Nací promediando 1972. En apenas unos meses el Cono Sur en pleno se vio envuelto en una ola de dictaduras, acaso la mayor en alcance, sincronía e intensidad en lo que iba del siglo XX. Las más emblemáticas fueron quizá las de la Argentina, Uruguay y Chile por su crueldad y prolongación en el tiempo; pero también otros países de la región padecían regímenes de facto y en mayor o menor medida autoritarios.
De suerte tal que, como tantos otros coetáneos sudamericanos, antes de cumplir un año partí al exilio en brazos de mis padres.
[Quepa la aclaración para los inadvertidos de siempre, que por aquel entonces no era condición excluyente ser portador de carnet de ningún Partido Comunista ni desarrollar acciones de guerrilla rural o urbana para ganarse el título de subversivo pasible de secuestro, tortura y desaparición; bastaba con asistir a determinados centros de estudio, desempeñarse en alguna disciplina artística o cultural o desempeñar algún voluntariado en una parroquia o club barrial para despertar las peores sospechas de las Fuerzas del Orden que nos desordenaron la vida. No obstante, tengo certeza de que ya aparecerá algún embanderado del "algo habrán hecho" a desafiar mis palabras. Pero conste que avisé. Ambas cosas].
Se constituyó entonces una diáspora de decenas de miles de almas diseminadas por casi toda la faz de la tierra que, al margen de sus particularidades y disimilitudes, se congregaban en pos de un objetivo común: la recuperación de la democracia en sus naciones de origen, que se pusiese fin a las persecuciones y se hiciera posible el retorno a la patria.
No incursionaré en descripciones acerca de los pormenores de la vida y costumbres de los desterrados, que plumas más calificadas que la de la portadora supieron retratar con fidelidad, encanto y maestría. Sí señalar un punto que marcó el sentido y la rutina del exilio y se estableció prácticamente desde el momento mismo de la partida: organizarse y luchar por el restablecimiento del estado de derecho en nuestros países.
Este propósito se canalizó a través diversas acciones que se volvieron parte de la vida cotidiana de los emigrados entre los 70 y 80. Ya fuese en Amsterdam, en Sidney, en México, Upsala, Madrid o París, a poco de arribados, argentinos, uruguayos o chilenos se iban nucleando en agrupaciones o comités de acogida para los recién llegados, procuraban mantener vínculos con sus respectivos países a través de familiares y amigos que habían quedado allí, promovían instancias de reunión para compartir rasgos identitarios y sobrellevar la nostalgia mediante el encuentro y el recuerdo; y sobre todo generaron acciones para denunciar públicamente lo que estaba ocurriendo en las naciones del Cono Sur a efectos de captar la atención internacional y obtener el apoyo necesario para poner fin a aquellas dictaduras.
No se había inventado internet ni existía un equivalente a las redes sociales. Cada día el exiliado, al final del trabajo o el estudio, dedicaba horas a la militancia, ya fuese a nivel social como institucional, en actos públicos o acotados a su colectividad.
Por un lado se tendían lazos hacia la esfera política, social y cultural de cada país receptor en pos de su ganar respaldos e impulsar acciones para dar a conocer la situación de nuestras naciones, tanto en el ámbito de los foros internacionales como del público en general. Se trataba de acceder a organismos como la ONU, la OEA, Amnesty o la corte de La Haya; pero también de manifestarse en las calles, como comunidad organizada; publicar solicitadas en la prensa local; editar publicaciones; celebrar actos y festivales con la participación de actores locales para amplificar la visualización de nuestra causa y contribuir a su financiación, así como de proveer ayudas a las familias diezmadas por la desaparición o el encarcelamiento de alguno de sus miembros.
Internamente, las colectividades en el destierro desempeñaron un rol trascendente de contención para los adultos y jóvenes, pero sobre todo de formación para los más chicos. Niños que, como en mi caso, habíamos tenido que abandonar el terruño demasiado rápido como para generar recuerdos, fuimos conociendo a distancia cómo era la vida de nuestros pares en el paisito gracias a que nuestros mayores asumieron la tarea de educarnos "en paralelo" no solo dentro del ámbito doméstico, sino creando espacios más o menos formales donde fuimos aprendiendo desde el idioma y sus giros locales, conociendo a los próceres y las banderas, las cosas que se enseñaban en la escuela y hasta las revistas y los juegos que jugaban aquellos niños que, de no habernos separado tempranamente, habrían sido nuestros amiguitos. Alguna vez, incluso, gracias a algún envío fortuito, ¡llegamos a probar las mismas golosinas que comían en los recreos! (Y aunque no lo fueran, nos parecían exquisitas y exclusivas). Crecer en el exilio significó una experiencia insransferible. A la vez que te ibas formando como un chico más del lugar en que habitabas, ibas construyendo una identidad nacional a la distancia que te definiría en las siguientes etapas de tu vida. Acaso de por vida. De ahí en adelante, nuestro modo de observar el mundo quedaría por siempre bifurcado entre las miradas de dos culturas, ninguna menos propia ni menos ajena. Como atendiendo al mandato bíblico primigenio, nunca olvidaríamos que también fuimos extranjeros en otra tierra. En todas las tierras.
Quizá sea el olvido, la ignorancia o la indolencia; lo cierto es que al día hoy casi nadie aprecia la magnitud de lo que se consiguió en aquellos años. Que los nombres de nuestros muertos, nuestros presos y desaparecidos llegaran a las portadas de periódicos de primera línea de las principales ciudades del mundo; que los nombres de nuestros dictadores fueran condenados por los parlamentos y tribunales de todas las democracias; que artistas, científicos, pensadores de todos los confines sumaran su firma a nuestros petitorios, e inclusive donaran los derechos de sus obras para contribuir con nuestras causas.
Que figuras de la jerarquía de Joan Manuel Serrat, Mercedes Sosa o Milton Nascimento prestaran su voz para hacer oír nuestros reclamos. Que García Márquez se declarase "en huelga" prometiendo no volver a escribir hasta que se convocara a elecciones libres en Chile, después de que el régimen de Pinochet ordenara la incautación y quema de sus libros. O reunir un dream team de la música de la época como solo pudo conseguirse en el concierto que Amnesty International celebró en Buenos Aires en 1988, que sigue siendo tal vez el hito más importante en la historia de la fusión del arte y la lucha por los derechos humanos.
¿En qué te convertiste, exiliado?
En promedio pasaron ya cuarenta años. "Eran otros tiempos y otros escuadrones", decía Benedetti en algún poema de su infinito Inventario. Y otros exiliados.
No se me ocurriría elevar al grado de idealización de la idiosincrasia y las luchas de pretéritos exilios. "En todas partes se cuecen habas, y en la mía calderadas", solía advertirnos mi bisabuelo. Tampoco paso por alto que "los trapos sucios (¿de habas?) se lavan en casa". Pero sí creo que debe hacerse justicia a aquel espíritu fermental que movilizó a miles de expatriados durante más de una década y que en alguna medida incidió en el derrocamiento de los regímenes totalitarios que asolaban los territorios del América del Sur.
En cambio, por estos días en que las dictaduras y los exilios se renuevan, nos encontramos con estos nóveles inmigrantes que recorren nuestras calles en bicicletas de colores estridentes como las músicas que profieren sus altoparlantes y los tintes que emplean en barnizar uñas y cabelleras; que se presentan por unanimidad como economistas o ingenieros; que cantan loas al emprendedorismo mientras aceptan cualquier régimen de contratación fuera de la ley y se aplican al trabajo que sea con menos entusiasmo que idoneidad; que no conformes con replegarse sobre sí mismos en grupos cerrados con sus códigos, jergas, hábitos, comidas y estéticas visuales y sonoras, pretenden imponérselos a todo el que caiga bajo su influjo.
Echan de menos su patria, pero en realidad aspiran a mudarse a Miami. Se quedan por aquí apenas porque no encuentran restricciones para acceder a una residencia legal que jamás obtendrían en los Estados Unidos. No acusan mayor compromiso respecto al devenir institucional en su país, ni hacia los connacionales que lo habitan. Si pueden, ni los mencionan. Y sólo cuando se les hace inevitable nos advierten con pose doctoral: "Es que en mi país hay una dictadura".
Desconocen por completo que por estas tierras somos especialistas en dictaduras, procesos inflacionarios, sistemas judiciales de cotillón y otros vicios de republiqueta. Confunden "desaparecidos" con "indigentes" y ni vale la pena intentar hacerlos entrar en el debate sobre cifras y tumbas.
No se muestran muy afines a involucrarse en política, más allá de la repetición de alguna muletilla que aprendieron en la tele o en las redes; pero se han mostrado dóciles y serviciales cuando algunos políticos locales se acercaron oportunamente a intercambiarles calcomanías por vanaglorias. Llegada la hora de las elecciones, no suelen acudir a las urnas, ni a las que colocan en sus embajadas, ni a las de los circuitos locales.
Y no obstante, llegado el caso, no se privan de darnos cátedra de perseguidos políticos, víctimas de un déspota corrupto y retardado y su cohorte de secuaces. Pero a no alarmarse, es un rato nada más, para amenizar la conversación. Basta con no sacarles el tema y vuelven a su mundo de recetas de cocina, laciados y permanentes y niños insufribles que no se molestan en educar, con un grito y un castañazo lo tienen por suficiente.
Cuesta entender. Aceptarlo, imposible.
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