Lo último que me enseñó Inés

Despedidas sin sentido, visitas simuladas y la molestia de prepararse para morir

 

“En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería”.

 

El 9 de noviembre murió Inés Fernández Moreno en su casa de Parque Chas, acompañada por su marido, sus hijos, su hija y su perra Pina. Una semana antes, mirando las hojas y los pétalos secos que cubrían el jardín trasero, pensé que en esos días en que Inés no los había barrido, la melancolía había aprovechado para entristecer todos los rincones, dentro y fuera de la casa.

Inés estaba pero ya no estaba. Nos sentamos al solcito comiendo un budín de limón horrible que yo había comprado en cualquier lugar, y hablamos de la muerte, de la suya. Estaba sorprendida por la cantidad de personas que habían ido a visitarla; amigos que no veía desde hacía treinta años o gente con la que nunca había tenido cercanía:

–Vienen a despedirse, pero para mí no tiene sentido porque cuando me muera no me voy a acordar de su despedida. Son ellos los que quieren recordar que vinieron a verme por última vez, como si yo fuera un espectáculo raro, la única persona del mundo que se va a morir.

–Otros vienen, tomamos el té y hablamos de cualquier cosa simulando que es una visita como todas, aunque sabemos que nos estamos viendo por última vez. No se animan a hablar de lo que piensan, y yo no digo nada porque se pondrían muy nerviosos.

Cuando éramos muy jóvenes hablábamos siempre de la angustia que nos provocaba la idea de morirnos y dejar a nuestros hijos sin madre.

–Pero ahora que los tres son grandes, tienen sus hijos, su pareja, su vida hecha, morirse no tiene ninguna importancia –dijo cerrando los ojos por el sol.

Sólo le preocupaba que su marido no sabía pagar las cuentas por home banking, y se había empeñado en enseñarle antes de morirse. Lo más importante que le quedaba pendiente era conocer a su cuarto nieto, que estaba por nacer. Unos días después me mandaron la foto. Su hija Ana, más hermosa que nunca, el minúsculo Milo y ella mirándolo casi translúcida, iluminada como quien está frente a un milagro.

Cuando le dieron el diagnóstico de cáncer de páncreas sin tratamiento posible y el pronóstico de una corta sobrevida, habíamos hablado del miedo que le daba sufrir o tener terror en el momento de morir. Le aseguré que no iba a sufrir ni un minuto, porque los cuidados paliativos la iban a mantener sin dolor, y tampoco iba a tener miedo porque cuando llegara el momento se iba a deslizar suavemente hacia otro estado sin sensaciones, sentimientos ni memoria. Nos reímos acordándonos de lo que respondió Woody Allen cuando le preguntaron si le tenía miedo a la muerte (“no, porque la muerte es como una colonoscopia: te duermen y ya no estás. Lo único molesto es la preparación, es decir, la vida”.)

Con el humor y la dignidad que la caracterizaron toda su vida, Inés hubiera detestado que dijeran luchó contra una cruel enfermedad, frase ridícula con la que se elude la palabra cáncer. Ella no luchó, no se resistió, no se quejó pero tampoco se entregó con resignación. Cuando le dieron el diagnóstico encaró el plan de quimioterapia con confianza y entusiasmo, y cuando pocas semanas más tarde le comunicaron que el tratamiento había sido inútil, cambió de planes sin lamentarse y decidió morirse en su casa sin hacer grandes gestos ni declaraciones. Le mandó a su editora sus textos inéditos, logró completar el taller de escritura que estaba dictando, salió a caminar mientras pudo con sus amigas queridísimas, las recibió en su casa para tomar el té con delicias, se rió con ellas a carcajadas como siempre había sido, y de paso, sin proponérselo, nos enseñó a todas a morirnos bien.

No sé si alguna vez hablamos con ella sobre la dedicatoria que Miguel Hernández escribió en su Elegía a su amigo Ramón, pero estoy segura de que cambiando los nombres y el lugar, le parecería muy precisa la descripción de mi sentimiento:

En Buenos Aires, su ciudad y la mía, se me ha muerto como del rayo Inés Fernández Moreno, con quien tanto quería.

 

 

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