Narcomeneo

Los ilegalismos plebeyos en la cultura de masas

 

La criminalidad no es una novedad para la música popular. La música siempre supo ser uno de los mejores laboratorios para explorar ese universo abyecto donde la necesidad suele confundirse con la diversión, la rabia o el resentimiento. El cancionero argentino siempre fue muy prolífico al respecto. El tango, la zamba, el chamamé, y el rock han dedicado muchas canciones al mundo de los ilegalismos plebeyos. También la cumbia villera y la cumbia 420 y el RKT.

 

La sobre-fabulación de la cumbia villera

Hace casi veinte años la cumbia villera había sido censurada por el COMFER. Algunas bandas como Damas Gratis, Yerba Brava, Flor de Piedra, Meta Guacha y Pibes Chorros fueron sacadas del aire por apología del delito y por usar un lenguaje procaz, promocionar conductas adictivas y exaltar la violencia.

Los temas de la cumbia villera eran tributarios de un repertorio con mucha historia en la música popular argentina. La cumbia villera surgía a mediados de los ‘90 como un género, nos dice Eloísa Martín, “que no maquilla los rasgos de la pobreza. Los retoma, los tematiza y hace de ellos un ideal estético”. Adoptaba una estética que ya formaba parte del rock chabón: remeras, jean, zapatillas, conjuntos deportivos y mucha ovación y cultura del aguante. Dejaba los temas clásicos del amor y desamor, los juegos de seducción, para demorarse sobre la realidad que les venía pisando los talones a todos, especialmente a los habitantes más jóvenes de los barrios plebeyos. Las canciones eran más verdaderas que la realidad. El giro híper-real estaba lleno de provocaciones que no estaban destinadas a pasar desapercibidas. En efecto, la exaltación del robo y el dinero fácil corría parejo con la relativización del trabajo que, dicho sea de paso, les quedaba cada vez más lejos.

La cumbia villera se proponía como un género musical donde los jóvenes que vivían en barrios plebeyos se habían apropiado de los prejuicios que otros sectores sociales habían destilado para nombrarlos, tomar distancia de ellos, invisibilizarlos, impensarlos. Me explico: en el cancionero villero el estigma se volvía emblema. Aquello que los avergonzaba era motivo para estar orgulloso. Las palabras que usaban las elites y clases medias, adultas en su gran mayoría, para prejuzgarlos, iban a ser cargadas de nuevos sentidos. En boca de los jóvenes lo negativo estaba para ser afirmado, se volvía culturalmente productivo, sensual, irónico, provocador. Si la villa y sus esquinas eran apuntados como lugares donde se amontonaban la violencia, la promiscuidad, el delito y las drogas, los grupos de jóvenes de la cumbia villera iban a apelar a esas escenografías para contar historias hechas con aquellos tópicos, retomando incluso las frases hechas que aquellos otros sectores sociales usaban para descalificarlos. Y lo mejor de todo es que las escenas nos llegaban ralentizadas, envueltas en una atmósfera tomada por la marihuana, el desenfado y la sonrisa. Una risa destinada a descolocar a los oyentes foráneos, toda vez que se los invitaba a creer que lo que se cantaba estaba siendo celebrado. Este era el chiste secretado por la cumbia villera: los morochos se calzaban el sayo, como diciendo “¿así que somos violentos, criminales y faloperos? Bueno… ¡vamos a cantarte que te vamos a robar, asustar y golpear para seguir drogándonos!” Ya lo dijo Sartre en su San Genet: “Antes era ladrón, ahora seré ladrón”. Su poética estaba para sobredimensionar como permanente lo que era ocasional, y de paso para elogiar la camaradería y rescatar el enfieste.

Cuando se recorrían los pabellones de los penales a principios de este siglo, la música que coreografiaba la vida cotidiana de los pibes chorros era la cumbia villera. Como sugirió Daniel Míguez en el libro Delito y cultura, “la cumbia villera representa o expresa con bastante fidelidad algunos aspectos de los valores, las sensibilidades y las categorías vigentes en el mundo del delito”. Las canciones funcionaban como claves de interpretación de la realidad con la que se medían cotidianamente, pero al mismo tiempo lo hacían inflando las historias para escandalizar a los oyentes advenedizos a los que tomaba desprevenidos.

Pero había algo más, porque el cancionero de esta cumbia estaba para dar cuenta de las transformaciones culturales al interior del mundo de los ilegalismos plebeyos: los jóvenes se sentían interpelados por los viejos códigos tradicionales de la cultura criminal, adulta y profesional, aunque fallasen en su adecuación a ellos. Hablaba de jóvenes que querían ser como Robin Hood, pero terminaban afanado en el barrio. Jóvenes que, si se la pasaban tiroteando con la gorra, la ranchada iba a relevar, más temprano que tarde, a la junta de la esquina en el barrio.

La novedad que incorpora la cumbia villera al linaje local es la dimensión simpática y paródica. Son jóvenes hablando de otros jóvenes que se fueron enredando en el mundo del delito. Se trata de explorar los delitos y el universo que los rodea, con las vivencias de sus protagonistas. Acá, “delito” quiere decir “robo a mano armada”, quiere decir necesidades insatisfechas, “aguante a la yuta”, pero también bronca y joda. A estos músicos el delito no les quedaba muy lejos, era una experiencia que les tocaba de cerca, que involucraba a sus amigos o vecinos del barrio donde vivían.

 

La celebración de la cultura narco

No se sabe dónde termina el RKT y empieza la cumbia 420 o el turreo. Las diferencias son sutiles, mucho más para aquellos que no formamos parte de su hinchada devota. Pero a juzgar por algunos de sus protagonistas, hay que agregar que no son géneros sino marcas con nombre y apellido. Son estilos híbridos, tributarios de la cumbia villera, pero también de la cumbia colombiana, el reggaetón, el cumbietón, el trap, el rap y, sobre todo, del mundo de los DJ’s como DJ Pirata, el Caio, DJ KBZ, DJ Toty Style, DJ Pity, Paco y Maxi Gen, y productores como Dt. Bilardo, Omar Varela, Gusty DJ y DJ Tao. Con muy pocos recursos y siguiendo tutoriales de YouTube, estos jóvenes producen sus propios temas que después subirán a las redes sociales.

La cumbia 420, el turreo y el RKT le devuelven un poco de incorrección a la época, sobre todo a los oídos de las personas adultas. Pero a esta altura, todos sabemos que el capitalismo es una empresa voraz y entrenada para apropiarse de aquello que lo pone en tela de juicio y convertir la artesanía musical en parte de la cultura de masas. Lo hizo con la cumbia villera, y mucho antes con el rap, el punk, el rock, y lo hará también con la cumbia 420 y el RKT. La contracultura se confunde con los biznes. El capital no le da tiempo a que la música invente sus propios rituales de resistencia. Muy rápidamente se transforma en una mercancía que se compra y vende en las plataformas que la propalan a la velocidad de las redes sociales para luego subirse a cuanta vidriera encuentre por su camino.

Sin embargo, los ilegalismos que celebran algunos de los referentes principales de la cumbia 420, el turreo y el RKT están muy lejos de los delitos que revisaban tanto la cumbia villera como la cultura rock. No solo son otras las experiencias sino otros los valores y rituales que la vertebran.

Permítanme formular la siguiente tesis: la diferencia que hay entre la cumbia villera y estas expresiones musicales es la diferencia entre los pibes chorros y los rastreros, es decir, entre aquellos que estaban más cerca del chorro o la cultura criminal plebeya, y estos que sienten atracción por los transas o narcos, es decir, por todo aquello que gira en torno a la cultura narco. La tesis suena, quizá, exagerada, pero como toda tesis, la misma se dispone para ser explorada y discutida.

La nueva cultura de masas presenta un estereotipo de “delincuente juvenil” que, con el paso del tiempo, después de tanta producción cinematográfica o series televisivas obsesionadas por las pandillas, la cultura hip hop, el rap, los grafitis, el consumo de drogas y la pornografía, después de tantas noticias escandalosas o “informes especiales” enlatados, y tanto olfato policial, esa cultura juvenil asociada al mundo de las drogas se ha convertido en una imagen seductora y en otra profecía autocumplida. No sólo porque ofrece un modelo sensual o erótico para las biografías que no tienen demasiado porvenir u horizonte, sino porque aporta buenas dosis de adrenalina y abre un campo de experiencias para saber lo que puede un cuerpo. Un modelo que, dicho sea de paso, está a la altura de la subjetividad neoliberal, de sus expectativas comerciales: carreras individuales en un mundo donde rige la ley del más fuerte, donde lo que importa no solo es tener sino parecer, ser una persona emprendedora y positiva, pero sobre todo una persona admirada, reconocida, festejada en el ambiente y más allá del ambiente. Un reconocimiento atado a la tenencia de determinados objetos encantados que se disponen para ser puestos de manifiesto.

Los jóvenes comprometidos con el delito no son extraterrestres, forman parte de la cultura de la época tomada por el fetichismo identitario. Hoy se está consolidando una transformación de largo aliento alrededor de la expresividad. Un nuevo mandato impone el mercado y la cultura de la identidad: la búsqueda de la expresividad en la vida cotidiana fuera del trabajo y en los usos del tiempo libre. No hay en los rastreros una contracultura o, en todo caso, las formas contraculturales que se desarrollan en el ambiente criminal plebeyo no tardaron en ser captadas y transformadas en nuevas mercancías universales y universalizables.

Prueba de ello son las figuras y la música de L-Gante o Zaramay, pero también la del Noba, R Jota, Perro Primo, El Tirri, Kaleb Di Masi, Callejero Fino, Codiciado y Bren Legui, alias “La Diabla”. Gran parte del repertorio de estos cantantes hace pivote en la cultura narco latina que provee imágenes fantasiosas pero atractivas con las cuales se identifican los rastreros y barderos. Allí se celebran las armas de alto calibre y las drogas duras, el porrito y las jarras con hielo, las peleas territoriales, el dinero fácil, la pilcha, las jodas clandestinas, los autos y las motos. Canciones recitadas con un entrenado desgano, que buscan convertir el aburrimiento y el sopor que envuelven al yo y la vida grupal afín en una fiesta colectiva desmesurada. Una colección de nuevos clichés hecho con muchos anillos y cadenas doradas, viseras ostentosas, casacas y mucho outfit deportivo, tatuajes en la cara, fierros con incrustaciones de piedras brillosas, tintineo de los cartuchos percutidos, y mujeres recortadas hasta transformarse en un objeto de decoración, que está para exaltar la virilidad del varón duro ubicado en el centro de la escena. Un lenguaje musical estandarizado, con sonidos cuantificados, que resignan las melodías y las armonías, para ganar atención y velocidad. Un cancionero rústico cuyas temáticas desafiantes se repiten en loop hasta convertirlas en una marca de autoridad. Canciones llenas de golpes de efecto, diseñadas para ser escuchadas a todo volumen y ostentar con ellas. Música tuneada, producida especialmente para que sus bases retumben en los autos en los cuales se desplazan, que tapen cualquier conversación, acompañen la cerveza y los transformen en el centro de atención. Las pretensiones literarias del RKT y la cumbia 420 abrevan en un realismo mágico y urbano lleno de berretines y frases pegadizas, obsesionadas con metáforas tomadas de un ambiente criminal en transformación.

Eso sí que, como sucede con los otros estilos, cantan para una hinchada que los festeja, ovaciona y pavonea con una pose prestada, esponsoreada y manufacturada. Hablamos de los jóvenes que se desplazan por la ciudad tirando cortes con sus motos tuneadas, que suelen escuchar música a todo volumen usando parlantes portátiles con Bluetooth, en la plaza o la calle, en el bondi o arriba del tren, de manera desafiante, sin importarles si el otro está trabajando, estudiando, queriendo descansar un rato o hay un hospital en la otra cuadra. Ahora se trata de “yo”, de la expresividad y primacía del yo. La demanda constante de reconocimiento impone la invasión del espacio del otro, la degradación de la vida en común. Como dice el Indio Solari en El tesoro de los inocentes: “Juegan a ‘primero yo’ y después a ‘también yo’ y a ‘las migas para mí’”. Los jóvenes –y no solamente los jóvenes– solo quieren llamar la atención, no ser uno más en el montón, ya no se sienten parte de ningún colectivo. Encima tienen al mercado de su lado que los invita y alienta a entregarse a esos rituales narcisistas con devoción.

Quiero decir, salir a rastrear es salir a tirar facha. Salir a robar es la oportunidad de tener un cartel super fachero. La facha con la que se roba nos habla de la continuidad que existe entre el ocio, el robo y la joda. Tres actividades que exigen el mismo vestuario, la misma pose, el mismo temperamento, la misma música en la cabeza. No hay ninguna línea que separa la diversión del “trabajo”. Salir a robar es salir a ostentar, ganarse la atención de todos, sea la admiración de los pares y las pibas, pero también el temor del resto de los transeúntes o vecinos del barrio. Todas prácticas imaginadas que se vinculan al “mundo narco”.

 

Ruido común y nichos de mercado

Gran parte de la cumbia 420, el turreo y el RKT son la expresión de algunas transformaciones de la cultura criminal plebeya que gira alrededor de las figuras del narco y sus transas. Jóvenes que usan la violencia de manera desmesurada, para llamar la atención o imponer respeto, para divertirse o por puro odio o resentimiento. No es casual que gran parte de los rastreros terminen pateando con el transa del barrio. Sea para comprarle merca o hacer algunos trabajitos para ellos.

Los pibes que se van soltando de las tramas sociales empiezan a moverse alrededor de la cultura narco que, como acá se sugiere, no es una subcultura contestataria, sino que está permeada por muchos valores y rituales de la cultura del consumo hegemónica. El narco ocupa, en el imaginario del rastrero, el lugar que tenía el chorro para los pibes chorros. El narco ya no es una figura marginal sino un triunfador en un mundo sin ley tomado por el éxito veloz y la vida loca.

Al narco plebeyo y a su cohorte de transas no les interesa si la plata que usan los pibes del barrio para comprar sus mercancías la hicieron trabajando o robando, no le interesa tampoco si lo hicieron rastreando adentro o fuera del barrio, a varones o mujeres, a adultos o viejos y niños. ¡El mercado no pregunta! El transa no está para juzgar el dinero.

Sin embargo, aquellas destrezas y habilidades que fueron entrenando los rastreros cuando robaban al boleo, de manera pomposa o fachera, adentro del barrio o muy cerca de sus fronteras, pueden ser referenciadas por el narco o sus transas como cualidades productivas, esto es, captadas y puestas a producir. Dicho de otra manera: La violencia emotiva y expresiva que usan los rastreros puede transformarse en violencia instrumental, es decir, volverse sicariato, balacera, extorsión o seguridad privada de los emprendimientos narcos. Hay, entre el narco, los transas y rastreros, un ruido común. No sólo porque viven en los mismos barrios implosionados, sino porque participan de los mismos consumos culturales, escuchan las mismas canciones, tienen gustos parecidos que fueron modelando alrededor de la cultura hegemónica que hizo del universo narco otra oportunidad para valorizarse rápidamente a costa de la joda o la salud ajena. Ya lo sugirió Marx, en los Grundrisse: no hay capital sin crimen. Detrás de la cultura narco, hay un montón de nichos de mercado.

 

 

 

* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de sociología del delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.

 

 

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