sin embargo no lo hizo, todo lo contrario. Me dejó correr con el capricho, y fue instrumental en su realización. Por supuesto, no correspondería que nadie lo responsabilizase por el resultado, del que es por completo inocente. Su única responsabilidad en el asunto es la de haberme consentido, con el mismo trato amoroso que viene dispensándome desde hace años.
La otra persona que fue esencial en la materialización de mi canción fue Gaspar Benegas, a quien la mayoría conoce como guitarrista de Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado —la banda actual del Indio— y frontman del trío La Mono. Muchos habrán visto o escuchado a Gaspar en estos días, en redes y medios, cargándose al hombro una tarea que seguramente desearía no haber asumido nunca: la de reclamar solidaridad con las víctimas de los incendios que se devoraron parte de ese paraíso en la Tierra que es el sur argentino, en la zona del Bolsón. Bueno: ese es Gaspar. El tipo al que me acerqué, diciéndole: "Tengo esta cancioncita y no sé cómo plasmarla", y que me ayudó a darle vida, dedicándole tiempo y esfuerzo, del modo más desinteresado. No sólo grabó las guitarras acústicas y eléctricas, lo cual ya sería un lujo. Asumió la producción, me conectó con los músicos que aportaron las cuerdas —Lucas Argomedo en cello, María Cecilia García en violas y violines— y lo grabó y mezcló todo, incluyendo mi voz y la de Bruno, que armonizó conmigo.
Esa sería la historia objetiva de la canción, la descripción de cómo vino a este mundo. Pero quizás no sea la explicación esencial, lo que revela por qué me dio por hacer canciones, y exponerlas, a esta hora de la soirée. En mi experiencia, uno no termina de entenderlo del todo lo que crea y engendra hasta que pasó algún tiempo. Me pasa con las novelas, que en general ya están publicadas cuando me cae la ficha de la razón profunda por la cual necesité escribirlas. E imagino que en este caso no será diferente. De momento, asumo que, por una parte, no deseaba culminar mi experiencia en esta vida sin haberlo intentado. Me sedujo la idea de dejar testimonio de mi voz. Y en segundo término, de forma coincidente, entiendo que sentí la urgente necesidad de tratar de hacer algo lindo, aspirando a que alcanzase cierta excelencia, porque se avecinaba un tiempo de mierda. Le mandé una grabación casera a Gaspar en diciembre del '23, cuando ya Milei era inevitable, y la fuimos trabajando durante su año inicial de gobierno. Supongo que intuía ya entonces que hacer e interpretar una canción iba a convertirse en un gesto político en sí mismo, porque Milei se convertiría en enemigo de todo lo bueno y lo bello de este mundo.
Si de mí dependiese, seguiría hablando aunque más no fuese para postergar el instante en que empiece a sonar la canción que compuse y grabé. Me da un cagazo enorme, nunca me sentí más desnudo. Pero si la parí fue porque quería traerla al mundo, así que no voy a esconderla ahora.
Cada vez que hablo de ella me sale decir "mi cancioncita", y el Indio me carga, pero no es falsa modestia. Es una cancioncita, porque seguramente no está a la altura de las canciones que a ustedes les marcaron la vida. Pero es mi cancioncita, y estoy orgulloso de ella. Todo lo que pido es que, si por una de esas les inspira un sentimiento o emoción positivas, la compartan con alguien a quien quieran hacerle sentir algo parecido. No me metí en este bardo porque sueñe con una carrera como músico, a los 63 años. La hice, la grabé y ahora la suelto, tan sólo porque imaginé que a lo mejor existía alguien más allá de mí mismo, ¡aunque más no fuesen dos o tres personas!, a las que podía servirle como momentáneo antídoto ante la fealdad, la crueldad y la violencia del mundo de hoy. Si existe aunque más no sea una persona, más allá de las que ya me quieren, a la que le inspire algo lindo, me daré por satisfecho. ¡Misión cumplida!
Se llama Dos de dos. No Dos dedos, aunque exista un signo digital con el que no desentonaría. Dos de dos, como alternativa a Una de dos, porque como ya dije, para aspirar a la felicidad uno tiene que ser capaz de asimilar las contradicciones que la realidad te chanta en la jeta.
Dos de dos. Y suena así.
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