El dolor redentor
El remedio que nos salvará de la catástrofe imaginaria, un clásico del manual liberal argentino
En Conocer a Perón, un libro muy recomendable, Juan Manuel Abal Medina relata la estrategia llevada a cabo desde el movimiento peronista para sortear la proscripción de su líder y asegurar no sólo su regreso al país, sino también su candidatura y, como objetivo último, la victoria presidencial de 1973. Abal Medina describe con estilo llano y en primera persona su paso del nacionalismo al peronismo, su designación como último secretario general del Movimiento Peronista y las trampas de la dictadura del general Agustín Lanusse que tuvo que sortear junto al secretario general de la CGT, José Ignacio Rucci, entre otros protagonistas de aquella época.
Un tema vuelve de forma recurrente en ese relato de época: la necesidad de restablecer la Constitución de 1949, derogada a través de un bando militar por la dictadura del general Pedro Eugenio Aramburu, apodada de forma creativa Revolución Libertadora por los entusiastas del bombardeo a la Plaza de Mayo. Para Abal Medina, reponer la Constitución ilegítimamente derogada era el paso necesario para restablecer el Estado de derecho, objetivo compartido por el propio Perón, aunque nunca llevado a cabo.
Como señala un estudio del Instituto Argentino para el Desarrollo Económico (IADE): “Los planes económicos de la denominada ‘Revolución Libertadora’ tropezaban con la Constitución de 1949 y ello ponía como cuestión vital el retorno a la Constitución de 1853. El cambio político iba acompañado por otra orientación de la política social y un retorno a la ortodoxia económica. Bien expresó Alan Rouquié que a través del invocado proceso de re-democratización se operaba ‘una restauración de los grupos dirigentes hechos a un lado por Perón. Los dueños del país volvían a tomar en sus manos las riendas del Estado’”.
En 1954, la participación de los asalariados superaba el 50% de la renta nacional (el famoso “fifty-fifty” alentado por Perón, que sólo se volvería a lograr durante el gobierno de CFK). Desandar esa distribución favorable al trabajo fue uno de los objetivos del establishment que impulsó el golpe de 1955 y derogar la Constitución de 1949 fue el paso necesario para lograrlo. La hoja de ruta económica de los golpistas fue el plan ideado por Raúl Prébisch, por aquel entonces secretario ejecutivo de la Comisión Económica de las Naciones Unidas para América Latina (CEPAL), que, rechazando la intervención estatal como la peste, propuso la llamada liberalización de la economía, es decir el ajuste estructural, el inicio del endeudamiento crónico y, por si estas calamidades no fueran suficientes, también el ingreso de la Argentina al Fondo Monetario Internacional (FMI), que ocurrió ese mismo año.
En efecto, el economista propuso transferir al sector agropecuario una porción mayor del ingreso nacional para incentivar las exportaciones. Para ello aconsejó la eliminación de los controles de precios, la apertura de importaciones, la desregulación de las exportaciones (eliminar el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio o IAPI) y el congelamiento de salarios. La reducción del salario real fue una decisión paradójica ya que el propio informe de Prébisch sostenía que la proporción de los salarios en el ingreso total del país era, antes de 1946, demasiado baja en relación a los países más desarrollados, y que el aumento logrado durante los gobiernos peronistas era un evidente progreso social, lujo que al parecer no podíamos darnos.
Sesenta años más tarde, el economista Javier González Fraga lo explicaría con honestidad brutal en referencia al aumento del poder adquisitivo de los asalariados conseguido durante los gobiernos kirchneristas: “Le hiciste creer a un empleado medio que su sueldo medio servía para comprar celulares, plasmas, autos, motos e irse al exterior. Eso era una ilusión. Eso no era normal”. “No hay plata” diría el Presidente de los Pies de Ninfa. Al menos para los asalariados.
“La enorme masa de obreros y empleados tendrá que ajustar el cinturón a fin de salvar al país de una catástrofe que sólo existe en la inventiva de Prébisch”, escribió Arturo Jauretche en Plan Prébisch, retorno al coloniaje, una crítica feroz al modelo económico defendido por el entonces secretario ejecutivo de la CEPAL.
En realidad, el remedio atroz que nos salvará de una catástrofe imaginaria forma parte del manual neoliberal propio de nuestra derecha, hoy extrema derecha. Volvió algunas décadas más tarde, cuando Mauricio Macri explicó que le “tocó gobernar con una crisis asintomática”, es decir una crisis cuyos síntomas e incluso cuyas consecuencias eran imperceptibles para la mayoría de sus conciudadanos.
Cuando Alejandro Bulgheroni –presidente de la petrolera PAE y uno de los empresarios más ricos del país– sostuvo en marzo del año pasado que de esta crisis “no se sale sin dolor”, retomó la noble letanía del dolor redentor que nos salvará de esas crisis tan atroces como imaginarias. Por supuesto, el dolor redentor no es para todos: sólo para las mayorías.
El Presidente de los Pies de Ninfa, que tantos elogios se lleva de parte del 0,1% más rico que incluye a Bulgheroni, considera por su lado que nos salvó de una crisis aún peor de la que padecíamos, sin saberlo, en 2015: “Esta es la herencia que dejan: una inflación plantada del 15.000% anual (...) El gobierno saliente nos dejó plantada una híper y es nuestra máxima prioridad hacer todos los esfuerzos posibles para evitar semejante catástrofe que llevaría la pobreza al 90% y la indigencia al 50%. No hay solución alternativa al ajuste” (frente a esa cifra afiebrada, es bueno recordar que, según el Banco Central, la tasa de inflación anual de 1989, el peor año de la híper, fue de 4.923%).
Las crisis tan atroces como imaginarias representan una obstinada tradición de nuestra derecha. Son el preludio al dolor redentor, a las “decisiones durísimas pero necesarias” que siempre recaen sobre las mayorías, ya que nunca hay alternativa al ajuste. Y, vaya casualidad, sortear esos infiernos de fantasía exige tanto empobrecer a los más pobres como enriquecer a los más ricos.
Ocurre que la Argentina es un país peculiar en el que los ricos son demasiado pobres como para asumir los impuestos que deberían pagar, pero los pobres y la clase media son suficientemente ricos como para ganar siempre menos.
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