Hace unos meses se publicó ¿Por qué y cómo castigamos?, de los criminólogos estadounidenses Philip Goodman, Joshua Page y Michelle Phelps. El libro coincidió con la salida de Lo que el progresismo no ve de la antropóloga y ex ministra de Seguridad de la Nación, Sabina Frederic. Se trata de una gran coincidencia, toda vez que la tesis propuesta por los criminólogos es precisamente lo que Frederic procuró hacer en su libro: pensar la gestión con disputas políticas.
Arenas movedizas
El sistema penal se mueve sobre suelos movedizos. No está hecho de equilibrios, sino de inestabilidades constantes, contingencias, de luchas abiertas y no siempre manifiestas. Luchas a veces silenciosas y otras veces histriónicas, que se ventilan en vivo y en directo a través de los medios de comunicación o de las redes sociales. De modo que los consensos en torno a los problemas públicos nunca serán absolutos ni permanentes, sino relativos y volubles. Eso quiere decir que el sistema seguritario se contrae, expande y transforma como resultado de luchas entre personas de carne y hueso en contextos concretos.
La tesis de los criminólogos norteamericanos sirve para pensar también la seguridad. En efecto, Frederic invita a pensar el sistema de seguridad con su telón de fondo, esto es, con las continuas disputas políticas. Disputas no necesariamente ideológicas o pragmáticas, sino miserables y mezquinas, donde entran a jugar dimensiones personales, resentimientos y egoísmos, celos y micromachismos de los funcionarios. Es decir, en una época tomada por las pasiones tristes, no hay que subestimar el lugar que ocupan las envidias y el odio que despiertan esas envidias en los dirigentes.
Dice Frederic: “El Estado (…) es un espacio de conflictos y tensiones, de luchas desiguales, abiertas y solapadas, entre quienes pugnan por aplicar sus convicciones e intereses”. La política está tomada por las emociones y los intereses particulares que suelen quedar fuera de la reflexión crítica. Nunca se calcula el peso específico que tienen los personalismos, cómo gravitan en el desarrollo de una gestión. Se deja esta tarea a la carroña que vive de las mezquindades que se ventilan a veces off the record y otras veces se convierten en la corredera de pasillo, porque esos entuertos suelen ser pasto verde que alimenta el internismo y suele ser el mejor terreno donde van a pastar aquellos que viven de las tesis conspirativas.
Un libro para debatir
El libro de Sabina Frederic es una reflexión crítica sobre los tiempos y contratiempos con los que se midió su gestión al frente del Ministerio. Una reflexión que, dicho sea de paso, no es muy habitual. Seguramente el lector recordará algunos libros semejantes, pero que solo han sido un gran autobombo. Este tipo de escrituras auto-laudatorias no solo desactivan al lector, sino que clausuran los debates públicos. Están para celebrar lo oportunas, precisas y calibradas que han sido sus decisiones, una voluntad capaz de doblegar cualquier coyuntura.
No es el caso de este libro, que expone un problema en su contexto, describe los obstáculos y limitaciones que tuvieron que hacer frente, explica la posición que adoptaron, las idas y vueltas que tuvieron sus implementaciones, remarcando las debilidades y tareas pendientes, para luego retirarse y dejar no solo espacio a los lectores, sino al debate colectivo. El libro nos puede conformar o no, pero es una escritura que moviliza y no asfixia. Frederic construye un texto precario para darle lugar al lector. Porque quien dice reflexionar no dice solamente “distancia”, tomar distancia, dice también “mediación”, la puesta en común, la vocación de convidar aquello que se pensó en voz baja.
Con este libro Frederic no viene a justificarse. Por un lado, quiere que se lea la gestión con las luchas intestinas con las que se midió, pero también expone algunas contradicciones que siguen siendo una gran limitación para pensar la seguridad en clave progresista. Y esto es así porque Frederic quiere vigorizar el debate colectivo no solo al interior de la academia, sino sobre todo al interior del campo progresista, un espacio que oscila entre la corrección y la incorrección, que es progresista cuando se trata de pensar la agenda social y los derechos humanos, pero cuando se trata de pensar la agenda seguritaria suele dejarse seducir por los compadritos, la ética del patrón de estancia, por las posiciones más reaccionarias o punitivas.
Para decirlo con un interrogante que abre el libro: “¿Por qué en un gobierno presuntamente progresista y en favor de los derechos de las mayorías domina una seguridad punitiva o ‘de derecha’, esa que prioriza el valor de la propiedad privada sobre la vida y la libertad de los más vulnerados?”
Tragarse sapos sin culpa
La seguridad progresista no es una tarea pendiente, pero es una materia con muchos agujeros negros o, como se decía antes, que viene con muchos sapos. Alrededor de estos sapos se han ido componiendo algunas excusas curiosas para tragárselos sin culpa. Vaya por caso “la teoría del pararrayos”, una teoría que, según explica Frederic, nos llega con muchos eufemismos como, por ejemplo, “sumar apoyo por derecha”, “cuidarle la espalda”, “evitar que los escándalos de inseguridad toquen al gobernador”, “controlar a los periodistas fascistas”. Todas interpretaciones que se blindaban con otro chantaje moral que, dicho sea de paso, durante mucho tiempo se convirtió en una suerte de deporte amateur entre los progresistas: “No hacerle el juego a la derecha”. No hay que discutir, conviene acatar, porque de lo contrario estaremos haciéndole el juego a la derecha.
Vista la seguridad a través de los compadritos, aquella se convierte en un apéndice de la comunicación política: lo importante es tener buenos contactos entre los productores periodísticos para matar una noticia que se está cocinando, pero también dejarse coachear para “saber hacer cámara” y de esa manera conseguir un efecto tranquilizador en la audiencia.
El giro espectacular de la seguridad convierte a la gestión en una puesta en escena, en una performance caricaturesca, porque esos funcionarios tienden a sobre-representar el papel que desempeñan, a exagerar no solo los problemas y las preocupaciones frente a esos problemas, sino a impostar su indignación, a exagerar sus intervenciones públicas, a usar palabras escandalosas para hablar de los conflictos. No importa que después no hagan nada o poca cosa. Lo importante es que siga la función. Funcionarios adictos a la pantomima o a la dramatización mediática, que disfrutan pasearse por los sets de televisión con poses exageradas, marciales, muñidos de consignas efectivas, repletos de provocaciones bajo la manga, con imputaciones falsas y amenazas más o menos veladas. Performances que se hacen eco de falsos maniqueísmos (ser blando o ser duro, garantismo o mano dura, la gestión se hace en el escritorio o en la calle) para descalificar a todos aquellos que tienen otras posiciones. Para decirlo con las palabras de la autora: “En el área de seguridad, la preeminencia de las lógicas políticas que consagran figuras y prácticas impide orientar las acciones de gobierno en otra dirección”.
Es decir, lo que hace Frederic es inscribir a estas figuras rimbombantes, por no decir “bizarras, fastuosas y grotescas”, de la seguridad en una serie, y a esa serie encontrarle las condiciones de posibilidad, es decir, el conjunto de elementos que hay que tener en cuenta para explicar por qué llegamos a donde llegamos, por qué tenemos que lidiar con estos personajes, con esta forma de encarar la seguridad que patea los problemas para delante. Porque para Frederic el estilo no debe interpretarse en términos individuales, sino en términos estructurales. Por eso se pregunta: “¿Cuáles son los mecanismos estructurales que obturan una política progresista de seguridad?” Mecanismos que el progresismo no ve o subestima cuando aborda la seguridad. Repasemos algunos de los mecanismos señalados por la autora.
Limitaciones y rueda de auxilio
En palabras de la autora, el primer mecanismo es el siguiente: “La seguridad se ha convertido en un emergente de las limitaciones de la regulación estatal de territorios y poblaciones en los márgenes”. Es decir: la seguridad es una forma de compensar la ausencia del Estado. Allí donde el Estado no está presente o su presencia ha sido muy precaria, itinerante, allí donde se ha dejado a muchas poblaciones al margen por largos períodos, la seguridad se convierte en una rueda de auxilio. Ya no se trata de cuidar a los actores en desventaja, sino de cuidarse de ellos.
En efecto, la seguridad se interpela como aquella herramienta que está para regular o contener “un cierto número de cosas” que deberían ser objeto de otras áreas o carteras del Estado. Dicho de otra manera: la seguridad como instrumento de regulación poblacional y, por añadidura, de regulación de aquellas economías criminales siempre desbordadas o que amenazan con desbordarse y emputecer los márgenes de la sociedad.
El resultado de estos despliegues es agregarles más problemas a esas mayorías, que ahora se transforman en el destinatario de rigor de la prevención policial. “Más policías en la calle con distintos formatos de despliegue incrementan las causas judiciales por delitos en flagrancia, ‘pescados infraganti’, y concentran el esfuerzo en el delito observado en la vía pública”. Es decir, este tipo de políticas seguritarias no solo desestiman la política criminal, no solo subestiman las capacidades de investigación policial e impiden que las policías asuman otro perfil y se formen en ese perfil, sino que se redireccionan las políticas de control hacia los más débiles, hacia aquellos sectores que el progresismo pretende representar, pero fracasa cuando le pasa la pelota a la seguridad. Una seguridad acotada a una perspectiva policialista.
Urgencia y bacheo policial
Por eso, el segundo mecanismo que obtura una gestión progresista de la seguridad es la urgencia. Cuando la política está tomada por las elecciones, cuando no hay tiempo ni presupuesto o el presupuesto nunca alcanza, pero tampoco imaginación para desplegar políticas para tiempos largos, los funcionarios se dedican al bacheo policial, a tapar agujeros, a remar cada una de las coyunturas con las que se miden. No es para menos, sobre todo cuando a la oposición no se le caen muchas ideas y ejerce manipulando la desgracia ajena.
Una dinámica demagógica que pondrá a los funcionarios y dirigentes a “mendigar recursos”. Solicitudes que llegarán de todos lados, de los gobiernos provinciales y locales, especialmente de aquellas regiones más densamente pobladas, donde los márgenes se han ido expandiendo.
Frederic cuenta que durante toda su gestión tuvo que lidiar casi exclusivamente con dos demandas de seguridad: “más represión y más gendarmes”. Esas demandas provenían de casi todo el arco político y mediático, incluso de “compañeros” y medios de comunicación “amigos”. Es entendible: cuando se tiene una concepción policialista de la seguridad, las demandas de los gobernadores, intendentes y ministros de seguridad de las provincias se limitan a pedir más efectivos, más patrulleros, más destacamentos o puntos de control. Todas demandas discrecionales y sin respaldo, flojitas de papeles, que llegaban sin diagnóstico o con diagnósticos hechos al boleo, con la tapa de los diarios, con los zócalos de la televisión, con el temor de los dirigentes.
Cuando la seguridad es tomada por la urgencia, esas demandas convierten al Ministerio en un cuerpo de bomberos. “Hay que actuar”; de lo que se trata siempre es de apagar los incendios. La cartera de seguridad, entonces, es el área “que recibe el cúmulo de demandas irresueltas que solo se imagina contener con la amenaza o la aplicación del uso de la fuerza”.
Saben que este tipo de respuestas son cortoplacistas, pero alcanzan para llegar a las próximas elecciones. Saben que están pateando los problemas para delante, pero lo importante es ganar las próximas elecciones. Saben además que el precio que pagará la ciudadanía por ello es demasiado alto: la imposibilidad de construir políticas públicas de largo aliento agregará, más temprano que tarde, una mayor complejidad a la conflictividad social.
Internismo y chivos expiatorios
Finalmente, otra dinámica que limita y entorpece una gestión progresista de la seguridad son las internas políticas. Dice Frederic: “Es necesario salir de la trampa del cuadrilátero, el barro, el fregadero”. El internismo, además de fraccionar la política y debilitar a la gente que está en el pozo, es una manera de no asumir las responsabilidades y de sacarse los problemas de encima, echarle el fardo al otro y de paso desviar el centro de atención: “Negar la propia responsabilidad en lugar de aceptarla y aceptar las compartidas era un esquema ya casi instalado que los medios periodísticos contribuían en buena medida a imponer. En rigor, obedece a un patrón propio del régimen neoliberal a la argentina, donde la responsabilidad del Estado se va diluyendo en la medida en que las jurisdicciones borran la propia y apuntan a la del nivel superior, cuando en verdad la nación no puede imponer institucionalmente sanciones a las provincias o a sus funcionarios, solo puede hacerlo a través de la intervención federal (que es tan excepcional como impracticable).”
En otras palabras: no asumir responsabilidades es una forma de negacionismo, que a veces transforma a la policía en chivo expiatorio y, otras veces, es una manera de correr al funcionario que no comulga con los intereses, pero tampoco sintoniza con esta lógica de gestionar la seguridad.
Procesos
Termino y lo hago con Mao, que dijo: “De lo dicho al hecho siempre hay un proceso”. Yo prefiero una frase de las hermanas Wachowski, Lana y Lilly, en Matrix, cuando Morfeo le dice a Neo: “Tarde o temprano te darás cuenta de que una cosa es conocer el camino de antemano y otra muy distinta recorrerlo”.
Esto es lo que hace Frederic en este libro: dar cuenta de ese proceso, un recorrido sinuoso, hecho de marchas y contramarchas, que se midió no solo con un acontecimiento extraordinario como fue la pandemia, sino con montones de palos en la rueda; una época tomada por el fuego amigo, sembrada de operaciones, que la llevó a lidiar con una clase dirigente agotada, girando en falso sobre recetas que le agregaban más dificultades a las mayorías hasta distanciarse de ellas.
* Esteban Rodríguez Alzueta es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de Sociología del Delito en la especialización y maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.
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