Califas globales

En el nuevo mundo habrá una minoría selecta y millones de siervos a merced de ese poder

 

En 1907, el Estado Libre del Congo fue transferido a Bélgica. El tratado de cesión, redactado en dos ejemplares, fue celebrado entre ambos Estados el 28 de noviembre de ese año. Contiene apenas 4 artículos. El artículo 1 establece: “Su Majestad el Rey Soberano declara que cede a Bélgica la soberanía de los territorios que componen el Estado Libre del Congo con todos los derechos y obligaciones correspondientes”. Puede resultar extraño que fuera el rey belga, Leopoldo II, quien cediera ese territorio supuestamente libre a su propio reino; pero en realidad, aquel acuerdo fue sólo uno de los últimos capítulos de una de las historias más crueles de la colonización del continente africano.

Unos años antes, el canciller del imperio alemán, Otto von Bismarck, convocó a una reunión en Berlín para resolver los desacuerdos de las diferentes potencias euroasiáticas (incluyendo a Estados Unidos, una potencia emergente) referidas a los territorios africanos a ocupar. Con un candor encomiable, el canciller afirmó que su objetivo era “establecer las condiciones del desarrollo del comercio, la civilización y el bienestar moral y material africanos”.

Leopoldo II convenció a sus pares para que le permitieran tomar el control de esa extensa región, equivalente a 60 veces el tamaño de Bélgica, a través de una organización que llamó Asociación Internacional Africana y que luego bautizó como Estado Libre del Congo. Lo peculiar es que esta institución privada no estaba vinculada con el estado belga, sino que dependía directamente del monarca, quien se presentaba como su “propietario”. Era la única colonia privada del mundo.

El resultado de la transacción fue la muerte de unos 10 millones de congoleños. La cifra todavía se discute, ya que las planillas de los meticulosos funcionarios belgas les prestaban más atención a las toneladas de marfil y caucho que a quienes las cargaban. Fueron víctimas de la “misión civilizatoria” de las potencias europeas o, de forma más prosaica, de la voracidad del monarca belga.

En 1899, Joseph Conrad publicó El corazón de las tinieblas, una novela breve en la que describió el horror de la colonización del Congo belga y que Jorge Luis Borges consideró “el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado”. Ochenta años más tarde, Francis Ford Coppola y el guionista John Milius la adaptaron al cine. Apocalypse Now describe el mismo horror, trasladándolo a la guerra de Vietnam.

En una alegre conferencia de prensa que dio en la Casa Blanca junto al primer ministro de Israel Bibi Netanyahu, el Presidente Donald Trump afirmó: “Estados Unidos tomará el control de la Franja de Gaza. Seremos dueños de ella”, luego de referirse al territorio palestino como un lugar “de muerte y destrucción”. Vaya coincidencia, sentado a su lado estaba el responsable de tanta muerte y destrucción —su par israelí— sobre quien pesa una orden de arresto de la Corte Penal Internacional por crímenes de guerra y de lesa humanidad. Al parecer, nadie le avisó.

Por si quedara alguna duda, Trump advirtió que las personas que residen allí deberán irse, pues si lo hacen “no recibirán disparos ni serán destruidos”. Es decir, si algún ciudadano palestino pretendiera seguir viviendo en su tierra, ya sabe a qué atenerse: recibirá disparos y será destruido. Además, hablando como desarrollador inmobiliario de terrenos ajenos, el Presidente norteamericano alabó la belleza de la “Riviera de Oriente Medio” y su enorme potencial turístico. Una belleza que no sería para los palestinos, quienes deberán elegir entre el destierro o la muerte, si tomamos en serio las palabras del nuevo matón del barrio global.

Por supuesto, nada de esto es políticamente viable, sólo aporta más confusión y violencia a una región que padece los estragos de un conflicto territorial que lleva décadas. Necesita más diplomacia y política, no gruñidos impotentes.

En todo caso, como las enunciadas por Bismarck hace casi un siglo y medio, las intenciones de Trump son las mejores hacia los habitantes de las tierras que dispone como propias. Sólo faltó en el cónclave la oportuna presencia de Elon Musk —dueño de Starlink y SpaceX, y recién nombrado titular del Departamento de Eficiencia Gubernamental (!)— para amenazar a los palestinos con represalias satelitales si persisten en la loca pretensión de vivir en su tierra. No sería la primera vez que el magnate sudafricano interviniera en un conflicto entre Estados: ya lo hizo en la guerra entre Rusia y Ucrania, favoreciendo alternativamente a uno y otro bando.

Para el economista Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía, Elon Musk, Jeff Bezos y Mark Zuckerberg son tecno-oligarcas que están transformando a los Estados Unidos en una oligarquía. Para Yanis Varoufakis, ex ministro de Finanzas de Grecia y conocido ensayista, se trata en realidad de un cambio más profundo. En Tecnofeudalismo, ensayo publicado en 2024, considera que las dinámicas tradicionales del capitalismo ya no gobiernan la economía y los cambios tecnológicos acelerados de las últimas dos décadas, como un virus, han acabado con su huésped.

En el “tecnofeudalismo”, los nuevos señores feudales son los propietarios de lo que llama “capital de la nube”, y los demás —quienes no tomamos la precaución de figurar en la lista de las diez personas más inmensamente ricas del planeta— nos transformamos en siervos, como en el medievo. Un sistema de explotación que, a contramano del Estado de bienestar impulsado después de la II Guerra Mundial, aumenta de forma exponencial la desigualdad.

Y ese es el punto neurálgico de esta nueva mutación capitalista: la desigualdad estructural. No podemos comprender el fenómeno que llevó a un personaje desquiciado como Javier Milei a ser el Presidente de los Pies de Ninfa sin analizar, como lo señalan Valeria Di Croce (autora de El arca de Milei) y Mercedes D’Alessandro (autora de Motosierra y confusión), las crisis del 2008 y la de la pandemia del 2020. La salida de esas crisis financieras concentró tanto el poder en los gigantes tecnológicos (las famosas empresas “Big Tech”), que hoy se han transformado en verdaderos califatos globales. Pueden intervenir directamente en la política interna de los Estados soberanos y su cotización en la bolsa supera al PBI de un país como la Argentina.

Como explica D’Alessandro, nuestra derecha —hoy extrema derecha— logró imponer la inflación como el problema central de la Argentina, pese a que “hay un montón de crisis abiertas —crisis en el mundo del trabajo, crisis climática, crisis de deuda, crisis política— que están desatendidas”.

 

 

 

Para Martín Becerra, doctor en Ciencias de la Información, las grandes plataformas digitales “salieron del clóset”: “Las Big Tech se erigen, como nunca antes, en razón de Estado; pero, a la vez, el propio Estado opera como razón de ser de las Big Tech. Como dice el refrán, quid pro quo (esto por aquello)”.

El sueño de los nuevos califas tecnológicos no difiere mucho del de Leopoldo II, quien también llevó adelante su “guerra cultural” al imponer gracias a medios y diplomacias afines que su rol era el de aportar cultura y civilización a los bárbaros africanos. En el nuevo mundo habrá una minoría selecta, con el poder de fuego de las plataformas y las redes, y millones de siervos a merced de ese poder cada vez más concentrado.

Focalizar sólo en un títere como el Presidente de los Pies de Ninfa, es decir, en la versión local de un fenómeno global, puede hacernos perder el contexto más amplio de este capitalismo tecnológico que “salió del clóset” pero que, sobre todo, considera que los vaivenes electorales de la democracia son un escollo para sus planes de desarrollo, ya que requieren de continuidad (al parecer, la tan valorada alternancia, otrora pilar de la democracia, perdió su atractivo).

Entender el fenómeno en toda su amplitud es un primer paso para debatir una respuesta desde la política a las crisis hasta ahora desatendidas. Los liderazgos populares tienen una enorme responsabilidad en esta etapa, como ocurrió en 2003 con Néstor Kirchner, quien inició la salida exitosa de la crisis de la Convertibilidad.

No es una coincidencia que CFK sea proscripta judicialmente e incluso que se haya atentado contra su vida. Los nuevos califas y sus marionetas no se equivocan de enemigo.

 

 

 

 

 

 

 

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