EL JUEGO DE LAS LÁGRIMAS
Tres series nuevas explican lo que pasó hace tiempo, y a la vez echan luz sobre el presente
Tal vez porque crecí en una época donde pasó algo grave que no conseguía entender —yo tenía 14 cuando la dictadura se llevó puesta mi inocencia—, siento debilidad por las narraciones que se esmeran en dilucidar tiempos complejos. Porque hay momentos históricos que desgarran hondo, y el tiempo que les sigue sana el tejido externo pero deja el interior en jirones. Como dice Cormac McCarthy en All The Pretty Horses: "Las cicatrices tienen el extraño poder de recordarnos que nuestro pasado es real".
Todos llegamos al mundo en el marco de un tiempo, un lugar, una sociedad, una clase y una familia que no elegimos. Descular las características y las reglas de esas entidades no es moco de pavo, y entraña tiempo. Pero además a uno lo empujan al ruedo, a valerse por sí mismo, en una situación dinámica, una circunstancia en la que estás obligado a jugar, y de ese juego depende tu relativo bienestar y, a veces, hasta tu vida. Por eso creo que la necesidad de entender dónde estás parado —de aspirar a la máxima lucidez posible respecto de tu condición y de tu situación— es universal, un rasgo esencial de la especie.
Pero también creo que aquellos que debutamos en el campo de juego en tiempos jodidos somos más demandantes. Nuestra necesidad de entender suele ser mayor que la del resto. Porque nunca olvidamos la vulnerabilidad que se siente cuando comprendés que te lanzaron de prepo a una arena violenta —una suerte de Coliseo contemporáneo—, y que ese juego responde a reglas que te informaron pero también a otras tantas que desconocés, porque nada le interesa al poder más que mantenerlas secretas.
Esta semana vi dos series que reflexionan sobre tiempos oscuros y hacen un gran esfuerzo por entender. Una se llama Sherwood (está en Flow) y la otra se llama No digas nada (Say Nothing, en Disney +). El hecho de que ambas sean inglesas no sorprende. En buena medida por influjo de la BBC —televisión pública, hay que subrayarlo—, la televisión inglesa ha sido siempre de las mejores del mundo. Cuando en los Estados Unidos todavía se privilegiaba el entretenimiento liviano, los ingleses sabían ya que la televisión podía ser útil a búsquedas más ambiciosas, o cuanto menos más interesantes. Mi vida habría sido muy otra si, en el momento oportuno, no hubiese visto joyas como Yo, Claudio (1976), Pennies From Heaven (1978), Prime Suspect (1991) y ciertas adaptaciones de obras de Shakespeare que la Lugones proyectaba como si fuesen films, a pesar de que eran producciones de la BBC.
Sherwood (2022) transcurre en Nottingham, como su título sugiere, pero no en los tiempos del legendario Robin Hood, sino en el presente. Sin embargo, el crimen que la policía investiga también remite al pasado, sólo que a uno más próximo que la Inglaterra medieval. El asesinato de un minero jubilado evoca las huelgas que los laburantes del carbón llevaron adelante durante el gobierno de Margaret Thatcher, entre 1984 y 1985, y renueva las tensiones que surgieron entonces entre quienes pararon y quienes decidieron seguir trabajando. Lo que el crimen saca a flote es que, a cuarenta años de aquellos hechos, la sociedad de Nottingham sigue dividida entre los huelguistas y aquellos a quienes se insultaba y se insulta aún como scabs, o sea esquiroles: rompehuelgas, traidores, garcas. Paradójicamente, la primera acepción de la palabra inglesa scab es costra: la sangre coagulada que recubre una herida nueva, ese tejido que pica y uno desea rascar y quitarse de encima cuanto antes para descubrir, casi siempre, que debajo hay una cicatriz que tiene toda la intención de permanecer.
No digas nada (2024) recorre décadas del conflicto de Irlanda en su lucha de independizarse de Inglaterra: entre los '60 y los '90, durante el período conocido como The Troubles, o sea —diríamos acá— Los Quilombos. A través de la historia de un personaje real, Dolours Price, que se integró al IRA (Irish Republican Army, Ejército Republicano Irlandés) a los 21 años, la serie relata la resistencia armada pero también las tensiones que se producen entre los sublevados, a partir de la forma de lidiar con aquellos a quienes se sospechaba de haber traicionado la causa. La decisión de los líderes del IRA de asesinar a los que consideraban buchones y deshacerse de los cuerpos terminó por generarles un problema político en el peor momento, cuando Gerry Adams negociaba la paz. Para colmo, la opinión pública empezó a hablar de esas víctimas como de "los desaparecidos", apropiándose de un término que, trágicamente, los argentinos habíamos popularizado en el mundo. Una de esos desaparecidos fue Jean McConville, una mujer sola, madre de diez criaturas, que se había negado a involucrarse con la resistencia y tuvo la mala idea de mostrarse misericorde ante un soldado inglés herido de bala.
Ambas series hablan de comunidades divididas por una grieta. Y ambas, también, se esmeran por representar honestamente los puntos de vista de los sectores enfrentados. En Sherwood, los ex mineros tienen buenas razones para seguir cabreados con los colegas que colaboraron a que la huelga fracasase, y a que se impusiese el modelo neoliberal de la ídola del Presidente Milady: Maggie Thatcher, la Dama de Hierro, cuyas consecuencias experimentan todavía. Pero aquellos que decidieron seguir laburando también tenían razones para hacer lo que hicieron, motivos que la serie explicita sin prejuicios, dramatizando el dolor que produce tolerar desprecio durante décadas.
No digas nada da por buena la justicia de la causa independentista. Bajo el dominio de la corona británica, el nacionalismo irlandés era perseguido, reprimido, censurado, castigado con prisión, tortura y/o muerte. Pero, aun así, las diferencias abundaban al interior del pueblo: entre protestantes y católicos, entre los partidarios de la violencia y los que desconfiaban de su utilidad como herramienta política. Aun en el seno del IRA, una organización militarizada y verticalista, al estilo de las de la izquierda criolla de los '70, había disenso: respecto de las negociaciones a desarrollar con los ingleses, respecto del rol a desempeñar por las mujeres, respecto de la justicia sumaria aplicada a los que se consideraba soplones.
Lo que sí discute la serie creada por Joshua Zetumer es la vieja cuestión del fin y los medios. Un debate que también atravesó a la militancia argentina durante los '70. En aquel entonces, la certeza era que el régimen —claramente anti-democrático, y basado en la proscripción del peronismo y el exilio forzoso de Perón— debía ser combatido. Sobre ese punto no había dudas. Además la circunstancia histórica, moldeada por experiencias como la de Vietnam, Argelia y Cuba, había incluido en el menú del día la opción por las armas; plato muy popular en aquel momento, especialmente entre los jóvenes. A fines de los '60 la violencia era considerada un recurso político válido, pero además eficaz, y No digas nada lo cuenta muy bien. Dolours creció como hija de un padre que había sido prisionero de los ingleses, que a los seis años le contó que había matado a un hombre y que le explicaba que, cuando la independencia coronase ese esfuerzo político que ya llevaba ocho siglos, todo lo que hubiesen hecho para obtenerla tendría sentido. Para Dolours, pasar de las molotovs a las bombas con detonador no suponía más que un paso.
Con el diario de hoy, resulta fácil criticar el uso la fuerza contra los dueños del monopolio de la violencia. Pero lo que no hay que perder de vista es el nivel de dolor y alienación al que las mayorías se ven expuestas en determinados momentos. Cuando el torniquete que aplican los poderosos aprieta demasiado —como en Irlanda y en la Argentina, durante Los Quilombos comunes derivados del yugo imperial—, no se puede pretender que las reacciones sean las más racionales. Y esto está volviendo a ponerse en evidencia hoy, no sólo aquí sino en todas partes.
Que el asesinato por la espalda al CEO de una suerte de prepaga no haya sido recibido con horror, sino con aclamación popular, es un signo que no deberíamos pasar por alto. Sugiere que la cosa está tan jodida, incluso en Estados Unidos —de donde provienen tanto el CEO asesinado, Brian Thompson, como su presunto asesino, Luigi Mangione—, que empieza a insinuarse un cierto grado de aceptación social para el recurso de la violencia, que vendría a reparar lo que la política no arregla. Y eso repone en escena la cuestión de los medios necesarios: ¿qué habría que hacer para alumbrar un cambio real, que eleve la calidad de vida de las mayorías y restablezca derechos esenciales, hoy denegados en la práctica?
Con la cicatriz de los '70 ardiendo todavía —escribo esto en la semana durante la cual genocidas presos se victimizaron ante un juez, quejándose de la Justicia a pesar de que es todo lo clemente que ellos nunca fueron—, la violencia política no aparece hoy como una opción deseable para el campo popular de la Argentina. (Y más aún, desde que la ultra-derecha coquetea con ella tan ostensiblemente.) Lo indiscutible es que hay que hacer algo distinto de lo que se viene haciendo. Porque si nos limitamos a cacarear por las redes sociales, que son el equivalente virtual de los areneros de las viejas plazas —el rectángulo vallado donde a los niños se nos permite enchastrarnos y hacer chanchadas—, no vamos a cambiar nada, quedaremos varados para siempre en la terminal del auto-engaño.
Como decía Rosa Luxemburgo: aquellos que no se mueven, no perciben sus cadenas.
La justa represiva sin igual
La semana anterior vi otra serie, en este caso documental y local: Argentina '78, de Lucas Bucci y Tomás Sposato, que también estrenó Disney +. No era mi intención original, porque soy cero futbolero y ese Mundial me trae malos recuerdos. (En el '78 yo estaba terminando el secundario, y padecí la tensión entre el festejo popular y mi sensación de que algo estaba muy podrido en Argentinamarca.) Pero primero lo recomendó Verbitsky, y después lo encomió Cristina, y entonces me dije: Esto tengo que verlo.
Son cuatro capítulos que están muy bien. Porque cuentan en paralelo las dos realidades tan contrapuestas: la generación de la hazaña futbolística y el contexto político envenenado. O, para ponerlo de otro modo: la forma en que un régimen genocida quiso aprovecharse de una pasión popular para ganar legitimidad —con resultados mixtos, hay que decirlo—, mientras que el pueblo, sitiado por un sistema represivo estatal que a la vez era clandestino, aprovechaba la excusa para liberar en las calles una tensión que no podía expresar de otra forma. Ese es el modo en que recuerdo la experiencia, que recreo en un capítulo de mi novela Valecuatro, que sale en marzo. Para mí, celebrar la copa entre la multitud que atestaba la avenida Rivadavía significó poco y nada en términos futboleros y nacionalistas. Ante todo, fue la oportunidad de hacer lo que nunca antes había podido: gritar desaforadamente en la calle, a la vista del mundo, sin temer que un cana me agarrase de los pelos y me condujese a un destino incierto.
Los momentos del documental que me parecieron más escalofriantes fueron, precisamente, los testimonios de dos ex prisioneros de la ESMA, Miriam Lewin y Raúl Cubas. Lewin cuenta la noche en que sus carceleros la sacaron a cenar en una pizzería, mientras la gente atestaba el lugar, celebrando la obtención de la Copa del Mundo. Cubas recuerda que lo sumaron a un operativo destinado a manipular a Menotti, el DT argentino, que años antes había expresado opiniones que el régimen consideraba de izquierda y de quien aspiraban a que reivindicase al gobierno militar. Disfrazaron a Cubas de periodista y lo colaron entre periodistas de verdad. Y al otro día apareció en la tapa de La Nación, en la foto que coronaba la cobertura de la conferencia de prensa de Menotti.
Tanto Lewin como Cubas expresan en el documental la mezcla de azoramiento y sorpresa que experimentaron. Eran dos desaparecidos que re-aparecían, aunque más no fuese fugazmente —en una pizzería llena, en la tapa de La Nación—, sin que nadie los viese, los reconociese, los reclamase como parte del pueblo. Durante esa velada de moscato y fainá, durante el día que demoró la tapa del diario en convertirse en envoltorio de huevos, Lewin y Cubas no dejaron de ser desaparecidos. Al contrario, siguieron siendo invisibles. Porque nadie quiso verlos. Porque nadie se animó a confesar que los había identificado, desde que hacerlo equivalía a exponerse a su misma suerte. Nadie quería ver lo que no convenía ver, lo que daba miedo ver. Y por eso se lo ignoraba, al doloroso precio de ignorar la realidad.
Decía recién que, cuando el torniquete que aplica el sistema capitalista aprieta demasiado, la sociedad sufre y empieza a reaccionar no como debería, sino como puede. Eso está a la vista en dos democracias más formales que reales, como lo son las de Estados Unidos y la de Argentina de hoy. Pero cuando el torniquete lo aplican regímenes autoritarios, como la dictadura del '76, la reacción popular está cohibida. El dolor existe, y crece, y fermenta, sin contar con vías de salida. El país se convierte entonces en una olla a presión. Así funcionó el Mundial '78 en su momento, del mismo modo que funcionó en mí: como una vía de escape para el vapor acumulado, un permiso para desmelenarse y gritar en las calles y liberar parte de la tensión reprimida que nos estaba matando.
En este sentido, su efecto fue reaccionario: desperdiciamos a través del fútbol energías que deberíamos haber canalizado en la resistencia. (Dicho sea de paso: qué personaje entre trágico y patético que fue y sigue siendo Firmenich, que también da su testimonio en el documental.) Pero el pasado no puede alterarse, a no ser que uno cuente con un DeLorean. Lo único que podemos hacer con él es repasarlo escrupulosamente, exprimir el jugo de esa experiencia ya cosechada, para entender bien por qué ocurrió lo que ocurrió y no repetir errores similares. Y eso es parte de lo que intentan hacer series como Sherwood, No digas nada y Argentina '78.
Rudyard Kipling tenía razón cuando decía: "Si se enseñase la Historia bajo la forma de cuentos o narraciones, nadie la olvidaría".
La tentación de la violencia
En la serie No digas nada, Dolours Price dice que "recién años después, cuando tuviste tiempo de estar sentada y pensar, te formulás las grandes preguntas que no hiciste en su momento". Virginia Woolf desarrolló una idea similar, al explicar que uno nunca experimenta una emoción completa en tiempo real, porque está condicionado por las circunstancias, tanto personales como históricas. En todo presente, uno ve apenas lo que consigue ver desde su propio pellejo, uno entiende apenas lo que en la emergencia le permite procesar el buñuelo que conserva en la cajita del cráneo, y actúa en consecuencia. Sin embargo, esa emoción "se expande después", agrega Woolf. Y concluye: "Es por eso que no contamos con emociones completas sobre el presente, sólo sobre el pasado".
Del mismo modo, es imposible tener lucidez plena respecto del presente. Uno puede estar lo mejor informado que esté a su alcance, conservar la mente abierta, actuar desde la reflexión y no desde el impulso. Pero aun así, no contás con más elementos concretos que las cartas que sostenés en tu mano, mientras la realidad oculta sus propias cartas, sin alterar su cara de poker. La evaluación crítica de una decisión histórica llega mucho después, cuando el juego de los demás ha quedado expuesto y uno sopesa qué tal lo hizo, a pesar de todo lo que no sabía o no había tomado en cuenta entonces.
Así vivimos, o así vivo yo, al menos: en estado de alerta constante, siempre curioso, porque aunque tengo claro que estoy jugando a un juego amañado, intento no pecar de ingenuo. No quiero volver a sentir la misma indefensión ante las fuerzas oscuras que sentía a mis 14 años. Ya sé que no existe infalibilidad posible, que nunca dejaremos de equivocarnos, y a menudo saldremos airosos sólo de chiripa, por puro ojete o por instinto. Pero no por eso voy a dejar de ser lo más consciente que pueda de lo que está ocurriendo. La opción de no ver lo que me incomoda o me contradice no garpa para mí. Prefiero saber a no saber, aunque duela. Prefiero entender a negar la realidad, aunque la realidad sea una mierda.
Series como las que mencioné prestan un gran servicio. Ayudan a contextualizar, algo imprescindible porque, cuando estás metido en la olla a presión, tu horizonte es limitado. Eso es lo que producen las situaciones en las que la presión sobre la sociedad es demasiada, y hasta extrema: te encierran en un túnel estrechísimo, asfixiante, dentro del cual las opciones de las que disponés son pocas, además de inauspiciosas. Y en esa situación acotadísima, ciertas decisiones que hasta no hace mucho hubiesen parecido delirantes empiezan a sonar razonables, o por lo menos inevitables.
En Sherwood se palpan las consecuencias del dilema en el cual la clase laburante inglesa se dejó encerrar. Aceptaron que el poder dibujase el conflicto como un cara o ceca, que apostasen todas sus fichas al triunfo de la huelga. Y cuando la huelga fracasó, la Thatcher quebró el espinazo de la resistencia y se quedó con todo. En No digas nada, la violencia del conquistador inglés y de los protestantes locales lleva a Dolours Price a convencerse de que con la militancia pacífica no obtendría cambio alguno. La primera consecuencia es el abandono de la política formal, propiamente dicha ("Es la política la que nos metió en esto", se justifica alguien), y la segunda es la adopción de la vía violenta. En las dos series, pues, el pueblo da por buena la disyuntiva que el poder les planteó, cuando en realidad se trataba de trampas. Triunfo de la huelga, o nada. Violencia, o nada. Y fue así como el pueblo perdió, por lo menos hasta que volvió la maldita política, que al final es —siempre— la única que nos saca del marasmo.
No digas nada cuenta la tragedia de una militancia que termina siendo víctima de sus propios líderes. En términos del Cantar del Mío Cid, fueron buenos vasallos de discutibles señores. La historia de Dolours Price incluye además elementos meta, como su relación —estuvo casada veinte años— con el actor Stephen Rea, protagonista de aquel exitazo que fue El juego de las lágrimas. En esa película de Neil Jordan, Rea intepretaba a un militante del IRA que se apiadaba de un soldado inglés, lo cual lo enfrentaba a una superior de la organización que era una mujer inflexible, implacable, de algún modo inspirada por... Dolours Price. Nombre que siempre me ha parecido ideal, porque aunque es el apelativo de una militante del IRA que existió en la realidad, viene cargado de sentido: Dolours —por Dolores— Price —que significa precio— remite indefectiblemente a lo que debieron pagar tantos a cuenta de su lucha — un precio carísimo en términos de vida, de años de cárcel, de mutilaciones en el cuerpo y en el alma.
Hay que desconfiar siempre de las realidades binarias, reductivas, blanco-negro, que el poder presenta al campo popular. Si te explican que es una cosa o la otra, seguro que existe al menos una tercera opción, que es la que están ofuscando, ocultando deliberadamente. Acá, entre nosotros, es bastante evidente. Por un lado, amenazan constantemente con la proscripción de Cristina. Dejarnos sin representación política sería una carta fuerte, riesgosa, pero hablamos de gente sin pruritos, que siempre —parafraseando a Ritondo & Señora— goes for more, va por más. Por el otro lado, aumentan la presión del torniquete sobre la sociedad porque, primero, quieren afanarse todo lo que puedan a la mayor velocidad posible y, segundo, porque creen que les conviene acorralar al pueblo, llevarlo al límite, tentarlo para que reaccione violentamente. De ese modo juega la provocación de Laje, el Gordo Dan y el show paramilitar de las autodenominadas Fuerzas del Cielo: están tratando de que pisemos el palito. Si la gente empieza a romper todo, van a sacar cascarudos y tanquetas a la calle, matar y encarcelar, para después justificarse como el golpeador, diciendo: Mirá lo que me hacés hacer.
No es casual que Milady agite constantemente el fantasma de un comunismo que no existe, de que identifique al enemigo como "los zurdos de mierda", a la vez que crea en los hechos las circunstancias que justificarían el surgimiento de una nueva izquierda. Lenin supo decir: "La libertad en la sociedad capitalista sigue siendo la misma que era en las antiguas repúblicas griegas: libertad para los dueños de los esclavos". Los tecno-señores de hoy no disimulan que la única libertad que les importa es la suya propia, para hacer lo que se les antoje. Cuando alguien salte a decir que al final Lenin tenía razón y quiera organizar una protesta, gritarán: "¡Comunista!" y mandarán a que se le reviente la cabeza de un garrotazo, consagrando la profecía autocumplida.
Lo que me dicen estas antenas que vengo desarrollando desde los '70 es que debemos evitar que la población caiga en la tentación de la violencia, esa trampa metálica que el poder siembra hoy en las calles de todos barrios, especialmente los más populares. ¿Y quiénes deberíamos evitarlo? La dirigencia política del campo popular —cuya responsabilidad es ofrecer un proyecto y un plan de transformación que el pueblo encuentre creíble, factible, y por ende le resulte convocante y quiera defender—, y también aquellos que nos sabemos en condiciones de persuadir, tanto en el contacto cara a cara como a través de los medios y las redes. Tenemos que convencerla de que la piedra no es el último recurso que le queda.
En último término, tanto Sherwood como No digas nada cuentan qué es lo que ocurre cuando el poder triunfa en su cometido de sembrar cizaña entre la población, hacer que un vecino se enfrente a otro y, de ese modo, permitir que la explotación general siga su curso sin perturbaciones. Necesitamos imitar el ejemplo de esas series. Hay que volver a contar nuestra historia, para ayudar a que el pueblo entienda que los verdaderos monstruos no son los que le vendieron, sino aquellos que se esconden detrás del telón y se benefician con nuestro sufrimiento.
Como decía Lewis Carroll, el papá de Alicia: "En la guerra contra la realidad, nuestra única arma es la imaginación".
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