Mentiras y violencia para todxs
Trump reparte cachetazos y Milei suma agresividad, enceguecido por las luces de Washington y Davos
Donald Trump asumió la presidencia de la mayor potencia mundial y comenzó el discurso inaugural en su estilo infantil característico: “Hoy empieza la edad de oro en Estados Unidos”. Allí reafirmó todos los conceptos que ya se le conocen sobre el derecho norteamericano a “ejercer su soberanía” sobre el resto del planeta.
Trump destroza el tradicional relato diplomático de defensa de “un orden internacional sujeto a reglas” tan caro a los demócratas, que era la fórmula tradicional de la institucionalidad liberal, supuestamente multilateral. El republicano proclama que no hay reglas “universales”, sino intereses norteamericanos, que deben prevalecer sobre cualquier otro criterio de política internacional.
Muy retrógrado en materia de cambios culturales y de derechos civiles, el nuevo Presidente insistió en los “millones de criminales y enfermos mentales” que estarían invadiendo a Estados Unidos, para justificar su campaña contra los inmigrantes ilegales, la mayoría de los cuales realizan una clara contribución a la economía y la sociedad estadounidense.
Más allá de la espectacularidad, no hay que dejarse impresionar por las palabras. La mayoría de las soluciones que Trump enuncia para los Estados Unidos, como extraer petróleo y gas sin límites para abaratar costos, poner altas barreras arancelarias a casi todo el mundo, bajar impuestos a las corporaciones para atraer inversiones extranjeras a los Estados Unidos, o reindustrializar el país para volver a la prosperidad perdida de alguna “época de oro” real, ignoran cómo se ha configurado la economía mundial actual, los complejos intercambios entre todas las economías del mundo, y los múltiples e inesperados efectos que generaría una violenta desorganización del actual orden globalizado, que Estados Unidos modeló según sus necesidades hasta la actualidad.
Es frecuente ver a Trump decir que “nosotros no dependemos de nadie, ellos necesitan de nosotros”, inventando la tontería de que Estados Unidos puede prescindir de todos. Sin embargo, existe algo llamado “división internacional del trabajo”, que ya no es sólo del trabajo, sino también del consumo, y del endeudamiento, que genera un conjunto de flujos de bienes, servicios y rentas de las cuales la potencia norteamericana se ha beneficiado largamente, con el adicional de poder imprimir la principal moneda de intercambio comercial mundial.
Es cierto que Estados Unidos podría, eventualmente, autoabastecerse de casi todo. Pero también es cierto que, gracias a que le vende al resto del mundo, logra enormes economías de escala y por lo tantos sus costos son mucho menores, también para los consumidores norteamericanos. Estados Unidos ha disfrutado de la división internacional del trabajo, mientras que otros la hemos padecido, en términos de ser los receptores pasivos de la producción de los grandes centros –a costa de nuestras propias producciones– y de ser grandes tomadores de deuda, y por lo tanto generadores de grandes transferencias de recursos (vía pagos de deuda) hacia esos mismos centros.
Trump parece ignorar que Estados Unidos necesita de un mundo que le pueda comprar, no un mundo empobrecido y en crisis. Desearía que la República Popular China fuera otra republiqueta latinoamericana, dispuesta servicialmente a adaptarse a lo que necesiten los norteamericanos, como es la Argentina hoy.
Pero China es otra cosa muy distinta a un país dirigido por una dirigencia política y social vencida. El país de Oriente ha alcanzado una dimensión enorme, y está desplegando capacidades productivas y tecnológicas notables a una gran velocidad. Esto no es comprendido por la actual dirigencia norteamericana, que piensa más en un atrincheramiento territorial que en la enorme división global del trabajo que ellos mismos construyeron, y que está siendo asaltada por la producción de la República Popular.
El atrincheramiento territorial está por detrás de las fantasías expansionistas sobre Groenlandia, Canadá o el Canal de Panamá: todo tendría que caber dentro del territorio que pueda ser controlado por las fuerzas armadas norteamericanas.
La auto-habilitación para incursionar militarmente en México es toda una definición del tipo de vecindad que podemos esperar de esta administración. Para América Latina, Trump propone menos que nada: sólo subordinación y adaptación a las necesidades económica del reengrandecimiento norteamericano. Ni Alianza para el Progreso, ni Tratado de Libre Comercio de las Américas.
Deberían reflexionar en el norte sobre el ejemplo argentino de los ‘90. La dirigencia política y económica local adoptó con pusilanimidad y sin criterios propios los lineamientos del Consenso de Washington. Cedió recursos, propiedades, empresas y mercados para ser aplaudida en los centros occidentales. Se reendeudó, sobre todo para consumir bienes y servicios importados y solventar la remisión de los altos beneficios en dólares de las multinacionales y los bancos que operaban y controlaban la economía del país. Así edificaron un país más pobre, más débil productivamente, y más dependiente.
Como en ese proceso orientado a los grandes negocios no era prioritario ningún equilibrio macroeconómico ni social de largo plazo, todo estalló, y se inició un ciclo político alternativo a los deseos del norte. La Argentina hizo todo lo que desde Washington se solicitaba, y voló por los aires.
Si bien en el Norte nunca faltan explicaciones racistas sobre los comportamientos de los “latins”, no parece que un derrumbe como el que sufrimos haya contribuido a la grandeza norteamericana en el largo plazo.
Hoy parece que le idea que domina la Casa Blanca es exprimir a todo el planeta, apostar a que el resto –todo el resto– entre en crisis y se debilite, y pensar en términos de suma cero, apoyándose en el poder militar, tecnológico, cultural y comunicacional norteamericano. Una intervención de tal índole en el orden mundial no va a aportar concretamente al bienestar ni a la seguridad de la mayoría de los norteamericanos, ni a la “edad de oro” que esperan conquistar por el sólo acto de proclamarla.
Pero no se puede pedirle mucho a Trump. Casi todas las personas que trabajaron con él en su primera gestión presidencial hablan de una persona superficial, poco rigurosa intelectualmente, cambiante y pendular, caprichosa, y sin una orientación clara y coherente. Ya se verá.
Gritemos para parecer fuertes
Objetivamente, el gobierno argentino está complicado. En las últimas semanas vino interviniendo fuertemente para contener la suba de los dólares marginales. Se estima que gastaron cerca de 650 millones de dólares en la primera quincena de enero para contener una brecha que tendía a agrandarse. De hecho se observó que los contratos a futuro empezaban a reflejar expectativas cambiarias que diferían claramente del 1% de devaluación anunciado por Milei. Se mencionaba a abril como posible epicentro de un salto cambiario.
Ante este panorama ensombrecido, el gobierno optó para bajar las retenciones a las exportaciones agropecuarias en forma “temporal”, hasta el 30 de junio de este año. Los productos involucrados son toda la familia de la soja, más trigo, cebada, sorgo, maíz y girasol. Las retenciones a la soja bajaron del 33% al 26%. El cálculo oficial es que las arcas fiscales sólo perderán de recaudar un 0,13% del PBI.
El tope temporal tiene un objetivo preciso: incentivar las liquidaciones en los próximos meses, con la amenaza de que luego de esa fecha las retenciones volverán a subir, reduciendo nuevamente la rentabilidad del sector.
El otro dato regulatorio clave es que el gobierno otorga en este nuevo régimen de exportaciones solo 15 días para liquidar las divisas luego de la declaración jurada de venta al exterior. Es para apurar la entrega rápida de los verdes billetes al Banco Central.
El gobierno espera que la medida desactive el clima de creciente malestar que había en el ámbito agrario debido a la caída de la rentabilidad del sector. Esta baja rentabilidad no se le puede atribuir sesgadamente al pago de retenciones, sino a la caída de los precios internacionales y al tipo de cambio atrasado que está generando el gobierno con sus experimentos cambiarios. De todas formas, persisten dudas de si la rebaja de retenciones llegará realmente a los productores agropecuarios, o si la embolsarán los actores que se mueven en el segmento de la exportación.
Por otra parte, hay muchos interrogantes sobre el volumen de la cosecha, tanto por consideraciones climáticas como por otros problemas que sufren los cultivos.
Hacia el final de la semana, se observó una baja en los dólares financieros que reflejaría una expectativa de mayores liquidaciones de dólares agrarios en los próximos meses.
Otro problema que apareció repentinamente es la demanda de Trump, a todos los productores de petróleo, para que bajen los precios, por necesidades de la economía norteamericana y para presionar a la Federación Rusa. Es baja de precios, si ocurriera, no sería precisamente la noticia que necesita el gobierno para mejorar las reservas.
Las últimas medidas gubernamentales son juegos de supervivencia del carry trade, desconectados de la suerte de la población.
Un informe reciente del sector productor de agro-alimentos indicó que en diciembre los precios de los productos alimenticios se multiplicaron casi cuatro veces en el trayecto que va de su lugar de producción a la góndola. No es la primera vez que llamamos la atención sobre el brutal encarecimiento que generan las cadenas de intermediación y las logísticas inapropiadas para aprovisionar a la población. Bajar el costo de los alimentos no es sólo una muy buena política social, sino que también contribuiría a la competitividad de toda la economía nacional.
Pero mejorar las condiciones de vida de la población y al mismo tiempo la eficiencia de la economía no figura en el manual de los Messis del subdesarrollo.
Por otra parte, el 0,13% del PBI de recaudación al que acaba de renunciar el gobierno para promover la liquidación de divisas del agro podría cubrir una serie de gastos vitales para la población. Acabamos de conocer que el Estado Nacional subejecutó en 2024 el presupuesto de Salud en un ¡55%!, y que continúa con su brutal intento de desmantelamiento de hospitales nacionales a través de reducciones de personal y desfinanciamiento de todas sus actividades.
Todas estas situaciones desgraciadas son tapadas a los gritos por el Presidente Milei, que ha multiplicado su agresividad verbal en las últimas semanas, enceguecido por las luces de Washington y de Davos, en Suiza.
Las brutalidades que viene declarando han servido para esconder las dificultades económicas de la gestión y desviar el foco de las protestas y el malestar que están generando sus políticas sociales.
No pretendemos minimizar la importancia intrínseca de sus dichos: están por afuera de cualquier forma de convivencia democrática o meramente civilizada. Son un peligro para la sociedad.
“La paz nos volvió débiles”
El discurso de Milei en Davos es una pieza reaccionaria antológica –complementaria de sus otras diatribas económicas pro monopolios globales–, que sirve para conocer la índole de los personajes que están hoy a cargo de conducir el país.
Asumiendo un liderazgo imaginario de Occidente, Milei se inventó una historia personal de supuestas luchas que no tiene, para un mundo que no existe.
Los discursos presidenciales salvajes, además de apuntar a sacar credenciales internacionales de aliado trumpista doctrinario, buscan proporcionar “letra política” a su fuerza partidaria en formación, que está siendo alimentada en base a mentiras reiteradas, desinformación masiva e ideología de derecha enlatada e importada.
En una parte muy fantasiosa, como si fuera un ex comandante de un ejército nazi que fue asediado por el Ejército Rojo, Milei señaló que “la paz nos volvió débiles”. Sigue sin entender el rol del keynesianismo en la salvación del capitalismo –de sí mismo– en los años ‘30, y luego, de poder responder al desafío que generó el comunismo en la posguerra.
Pero quizás esa expresión, “la paz nos volvió débiles”, sí se pueda aplicar al pensamiento de izquierda y a las organizaciones populares, que efectivamente fueron declinando en su potencia política y en sus aspiraciones transformadoras –en forma constante– a lo largo de las últimas décadas.
No se puede seguir promediando “lo que hay”
Hagamos un ejercicio meramente teórico: supongamos que hoy hay un 50% de la población apoyando o aceptando con ilusiones lo que hace el gobierno, y otro 50% que está rechazándolo con diversa intensidad, y por diversos motivos. El conglomerado opositor no es homogéneo, y tampoco lo es el del oficialismo.
Del 50% que estaría aceptando la tendencia gubernamental, seguramente encontraríamos muchos que, en una encuesta de opinión, dirían “no me está yendo bien, pero el país va por el buen camino”. Es la contracara de lo que muchos decían durante el período kirchnerista: “A mí me está yendo bien, pero el país está mal”.
Si se observan ambas declaraciones, tienen una coherencia de fondo: la gente tiende a menospreciar su propia experiencia personal, y la de su grupo social de pertenencia, y a adoptar o dejarse influir por el punto de vista que le ofrecen los medios o las redes. Y los medios y las redes son, mayoritaria y hasta abrumadoramente, de derecha y hostiles a las políticas populares.
El sesgo de la opinión pública es constante hacia la derecha, no por razones metafísicas. La democracia como sistema de representación social está intervenida por el poder del capital, y este tema debería ser asumido con toda su profundidad por cualquier fuerza política que quiera cambiar algo en serio.
Lo que hay de fondo en esta Argentina 2025 es un giro abierto por parte de la derecha local (Milei-Macri) hacia políticas muy agresivas hacia la vida cotidiana de las mayorías, y muy favorables al desmantelamiento de las capacidades productivas, científicas y culturales del país, en función de construir una semicolonia dependiente de los Estados Unidos.
Revertir este proceso que comanda la derecha local requiere, al menos, de tres elementos:
- Un Estado fuerte y eficaz, que pueda conducir con inteligencia y autoridad una reconstrucción integral del país.
- Personal político comprometido, lúcido y decidido a sostener un esfuerzo prolongado y contra factores muy poderosos.
- Una población movilizada y activa, que sienta la pertenencia a un colectivo histórico que nos incluye y que define nuestro destino individual.
Este último elemento, la cabeza de la población, es sobre lo que trabaja constantemente la derecha, y es precisamente el frente que está abandonado por la política partidaria popular.
¿Cómo desmantelamos el régimen neocolonial?
Desde ya, nadie está en condiciones de formular por sí solo una respuesta, pero no cabe duda de que es necesario formular la pregunta, porque la gravedad de lo que está ejecutando este gobierno plantea el interrogante sobre la viabilidad de la Argentina como país soberano y libre.
Nadie puede soñar en la Argentina con un cambio progresista, realmente popular, si no se revierte el estado de alienación colectiva de una parte de la sociedad. Esa reversión no será espontánea, por la sencilla razón de que todos los días, 24 horas por día, la desinformación, la deformación y la implantación de ideas descabelladas funciona y deteriora las capacidades de comprensión de la realidad de diversos colectivos en todo el territorio nacional.
Desde la política partidaria, parece que sólo se visualiza la instancia electoral, y se busca reagrupar los votos ya disponibles –los votos “realmente existentes”– en base a “ofertas atractivas” adaptadas a las subjetividades existentes en plaza. Parece no comprenderse que ningún proyecto popular podrá avanzar con tanta gente no entendiendo en qué país vive, cuál es su perspectiva de progreso personal en un modelo de concentración salvaje del capital, y a dónde va a terminar su propia existencia si se siguen desmantelando nuestras capacidades colectivas para garantizar condiciones de vida aceptables.
Por lo tanto, no se trata sólo de tironear por el electorado realmente existente, buscando cómo atraer a ese público influenciado por los medios y las redes, sino en “producir” nuevo electorado.
Producir electorado es crear nuevas subjetividades, promover sensibilidades acordes a un proyecto colectivo de bienestar y fraternidad. Producir electorado es lo que viene haciendo la derecha con bastante éxito, promoviendo el antiperonismo, el clasismo, el racismo, el auto desprecio nacional, el individualismo y el anti estatismo.
No nos cabe duda que si hoy existiera lo que en la terminología liberal se llamaba “ciudadanía”, las barbaridades que dicen y hacen las autoridades en nuestro país y en el exterior encontrarían una respuesta mucho más potente, tanto en la calle como en los medios y en las instituciones de la democracia. Para tener votantes lúcidos, tenemos que poder construir ciudadanos involucrados en lo público.
Hoy no alcanza con un proyecto político que ofrezca un poco más de consumo a masas pasivas y despolitizadas. La apuesta popular debe ser mucho más alta y ambiciosa.
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