Cordero suelto
Tenemos que reubicarnos en el nuevo territorio donde, lo admitamos o no, ya estamos viviendo
El 22 de noviembre cumplió 50 años una de las obras más raras —en el mismo sentido en que son raras las perlas negras— de la historia del rock: el álbum doble The Lamb Lies Down On Broadway, de la banda británica Genesis. Decir que se trata de una obra que se adelantó a su tiempo suena a cliché, lo tengo claro. Pero llevo medio siglo escuchándolo y recién ahora me encuentro cerca de alcanzarlo, de sincronizar con sus inquietudes más profundas. De todos modos, no soy el único al que le pasa algo así. Diez años atrás, cuando cumplía 40, Jon Michaud dijo en el New Yorker que, a juzgar por la cantidad de exégesis que había inspirado, The Lamb era el equivalente rockero del Ulysses de Joyce.
The Lamb fue la forma que eligió Peter Gabriel —cantante, pero también uno de los múltiples compositores del grupo— para clausurar el primer tramo de la historia de Genesis, caracterizado por un trío de fuerzas rectoras. La primera fue el desarrollo de la banda no como simple combo eléctrico, a la manera del rock en boga en los '70, sino como alternativa a la orquesta o ensamble de cámara. La segunda, la exploración lírica de temas mitológicos, tanto del folklore inglés como del clasicismo greco-romano. Y la tercera, su relectura de la muy inglesa tradición de la ópera cómica, a lo Gilbert & Sullivan, que explotaba las posibilidades teatrales de la música. (Los conciertos de Genesis eran puestas en escena, donde Gabriel encarnaba personajes no sólo vocalmente sino también como actor, disfrazándose de flor, de zorra, de Britannia, de Guardián de los Cielos.) En 1974, después de haber llevado esa fórmula al límite de su perfección con el disco Selling England By The Pound (1973), Gabriel decidió que necesitaba empujar a Genesis hacia la modernidad.
Por eso imaginó un álbum conceptual protagonizado por un pendejo contemporáneo, un portorriqueño que vive en Nueva York y no tiene nada mejor que hacer que pintar grafitis y experimentar con el sexo y la violencia. El pibe se llama Rael —anagrama de real, uno casi transparente— y es un lumpen: un proto-punk, porque el movimiento punk estalló en Inglaterra en el '76, o sea dos años después de The Lamb, en parte como reacción ante la pretensión de bandas como Genesis, Yes y Emerson, Lake & Palmer. Lo cual no quiere decir que The Lamb suene punk. La mayoría de los muchachos de Genesis eran de clase media acomodada y provenían de un colegio público de enorme prestigio, el Charterhouse. Razón por la cual The Lamb suena todo lo punk que podría permitirse un ex alumno del Nacional Buenos Aires que es primer solista del Colón. Pero sí es verdad que suena más agresivo, y en ocasiones hasta experimental, de lo que Genesis había sonado nunca. La paleta de la música popular de hoy se infantilizó tanto, que hay tramos de The Lamb que son casi indescifrables: no tienen parangón con lo que se escucha, se salen de parámetro. Parecen música proveniente de un universo alternativo, o de una civilización que se mantuvo oculta a los ojos del mundo.
Su punkitud, si se me permite el neologismo, deriva ante todo de la actitud que Gabriel adoptó. La emoción que predomina en Rael es una que no perdió vigencia: la rabia, la bronca, la enajenación. Sus palabras no desentonarían en boca de un niño resentido del Conurba. Como dice en Back in NYC: "No me importa a quién lastimo, no me importa a quién jodo / Este es tu quilombo, en el que estoy atrapado y al que no pertenezco / Cuando saco a pasear mi botella llena de nafta / Lo que te cuenta dónde anduvo Rael son los fuegos nocturnos".
Pero el Genesis de Gabriel no sólo anticipó al punk, cuya necesidad política prácticamente admitió, avant la lettre. También se aventuró en otras cuestiones, de orden más bien filosófico.
Al contemplar por enésima vez el arte de tapa, ya no me sorprende tan sólo su diferencia con la estética de los discos previos, que aspiraba a un neo-clasicismo. En las imágenes de The Lamb, realizadas por el estudio de diseño Hipgnosis a partir de los conceptos de la banda, se exploran precupaciones que sólo se volverían corrientes mucho después. Por ejemplo, el cuestionamiento de lo real y de la experiencia humana, en tiempos de cultura virtual. (Simulacros y simulación de Jean Baudrillard es del '81, sin ir más lejos.) La tapa de The Lamb muestra un tríptico de fotos que ponen en primer plano la cuestión de lo que hoy llamamos lo meta, la auto-referencialidad de las vidas contemporáneas a las que ser vistas y registradas por cámaras les importa tanto, si no más, que ser vividas.
En la primera imagen, un Rael que está en los rápidos que forman parte de la trama rompe el cuadro de su foto (la cuarta pared, diría mi hijo más pequeño), para tender la mano al Rael que está siendo torturado en la segunda foto. En la tercera imagen, Rael escapa de la Cámara de 32 Puertas a la que llega durante la historia —de hecho, todo lo que queda allí es su silueta en blanco—, para bajarse de la secuencia y contemplar la galería de sus propias imágenes desde afuera. Lo cual sugiere que, además de ser protagonistas de nuestras vidas, es necesario asumir que también formamos parte de otras narrativas, que por lo general son colosales y nos exceden: la social, la política, la cultural y ahora la virtual, de las cuales debemos ser conscientes —es decir, que exigen que nos desdoblemos para analizar desde otras perspectivas y comprender dónde estamos metidos—, si es que queremos conservar algún grado de autoría sobre nuestros destinos.
El procedimiento continúa en la contratapa, donde destaca una imagen que recién se volvería ícono, y hasta meme, un cuarto de siglo más tarde. Allí se ve a un Rael que carece de boca, cuyos labios han sido borrados por completo. En The Matrix, que es del '99, las hermanas Wachowski le infligieron el mismo tormento a su protagonista Neo, cuando la Matriz de la que depende la simulación en la que Neo está inmerso le prueba que, si quisiese acallarlo, podría hacerlo, y de la manera más literal.
Lo que cuenta Gabriel en The Lamb es una aventura o viaje metafísico, más en la vena surreal de Alejandro Jodorowsky, autor de films como El topo (1970) y de sagas historietísticas como El Incal, Los metabarones y Los tecnopadres, que del Lewis Carroll de Alicia. La historia arranca en un lugar tan contemporáneo como reconocible, parte del paisaje mental de la humanidad: el Broadway neoyorquino y ese epicentro que es Times Square, donde cada 31 de diciembre se juntan las multitudes para ver caer la bola que marca el comienzo del año nuevo. En ese escenario que películas y series nos grabaron a fuego, Rael registra algo insólito: un cordero que está echado en mitad de la avenida Broadway. (Eso es lo que significa, literalmente, el título del álbum.) En ese lugar tan bullicioso como cutre —recordemos que Gabriel habla de la Nueva York de los '70, que estaba más cerca de Taxi Driver que de la Disneylandia actual—, Rael descubre a esa criatura, símbolo eterno de pureza, pero también de sacrificio. Y esa visión detona el comienzo de su viaje.
Los dos primeros temas del álbum establecen, tanto lírica como sonoramente, que estamos a punto de alejarnos de lo que podía esperarse de Genesis. La primera canción, titulada como el disco, lo expresa de manera dramática. Arranca con un tormenta pianística de endiablada ejecución en manos de Tony Banks, que perversamente sugiere que seguimos en el territorio del Genesis de siempre, la banda de aspiraciones neo-clásicas, en lo artístico y en lo intelectual. Pero esa intro es invadida por la batería de Phil Collins, que da paso a una canción movida, infecciosa (¿pop?), que de inmediato revela que está más cerca del musical moderno que del rock corriente —podría ser un outtake de Amor sin barreras— y presenta a Rael en su escenario habitual: Manhattan, el metro, el vapor que sale de las rejillas de la calle, los taxis, el neón.
Una vez que la visión del cordero le sugiere a Rael que algo raro ocurre, Fly On A Windshield (Mosca sobre el parabrisas) se lo confirma. "Hay algo sólido que se está formando en el aire / El muro de la muerte desciende sobre Times Square / Y a nadie parece importarle / La gente sigue como si no hubiese nada ahí", dice, anticipando la disociación entre realidad y conducta humana tan característica del siglo XXI. Entonces sopla un viento inusual, acarreando un polvo que produce una costra que envuelve a Rael, impidiéndole moverse. "Y yo revoloteo como una mosca en la autopista —dice Rael— / A la espera de un parabrisas". (¿No es una gran manera de describir cómo nos sentimos millones en el mundo, en el umbral del año 2025: como moscas que no saben dónde ir, convencidas además de que, antes de que encuentren el rumbo, terminarán reventadas contra el frente de un bólido que irrumpe a toda velocidad?)
A continuación de ese pasaje trémulo, la banda entra en pleno, marcando la irrupción del nuevo Genesis: urbano, oscuro, brutal.
Existen razones concretas que explican la génesis de The Lamb. Ya mencioné la sensación de agotamiento que Gabriel experimentaba respecto del camino tomado por la banda. Su necesidad de cambiar, de correr nuevos riesgos, se volvía imperiosa. Cuando el director William Friedkin, que venía de los exitazos que supusieron Conexión en Francia (1971) y El exorcista (1973), lo convocó a escribir algo juntos, Gabriel no dudó. Entre la banda y Friedkin, eligió a Friedkin. Hasta que el cineasta —quien se interesó por la narrativa de Gabriel, a partir de una historia que figuraba en la tapa del álbum Genesis Live (1973)— comprendió que esa asociación podía detonar la disolución de la banda, de lo cual no quería sentirse responsable. E instó a Gabriel a cuidar de su trabajo formal, lo cual no le dejó otra que regresar a Inglaterra y retomar la creación de lo que terminaría siendo The Lamb.
El grupo estaba sentado sobre una cantidad de música ya compuesta, o al menos bocetada, que justificaba la ambición de un álbum doble. Y en aquella época, las obras conceptuales —como de algún modo lo habían sido ya desde el Sgt. Pepper de Los Beatles (1967) hasta El lado oscuro de la luna de Pink Floyd (1973)— eran la clase de autoindulgencia narrativa que toda banda seria debía considerar. Por fortuna, la democracia interna que imperaba en Genesis rechazó la idea del bajista Mike Rutherford, el menos interesante de sus compositores, de adaptar El principito. (La diferencia entre la creación de Saint-Exupéry y el Rael de Gabriel no es menor que la que existe entre las Crónicas de Narnia y La naranja mecánica de Anthony Burgess.) Pero, como por primera vez pretendían narrar una historia única a través de canciones, Gabriel quiso asumir la responsabilidad —y por ende, la carga— de escribir todas las letras.
Lo cual agregó una complicación extra a su vida, que ya estaba al borde de un cambio sideral: esperaba el nacimiento de su primera hija, que además se complicó al punto de poner en duda durante semanas la supervivencia de la criatura. Esposa e hija estaban internadas en Londres, mientras el resto de la banda grababa en un estudio en Gales, a cuatro horas y media de auto. En esa circunstancia, como luego lo confesó Rutherford, el grupo fue "terriblemente insolidario" con Gabriel. Tiempo después, durante la gira de presentación de The Lamb, cuando Gabriel comunicó a sus compañeros que quería abrirse de la banda que había co-fundado, nadie pudo fingirse sorprendido. Y los caminos que se bifurcaron a partir de entonces demostraron quién era quién en materia de ambiciones.
Después de The Lamb, ya sin Gabriel, Genesis regresó a su tradición para grabar dos discos muy bonitos, pero que no ofrecieron grandes innovaciones: A Trick of the Tail (1976) y Wind and Wuthering (también del '76), con el baterista Phil Collins haciendo doblete como cantante. Entonces el guitarrista Steve Hackett renunció también y la banda se convirtió en una fábrica de canciones pop, lo cual le granjeó en simultáneo su mayor éxito comercial y la intrascendencia creativa. Gabriel, en cambio, inició una búsqueda en solitario tan personal como intransigente. Sus primeros discos ni siquiera tenían título, apenas una imagen en la tapa, por lo cual todavía los conocemos como Peter Gabriel I a IV. Experimentó allí junto a los vanguardistas Robert Fripp y Brian Eno, y cuando alcanzó la madurez en su quinto álbum —al que se avino a darle el título más económico que se le ocurrió, So (Así)—, lo sorprendió un éxito masivo al que no había cortejado y con el que nunca había soñado. Fiel a sus instintos, no intentó repetirse. Su último álbum, i/o (2023), está concebido como una reflexión final sobre su propia vida y sobre el estado del mundo.
Lo cierto es que, a comienzos de 1974, lo que Genesis significaba para Gabriel era seguridad pero también stagnation, o sea Estancamiento, como se llamaba uno de los primeros éxitos de la banda. Un lugar confortable, sí, que además podía asfixiar. El cuarto tema de The Lamb se llama Cuckoo Cocoon, que podría traducirse como Capullo loco. Sin embargo, las presiones que supuso la creación del álbum doble, sumada a la insensibilidad de sus socios, le reveló a Gabriel que en realidad no estaba en un capullo mullido sino más bien, como lo sugiere el título del quinto tema, en una celda (In The Cage).
Quizás el talón de Aquiles de The Lamb sea el dramático. Su narrativa no cierra bien, deberían haberse dado más tiempo para concebir un final a la altura de la historia planteada. Da la sensación de que se cansaron, y por ende se contentaron con sugerir por dónde debía ir la cosa, en vez de dramatizarla como Dios manda. Por eso creo que antes que esforzarse por entender The Lamb, lo que uno debe hacer es permitir que le ocurra: exponerse a su influjo, y ver qué pasa — qué produce, qué inspira. Como decía T. S. Eliot, y practica aquí a conciencia el Indio Solari, "la poesía genuina comunica aún antes de ser comprendida". Y The Lamb propone una experiencia que está llena de poesía verbal y sonora, que provocará cosas distintas en cada interlocutor, pero nunca indiferencia.
Más allá de las circunstancias objetivas, ¿qué trip del alma llevó a Gabriel a concebir semejante narración? Intuyo que tuvo mucho que ver la sensación de que su mundo conocido y su trama de seguridades se derrumbaban. La banda que adoptó como segunda familia lo decepcionaba en lo artístico pero también en lo humano, la paternidad era pura incertidumbre y al mismo tiempo había abierto un insospechado reservorio de amor ("Nadie ha medido nunca, ni siquiera los poetas, cuánto puede contener un corazón", dijo Zelda Fitzgerald, con toda la razón del mundo) que la potencial muerte de la pequeña amenazaba ahogar en la cuna. En esa situación, tratándose de un joven con el melón fermentado por las leyendas y los libros, Gabriel no consideró contar su drama en el registro realista: eligió, a su estilo, concebir un viaje simbólico, no a la manera del Ulises joyceano sino al de Homero, que describe los extraños sucesos y personajes que salen al paso de un protagonista que sólo desea regresar a casa.
Como venía leyendo a Carl Jung, decidió trabajar sobre arquetipos universales, imágenes y temas que trascienden las geografías y el calendario. Por eso la música y las ideas de The Lamb resuenan todavía, como si hablasen del siglo XXI más y mejor que de 1974.
La sexta canción del álbum se llama El gran desfile de los envases sin vida (The Grand Parade of Lifeless Packaging) y describe nuestra sociedad —la de hoy, no la de hace 50 años— con la precisión del visionario. Allí los humanos son apenas containers vacíos, movidos por una cinta mecánica. "No veo signo alguno de libre albedrío", canta Rael/Gabriel. "Creo que no me queda otra que pagar / Pagar para proseguir con mi camino".
En Counting Out Time —que podría traducirse como En la cuenta regresiva— admite que el Día del Juicio está llegando, y que no puede aspirar a otra satisfacción que no sea la sexual: "Zonas erógenas, las amo", dice. "Sin ustedes, ¿qué podría hacer un pobre pibe?" Y en Los que se arrastran por las alfombras (The Carpet Crawlers), Rael se descubre rodeado de una multitud prosternada, que repta en la misma dirección, "creyendo ser libre", convencida de que está decidiendo cuando, en realidad, no está haciendo otra cosa que lo que se espera de ella. De hecho, lo que dicen en el estribillo los líderes de esa multitud podría haber sido usado como slogan de campaña tanto por Milei como por Trump, porque es en efecto la promesa que formularon, lisa y llana: "Si querés salir de esta, primero tenés que entrar". (We've got to get in to get out.).
En la canción siguiente, La cámara de 32 puertas (The Chamber of 32 Doors), Rael expresa la angustia que le produce su situación:
Tengo al hombre rico parado delante mío
Y al hombre pobre a mis espaldas
Ellos creen que podrán controlar el juego
Pero el malabarista tiene escondido otro mazo.
Rael entiende que cada puerta que ha atravesado "me ha traído aquí, nuevamente". (¿No esa, exactamente, la sensación que tenemos muchos argentinos, en particular aquellos que ya estábamos aquí cuando la dictadura: que hemos intentado mil cosas, y siempre volvemos a experimentar la misma devastación?) "Tengo que encontrar mi propio camino", agrega, y verbaliza una condición, con la que también empatizamos: "Necesito alguien en quien creer, en quien confiar".
Paradójicamente, quien lo rescata de ese limbo y lo guía es una mujer ciega, la Lilywhite Lilith que da título a la siguiente canción. (Según el folklore judío, Lilith fue la mujer original antes que Eva, la primera esposa de Adán, que se negaba a obedecerle y por eso fue desterrada primero, y demonizada después.) En The Lamb, Lilith empieza pidiéndole una mano a Rael ("Por favor, ayudame a pasar entre la multitud"), y cuando este se la concede, Lilith decide que es digno de ser guiado hasta la luz:
Lilith, la que es blanca como un lirio
Te va a conducir a través del túnel de la noche
Lilith, la que es blanca como un lirio
Te va a guiar bien.
Poco después Rael muere y resucita, o al menos atraviesa una muerte simbólica. Para resucitar, o al menos transformarse metafísicamente, acepta que debe ser castrado. (Hay todo un subtexto, o una línea de interpretación de The Lamb, en torno a las identidades sexuales y la necesidad de abrazar nuestro opuesto complementario: la femineidad para los hombres, la masculinidad para las mujeres, los conceptos junguianos de anima y animus. Es tan clave para la trama de The Lamb que merecería otro artículo, pero aquí preferí concentrarme en sus aspectos centrales.) Ese sacrificio conduce a Rael hacia una salida, una ventana literal que se abre dentro de la pantalla de su realidad y que lo devolvería a su lugar, a su barrio original. Pero en ese instante advierte que su hermano John está ahogándose en el río que corre a sus pies. Y en vez de salir por la ventana, decide lanzarse a las aguas para salvarlo. Lo logra, y cuando lo arrastra hasta la orilla, comprende que John, o sea Juan —el nombre más común, en cualquier idioma—, tiene su propio rostro: al salvar al otro, se ha salvado a sí mismo. Y desde esa lucidez puede sentirse por primera vez parte del universo, conectado con todo lo que está vivo y es importante, en lugar de seguir siendo un envase vacío.
La culminación dramática de The Lamb tiene lugar un poco antes, cuando Rael debería morir y sin embargo no muere. Esto ocurre durante la que quizás sea la canción más bella del álbum, y a la que considero una de las más bellas que haya escuchado nunca. Se llama The Lamia, y hace referencia nuevamente a una figura mitológica. Según los griegos, Lamia fue una mujer de la que Zeus se enamoró y con la que concibió hijos, para luego ser víctima de los celos de la esposa oficial del dios, Hera, que mató a los críos y la maldijo. (Otra mujer demonizada. Por algo es habitual que ciertas exégesis mitológicas vinculen a Lamia con Lilith.) En su desgracia y en su ira, lo que hizo Lamia a partir de entonces fue vengarse, cebándose en la carne de los hijos de los demás. En la Antigüedad, el cuco —la figura con la que se amenazaba a los niños y que vagaba por las noches, porque Hera le había quitado la posibilidad de dormir— era mujer.
En la canción, Rael llega a una laguna de aguas rosadas, cubierta por una fina bruma. Se mete en ellas y descubre a tres serpientes rojas con rostro femenino, que salen a su encuentro. Sus facciones son perfectas y sus movimientos están llenos de gracia. Ellas se presentan como Lamias —aquí, las Lamias son tres— y proceden a coger con Rael. Pero a continuación pretenden devorarlo. Para su sorpresa, apenas prueban la sangre de Rael experimentan dolores intolerables y mueren. ¿Y por qué digo que es aquí donde The Lamb culmina dramáticamente? Porque la muerte de las Lamias prueba lo esencial: que, a cuenta de su viaje, Rael ya ha alcanzado su madurez, y por eso todo lo que sigue —la aceptación de su emasculación, la decisión de salvar a John antes que a sí mismo— ya está dado, o mejor aún: cantado. Porque las Lamias sólo devoran niños, y es por eso que, al probar la sangre del Rael que ya maduró, mueren envenenadas.
Yo sé que cuando hablo de "viaje metafísico", de Lilith y de Lamia, muchos de ustedes piensan: ¿qué se fumó este hombre, qué tiene que ver todo esto con mi vida? Puesto en ese brete, yo respondería: mucho, tirando a muchísimo. En primer lugar, porque el peregrinar que cuenta The Lamb es una recreación del viaje vital que hacemos quienes aspiramos a entender más y a ser más felices. Todos partimos de un lugar y soñamos con llegar a otro mejor, y en el camino, inevitablemente, nos perdemos en parajes oscuros y calles sin salida y sospechamos de cada tipo o tipa que nos sale al cruce. El hecho de que el viaje no transcurra en un paisaje reconocible, sino en uno desconcertante y lleno de figuras extraordinarias, es un recurso al que la narrativa apeló siempre, durante milenios.
Pero en segundo lugar ese recurso, el de someternos al extrañamiento —eso de que no reconozcamos qué lugar es ese, ni qué clase de criatura nos está enfrentando—, no sólo sigue siendo válido para el público contemporáneo, sino que además es imprescindible. Porque nuestra supervivencia sobre esta Tierra depende hoy de la capacidad de aceptar que, aunque parezca lo contrario, ya nada es lo que era. Y una narración como The Lamb nos somete al ejercicio de la imaginación que deberíamos aplicar también a aquello que pasa por nuestra realidad: desconocerla por completo, tratar el paisaje cotidiano como si fuese fantástico, aceptar que nuestro destino depende de cómo reaccionemos antes Circes y Polifemos. (¿Qué más deben hacer los Musk, Trump y Milei de este mundo para que entendamos que no estamos en un relato convencional, sino en una fábula terrorífica donde no nada es más real que los monstruos?) Porque, si no entendemos bien el género del relato en el que estamos metidos, no sobreviviremos al nuevo orden que ya tenemos ad portas.
Estamos inmersos en un proceso de transformación de la vida humana sobre la Tierra que es revolucionario. Hace mucho, pero mucho tiempo que no tiene lugar un sacudón semejante en el planeta; y, para ser sincero, no entraña una mejora para la condición de las mayorías, sino todo lo contrario. Uno de los grandísimos problemas que presenta esta situación es que el común de la gente no tiene ni idea de lo que pasa, ni de lo que le espera. Actúa como si fuese un personaje típico de película de Suar, cuando está inmersa en una precuela de Blade Runner: a muy poco de que las elites se recluyan en colonias espaciales, búnkeres o islas, mientras el resto de nosotros trata de sobrevivir en un paisaje digno de Mad Max.
Días atrás, el director Marcelo Piñeyro, que conoce mis obsesiones, me mandó el link de un artículo de Alberto Barreiro que difundió Retina, un plataforma del grupo Prisa dedicada a discutir la tecnología moderna y los problemas que presenta. Como ya me extendí mucho, voy a limitarme a glosarlo aquí, para que se entienda de qué revolución hablo; sin duda retomaré el tema en otro momento porque, como digo, me obsesiona.
Dice Barreiro que estamos en medio de la revolución lanzada por una elite contra todos los demás — verbigracia, contra nosotros. Se trata de "una tecnocracia elitista y monopolística, impulsada por los intereses privados de unos pocos y el poder inmisericorde de los algoritmos". Su victoria se construye "sobre las ruinas de los principios fundamentales de la democracia. Su ambición es gobernar sobre dichas ruinas". Esta gente se guía por "un modelo tecnocrático donde las decisiones clave son guiadas por datos y algoritmos, favoreciendo un poder centralizado que consideran más eficiente que la deliberación democrática".
Lo primero a incorporar de lo que dice Barreiro es esencial: "El juego funciona ya con otras reglas". Busco otra analogía, porque ya no sé cómo explicarlo para que entre de una vez en la cabezota de todo el mundo: actuamos como si jugásemos a las damas en una plaza, cuando en realidad estamos en medio de un campo de batalla, fingiendo que las balas no silban en derredor. ¿Y qué es lo que deberíamos hacer entonces, imperiosamente? "Resetear nuestra imaginación y reubicarnos en un nuevo territorio", dice Barreiro.
Se trata de "una nueva aristocracia digital, un sistema hereditario de nuevo cuño", manejado por gente que no sólo se cree superior a todos nosotros, sino que además —aquí Barreiro cita un artículo de Zoe Williams en The Guardian— "nos odia". La era que pisamos debería llamarse, dicen (y en esto coinciden con algo que el Indio sostiene desde hace décadas) el Psicopatoceno: el tiempo de los psicópatas. "La verdadera batalla que se avecina —agrega Barreiro— no será entre conservadores y progresistas, sino entre quienes defienden la autonomía humana y quienes abrazan la visión aristocrática del elitismo tecnocrático".
¿Hay algo que podamos hacer? Barreiro tira dos pistas. Una, no ceder el control de la tecnología a esta elite. Usar esas herramientas, emplearlas con intención humanista. (Exactamente lo que estamos haciendo ustedes y yo, en este preciso momento.) Y segundo, enfrentar a la tecnocracia hueca —de envases vacíos fabricados industrialmente, diría Gabriel— creando sentido, significado. Construyendo lo que llama "una semiocracia: un sistema que prioriza la creación y la distribución de abundancia de sentido por encima de la mera acumulación de poder y datos, reconociendo que el verdadero progreso se basa en el crecimiento personal, la dignidad compartida y en un sentido profundo de comunidad".
Barreiro finaliza diciendo algo con lo que no puedo estar más de acuerdo: "De la noche a la mañana, hablar de Amor, de Naturaleza, de Ciencia o de Arte se ha convertido en un acto político". En el mismo sentido, escuchar The Lamb y sentir y pensar mientras suena —o componer, o escribir, o filmar, o reunirse para reflexionar y cambiar ideas, u organizarse políticamente— ha dejado de ser una actividad más, hasta neutra, en el contexto de una sociedad democrática, para convertirse en una acción de resistencia. Como las clandestinas de los peronistas post-'55. Como las de la murga renegada que en el 2001 convirtió todas las calles en un ágora.
Ya lo dijo el crítico Terry Eagleton, que abrevó en el marxismo tanto como en el cristianismo: "Si no te resistís ante lo aparentemente inevitable, nunca vas a saber cuán inevitable de verdad era lo inevitable".
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