Ficción para sobrevivir

Se reeditan los cuentos que Antonio Di Benedetto escribió en prisión durante la dictadura

 

El mendocino Antonio Di Benedetto, uno de los escritores y periodistas más talentosos de todos los tiempos, permaneció preso de la dictadura cívico-militar entre marzo de 1976 y septiembre de 1977. Durante su cautiverio fue golpeado y sometido a cuatro simulacros de fusilamiento. No podía escribir, porque destruían sus papeles, pero encontró un ardid: le mandaba cartas a una amiga que comenzaban: “Anoche tuve un sueño muy lindo: voy a contártelo…”. Así transcribía los textos de sus cuentos, con letra microscópica, que había que leer con lupa y en los que abundan situaciones de invasión y peligro en espacios reducidos. Los relatos que integran el libro Absurdos, reeditado ahora por Adriana Hidalgo, fueron escritos en la cárcel y se publicaron por primera vez en España en 1978. Constituyen una deslumbrante antología de su labor como cuentista, con títulos inolvidables como “Caballo en el salitral” o “Aballay”, este último con adaptación en tono de film épico, Aballay, el hombre sin miedo (2010), dirigido por Fernando Spiner.

Se trata de doce cuentos mayormente breves, más un “Tríptico zoo-botánico con 103 rasgos de improbable erudición”, compuesto de vizcachas, sargazos y conejos. Entre animales y paisajes desolados, atmósferas de vida y muerte, de delirios oníricos, colores y escenas de su terruño, como el San Rafael protagonista de “El juicio de Dios” –cuento dedicado a su madre Sarita–, pululan campesinos y mercaderes, seres de otro tiempo, ferrocarriles, ranchos, lluvia de cenizas, vidas errantes, lo terrenal y lo sagrado, desdichados y creyentes. Un manejo magistral de los tiempos, de los diálogos y las descripciones. Como unas líneas que se leen en “Caballo en el salitral”:

“Ruina son los huesos, caídos y dispersos, perdida la jaula del pellejo. Pero en una punta de vara enredó sus cueros el cabezal del arreo y se ha hecho bolsa que contiene, boca arriba, el largo cráneo medio pelado. Sobre la ruina transcurre la vida, a la búsqueda de la seguridad de subsistencia: una bandada de catitas celestes, casi azules los machos, de un blanco apenas bañado de cielo las hembras. Como ellas, una pareja de palomas torcazas emigra de la sequía puntana. Ya descubren, desde el vuelo, la excitante floración del chañar brea, que anchamente pinta de amarillo los montes del oeste”.

O en el cuento “Málaga paloma”, cuando irrumpe el tema de la eterna espera, tópico frecuente de obras capitales como Zama. Allí, un personaje dice:

“Yo espero a Málaga. Si es Málaga quien viene, se ha producido la conjunción de todos los oráculos propiciatorios. Ella no llega, aparece. No aparece, se vislumbra, asoma, hasta que en momentos se hace plenitud”.

O en “Pez”, los olvidos y los recuerdos, la memoria, el silencio y la noche:

“Todo el silencio –que no es silencio, sino murmullos apelmazados para su conciencia, porque no llegan los sonidos que ella aguarda– se apelotona y se le hace como una bola que le estorba en el vientre. Tiene ganas de llorar, en estas altas horas más que nunca, pero se frena, atenta a oír, porque aun a distancia la consolará cualquier indicio del jinete. No tiene que adivinar la naturaleza de los ruidos, sin esmero los descifra todos, de las aves y las alimañas, o del aire. Busca quedarse en blanco de ellos, para filtrar el que le conviene. Busca recobrar memorias agradables, para distraerse, y las comunes, y se acuerda de otro terror de la infancia: el pájaro enorme con cuerpo de pez (…) Contra lo que calculaba, la noche no le agranda los terrores. De cierta manera las sombras la amparan, le han concedido la misericordia de no ver tan patente lo que tiene al lado. Lo presiente, no hay remedio; pero no lo siente, o más bien ya lo siente, o quiere sentirlo, ajeno, y evita rozarlo”.

Nombre indiscutible de la literatura argentina, Antonio Di Benedetto dejó inconclusa la carrera de Derecho y se dedicó al periodismo durante el resto de su vida a la par que desarrolló su escritura de ficción. Residió en su ciudad natal mendocina hasta 1976, año en que fue detenido por el gobierno militar. Había publicado en 1953 su primer libro, Mundo animal, con el que inició su carrera de escritor cuya cima fue la novela Zama (1956), lo más depurado de su estética, llevada al cine mucho tiempo después por Lucrecia Martel. Recibió la beca Guggenheim en 1975 y se exilió en Estados Unidos, Francia y España, donde dio clases y publicó diversas notas periodísticas desde Madrid. Regresó a la Argentina en 1984, donde murió poco después de un derrame cerebral.

 

Portada de "Zama", su obra maestra.

 

 

Además de su trabajo periodístico, cultivó con pareja calidad el relato y la novela, con títulos como El silenciero (1964), Los suicidas (1969) y su último libro, Sombras nada más... (1985), que coincidió con la recepción del premio Boris Vian. Fue el primer escritor detenido por la dictadura. Estaba en el directorio del diario Los Andes en Mendoza, donde desde 1972 había publicado notas sobre la represión policial y los atentados de grupos parapoliciales. “Siempre me negué a ocultar información”, dijo, haciendo culto de la ética periodística. Su caso revivió en el “juicio a jueces”, un proceso emblemático en 2015 por delitos de lesa humanidad en Mendoza.

Cuando los militares entraron a la redacción de Los Andes, en pleno centro de la capital mendocina, Di Benedetto se descompuso y pidió que no lo sacaran por la puerta principal del diario, sobre la calle San Martín, donde la gente se agolpaba para seguir las novedades en una pizarra. Juan Carlos Schiappa de Azevedo, miembro del directorio de Los Andes, junto con Osvaldo Lima y el abogado de la empresa, salieron con él por la puerta trasera del edificio. Los tres hombres partieron en un auto que se dirigió al Liceo Militar General Espejo, a cargo del coronel Carlos Horacio Tragant. Mientras lo detuvieron en el diario –según varios testigos, “él era el blanco del operativo militar”–, otros militares le allanaron la casa. Luci, su hija, y Carmen, su hermana, lo buscaron por todos lados, sin recibir respuesta. A Di Benedetto lo alojaron en un sitio apartado del resto de los presos. Según el abogado Pablo Salinas, allí llevaron a los dirigentes políticos y gremiales más importantes de la región. “A los militantes de base los llevaban al D2. Y a los que consideraban de mayor rango, al Liceo Militar. Entre otros, ahí estaba Ángel Bustelo, dirigente del Partido Comunista que declaró en el Juicio a las Juntas”, declaró Salinas.

 

Con su mujer y su hija. Foto: Archivo Fondo Di Benedetto.

 

Di Benedetto fue parte de un grupo de periodistas críticos que no garantizaban a los militares la posibilidad de manejar los medios de comunicación. A él lo golpearon, lo torturaron y lo incomunicaron. Pasó seis meses detenido en Mendoza. Del Liceo lo trasladaron al pabellón 11 de la Penitenciaría local. El 26 de mayo de 1976 fue puesto a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. En una de las audiencias del “juicio a jueces”, el testigo Pedro Tránsito Lucero declaró que los militares se ensañaron con él: lo quemaban con cigarrillos, lo apaleaban y lo pateaban. Otros testigos dijeron que Di Benedetto no hablaba, que estaba ensimismado, pero que cuando miraba cómo torturaban a los demás, se acercaba a las víctimas y las contenía. Es asombroso pensar que, en ese contexto, había días que, oculto de la mirada de los guardias, tomaba un lápiz, una hoja y se ponía a escribir sus cuentos.

En una de las audiencias de aquel juicio, Lucero contó que “un teniente de apellido Ledesma solía venir a las requisas a mitad de la noche a sacarnos desnudos al patio. Recuerdo que Antonio una vez gritó ‘guardia’. Ahí estaba todo el personal del Ejército y dijo ‘yo estoy enfermo’. Le contestaron ‘morite, viejo de mierda, si eso es lo que queremos’”.

En la cárcel, los presos tenían oportunidad de acceder al diario Los Andes. Formaban una ronda alrededor de quien leía en voz alta. Di Benedetto escuchaba atentamente las noticias, pero sin participar demasiado. Pudo comprobar amargamente que el matutino no había publicado nada sobre su detención. Las nuevas autoridades del diario lo habían declarado cesante. Entonces “el viejo puteó por primera vez con su terrible voz de bajo profundo”, dijo Fernando Rule, que fue delegado de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) y compartió celda con él. Rule también testimonió en el “juicio a los jueces”. “Di Benedetto fue un gran hombre, un gran escritor, que políticamente entendía poco sobre lo que estaba pasando. Sufrió muchísimo”, agregó.

El Buenos Aires Herald, dirigido por Roberto Cox, fue uno de los pocos medios que publicó de manera sistemática el caso de Antonio Di Benedetto. El 19 de mayo de 1976, en el famoso almuerzo en Casa Rosada, Jorge Rafael Videla recibió a Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato. Este último entregó una lista con once nombres de personas relacionadas con la cultura que estaban desaparecidas. Entre esos nombres, estaba Di Benedetto.

 

Di Benedetto guiando a Jorge Luis Borges.

 

El 27 de septiembre de 1976 un avión Hércules de la Fuerza Aérea Argentina trasladó a un grupo de presos políticos de Mendoza a Buenos Aires. Allí estaba Di Benedetto y, a su lado, Ángel Bustelo, que más tarde narraría en un libro todo lo sucedido y se referiría al escritor como Suetonio Da Bene. “El silenciero cautivo”, se llamaría su historia. El viaje fue atroz: los obligaban a escupirse entre ellos, atados de pies y manos, y los torturaban.

Lo llevaron a la Unidad 9 de La Plata. Junto a figuras de la política mendocina, fue identificado con una cinta azul. A los marcados, les reservaban los golpes más fuertes. Los castigos se volvieron cotidianos. Le rompieron los anteojos y sufrió simulacros de fusilamiento. “Recibí un golpe en la que cabeza que es una preocupación continua, porque desde entonces tengo la impresión de que me afectó, en gran parte, mis capacidades mentales”, dijo diez años después al periodista Jorge Urien Berri en una entrevista.

En octubre del ‘76, Di Benedetto rompió el silencio y escribió una circular para sus conocidos. Pedía que le llevaran libros que respetaran las indicaciones de los militares: ni pornográficos, ni políticos, ni con dedicatoria. En la circular, defendía su inocencia, pedía que tuvieran confianza en él y mostraba perplejidad ante “esta realidad que me toca vivir”. Ante los que lo señalaban como un emisario del ERP o de Montoneros, aclaró que la detención podría haber sido porque, como periodista, “siempre me negué a ocultar información”. En la cárcel, además, había vuelto a escribir ficción. Aunque le destruían los papeles, logró mantenerse con vida, según diría tiempo después, con la escritura de los cuentos que formarían parte de su libro Absurdos.

La presión internacional para lograr su liberación hizo que los militares revisaran su situación. El 26 de agosto de 1977, mediante un comunicado, el Poder Ejecutivo informó que había dejado sin efecto su detención. Di Benedetto fue, en rigor, el primer caso de un escritor liberado. Al salir de la cárcel, quienes lo conocieron dirían que siguió de algún modo en el encierro. Su matrimonio estaba terminado, su cargo en el diario Los Andes se había esfumado y Mendoza ya no era un lugar habitable para él. Se fue a vivir a Buenos Aires antes de exiliarse. Quiso saber por qué lo habían detenido y consiguió entrevistas en oficinas del Ejército y del Ministerio del Interior. En cada lugar le respondieron que no preguntara, que dejara todo atrás, que agradeciera que estaba vivo. Le mostraron las cartas de apoyo que había recibido del exterior: “No sabíamos que eras tan famoso”, le dijeron.

En diciembre de 1977 el escritor mendocino decidió irse del país. Viajó a París, donde daría clases de literatura hispanoamericana. Allí se haría amigo de Juan José Saer. En el recorrido europeo, pasó también un tiempo en Alemania, donde se frecuentaría con Osvaldo Bayer. Luego, se radicó en Madrid, donde volvió a ejercer el periodismo y escribió ficción. El 23 de marzo de 1984, finalmente, volvió a la Argentina. Se reencontraría con su hija, a quien no había visto durante ocho años. Hasta su muerte, “fueron dos años y medio de no hallarse, de quejarse, de tratar de hacer de la nada una vida nueva. Estuvo a punto de lograrlo”, escribió su biógrafa, Natalia Gelós. El 10 de octubre de 1986 murió en una cama de hospital, luego de una agonía tan larga como la espera de su Don Diego en Zama.

“Si bien se me devolvió la vida libre, mi situación moral y mi aptitud para el trabajo, con el rendimiento normal anterior a esos hechos, estaba totalmente averiada y desquiciada”, confesaría en un programa televisivo, ya recuperada la democracia. Allí, también, se refirió al periodismo cómplice: “Sé que ha habido defecciones en el periodismo, por su cobardía y por su silencio frente a la dictadura militar. El castigo lo tendrán no sé dónde. Por lo menos, en la decadencia de su nombre”.

 

La portada de la antología que publica Adriana Hidalgo.

 

 

 

--------------------------------

Para suscribirte con $ 1000/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 2500/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 5000/mes al Cohete hace click aquí