En las redes, cuando alguien se dispone a ir en contra de la corriente, suele advertir: "Voy a emitir una Unpopular Opinion". (Sí, así: en inglés. Sabrá Dios por qué.) Lo que yo me dispongo a hacer ahora es pronunciar lo que, sin dudas, será una VERY Unpopular Opinion: a diferencia de la mayoría de los críticos nacionales y extranjeros y también del grueso del público, Joker: Folie à Deux me pareció una película formidable.
Es difícil remontar la casi unanimidad en materia de rechazos. Las críticas negativas fueron un alud. (No sólo en los medios, sino en la industria: la empresa de encuestas CinemaScore le otorgó una calificación D, la más baja concedida jamás a una película basada en cómics.) Hasta las páginas y críticos que suelo respetar le dieron con un caño. Y los números son implacables. Las proyecciones dicen que terminará recaudando menos de lo que la primera ganó durante el fin de semana de su estreno.
Pero a mí, que soy fan de Batman pero ante todo del cine y que no tengo acciones en la Warner ni en cadenas de salas, todo eso me ne frega. Lo que cuenta es lo que vi, sentí y creí entender a partir de la experiencia que Joker: Folie à Deux me propuso. De hecho, para cerciorarme de que mi reacción inicial no respondía a un espejismo o un lapsus, fui al cine por segunda vez. Pero la reincidencia sólo profundizó lo que percibí originalmente. Por eso procederé a sacarme el sombrero ante el director y co-guionista Todd Phillips y su actor principal, Joaquín Phoenix. Porque no hicieron la película que se esperaba que hicieran —tanto la industria como los fans de la primera Joker—, sino la película que entendieron que debían hacer. Un coraje que, me temo, les cobrarán caro.
Uno de los arietes más usados en contra de Joker: Folie à Deux —el título original, con esa coda en francés, alude a una locura compartida por dos personas, que deliran en la misma sintonía— es la recurrencia a canciones, que en ciertos casos terminan por convertir escenas en números musicales. Hay quienes rechazan la intromisión de ese género en un film articulado alrededor de un personaje de historietas. Lo presentan como un caso de sustancias que no mixturan bien, como el agua y el aceite. (Mucha de esa gente rechaza el género per se, no tolera —no encuentra verosímil— que los personajes estén en plena situación dramática y se lancen a cantar y bailar. Es una pena, porque se quedan afuera de obras maravillosas. Con la ópera pasa lo mismo. Entiendo que su mecanismo suene artificial, pero si a Mozart, que era un genio descomunal, le parecía válido, ¿quién soy yo para fruncir la nariz?) Otros críticos apuntan en la dirección contraria: dicen que el abordaje musical no es completo, por lo que acusan a Phillips de tibieza. Sugieren que apeló a un recurso por el que no terminó de jugarse.
Yo pienso que no es justo condenar a un autor por ser coherente en una segunda parte con el criterio que te hizo aplaudirlo en la primera. Y la relación del personaje Arthur Fleck con la imaginería que suministra la industria del espectáculo, en términos generales, y con la música en particular, ya estaba planteada en la primera Joker.
Fleck (Joaquín Phoenix) es un marginal que sólo encuentra solaz y propósito en la expresión artística. Pero no en el arte refinado, sino en aquel al que tuvo acceso: el show business de los Estados Unidos —nada más tradicional que la figura del payaso y su reencarnación moderna, el comediante de stand-up—, la televisión mainstream —encarnada por el programa nocturno de Murray Franklin (Robert De Niro)— y la música popular. No busca ser consagrado como un gran artista: quiere aparecer en la tele y que lo aplaudan, que lo reconozcan. Para ponerlo en criollo: no quiere interpretar a Verdi en el Colón, quiere aparecer en el programa de Susana y que la gente le sonría en la calle.
Por eso su vida consciente pivotea entre la cruda realidad y las ensoñaciones que le permiten seguir adelante. Fleck imagina cómo sería su vida si obtuviese un golpe de suerte, del mismo modo en que lo hace —como decíamos aquí mismo, semanas atrás— el protagonista de El rey de la comedia (1982) de Martin Scorsese, otro que se pretende stand-upero y es capaz de hacer cualquier cosa con tal de salir en su show favorito. Tanto en el film de Scorsese como en los dos Joker, a menudo es imposible —y esto es deliberado— distinguir entre lo que es verdad y lo que es fantasía.
Al mismo tiempo, Fleck ya salió de fábrica con una afición por la música popular. No olvidemos que es el tipo que baila solo en esas escalinatas de New York que la peli ya tornó icónicas, y que al final del film original canta los primeros versos de That's Life en la cara de la psiquiatra de la prisión. Es decir: ese costado del personaje ya estaba en la película que causó sensación. Fleck es un tipo con problemas mentales que se ha pasado la vida viendo películas donde la gente se lanza a cantar y bailar de repente. ¡Pocas cosas le resultan más naturales! Lo único que hace la continuación es potenciar ese rasgo, a partir de una situación dramática que lo justifica: Fleck se engancha con melodías de musicales porque es el código que le propone la mujer de la que se está enamorando, Harleen Quinzel, interpretada por Lady Gaga.
La única forma de no entender que Fleck acepte jugar el juego que le propone esta mujer, es no haber estado enamorado nunca. Uno se agarra de la piola que sea con tal de seguir ligado a la persona que lo está seduciendo. Y Fleck conoce a Harleen, apócope Lee, en una clase de canto en la prisión. Ella le susurra standards de los musicales de Hollywood —canciones popularizadas por Judy Garland, por Fred Astaire, por Sinatra— y él se le pliega y por supuesto se imagina en escenas como las de aquellas películas. Pero Fleck no tiene la cabeza de Busby Berkeley ni de Vincente Minnelli: es apenas un pobre tipo que ha visto pedazos de películas como esas en la tele, y ya. Y por eso, cuando se imagina en un musical, lo que ve es uno medio pedorro, que es todo lo que es capaz de concebir. En su mente, no hay gran diferencia entre un gran musical del cine y un show de TV como el que tenían Sonny Bono y Cher en los '70: lo único que le importa es que haya música, que los protagonistas sean él mismo y Harleen de manera excluyente y que los reflectores los sigan donde vayan. Eso es lo que Todd Phillips muestra, porque es lo que su protagonista vislumbra: la clase de escena musical que Arthur Fleck está en condiciones de ensoñar.
Lady Gaga es, por su parte, lo más parecido a un joker —o comodín, como le decimos en nuestras barajas— que existe en la música popular de hoy. Porque un comodín es esa carta que resulta útil para ganar cualquier mano, y Gaga es capaz de brillar en el género musical que acometa. Y aquí hacía falta alguien que pudiese brillar interpretando cierto tipo de repertorio, que Phillips escogió a conciencia. Otra elección a contramano, porque lo habitual es que las películas de superhéroes tengan una banda de sonido contemporánea: han hecho buen uso de canciones de Prince, de Nirvana, de AC/DC. Pero Phillips optó por música anacrónica.
Tratándose de dos films ambientados en una suerte de Nueva York de los '70 —sucia y escabrosa como en películas de la era, al estilo Taxi Driver (1976), también de Scorsese—, lo más fácil hubiese sido apelar a éxitos de aquel momento. Pero la música popular de entonces era el rock, y el rock de los '70, o sea post flower power, trasuntaba desencanto, realismo sucio, cinismo. Y Harleen necesita involucrar al Joker mediante otro tipo de cancionero, uno que conecte con una visión de la vida más en rose, más optimista, más esperanzada. ¿Y qué mejor archivo al respecto que aquel de la era dorada de los musicales de Hollywood: Nacio Herb Brown, Harold Arlen, Cy Coleman? ¿Qué más oportuno que temas llamados Good Morning (Buen día), y Get Happy (Alegrate), y Smile (Sonreí) y That's Entertainment?
Phillips precisaba que Harleen envolviese al Joker con canciones que aportaron al (o que no desentonan con el) imaginario optimista de los musicales de Hollywood: la quintaesencia de su fantasía, y por ende del american way of life. Melodías que, en muchos casos, fueron concebidas en tiempos de depresión social y económica, con el objetivo de levantar el espíritu de la población. (El contraste entre la realidad del momento y el mundo de caramelo que Hollywood vendía lo expresa bien La rosa púrpura de El Cairo, película de Woody Allen que se estrenó en 1985.)
Así como Joker se construyó sobre los planos trazados por El rey de la comedia, Folie à Deux reescribe otra película de los '80: Pennies From Heaven (1981), de Herbert Ross, que sí era un musical hecho y derecho. Basada en la serie inglesa concebida por Dennis Potter, Pennies From Heaven basculaba entre la sordidez de los Estados Unidos de la Depresión y las fantasías cinematográfico-musicales de sus protagonistas. Al igual que Folie à Deux, Pennies From Heaven fue un fracaso económico y crítico, aunque el tiempo la reivindicó. ¿Y por qué la odiaron en su momento? Porque era un musical que iba en contra de la sublimación y la enajenación —la negación de la realidad, si prefieren— de la que dependían casi todos los clásicos del género, al punto que se permitía incluir uno de los finales más infelices de la historia del cine. Para ponerlo de otro modo: Pennies From Heaven le negaba a los amantes del género la clase de escapismo que suele ser inseparable de los musicales.
Folie à Deux hace algo parecido, y por eso despierta la ira de gran parte de la gente. Les niega a los fans de las películas de superhéroes, y a los cinéfilos en general, la posibilidad de hacer catarsis, de salir reivindicados de la sala. Qué tupé, el de Phillips (qué hubris, diría el doctor Nelson Castro): a través de uno de los envases más característicos de la industria del entretenimiento (¡una superproducción de Hollywood!), le retacea al gran público la posibilidad de evadirse de la realidad de mierda que lo envuelve y lo obliga a enfrentarla... o a resignarse, para después morir.
El universo del hijo bastardo
El éxito de la primera Joker fue la resultante de un malentendido.
Su misma génesis derivó de una suerte de descuido, o glitch en el sistema. La corporación Warner se distrajo y permitió a un director que estaba lejos de ser considerado un autor —sólo valoraban a Phillips porque les hizo ganar plata con la comedia ¿Qué pasó ayer? (The Hangover) y sus secuelas— ponerse a jugar con uno de los personajes más valiosos de los que acredita el copyright. Era un riesgo hacer una película con el Joker en la que Batman no aparece, y por fuera del control que ejerce la división de DC Comics sobre las pelis de la Warner que cuentan con sus superhéroes. Pero, al mismo tiempo, era una inversión modesta. Costó 55 millones, lo cual en términos de Hollywood es casi un vuelto. Una apuesta pequeña que podía llegar a garpar, y a señalar un camino en un contexto de crisis creativa y empresarial. Porque, más allá de las películas de Batman dirigidas por Christopher Nolan y Matt Reeves, todas las dedicadas a otros personajes, solos y en distintas combinaciones, fueron un bodrio, se tratase de Superman, Aquaman, Flash o La Mujer Maravilla. (Sapos que contrastaban con el éxito que, en paralelo, venían obteniendo los héroes de Marvel: Iron Man, Spiderman, Capitán América...)
Phillips obtuvo la luz verde para hacer Joker en un momento de sacudón ejecutivo. La Warner se estaba deshaciendo de los responsables de las películas de DC para consagrar a una nueva cúpula, liderada por el director James Gunn. Pero esa cúpula no llegó a meter mano —entre otras cosas, porque Phillips se encargó de ello— en la Joker original. Cuyo éxito descomunal sorprendió a todo el mundo. A pesar de que se la calificó R, o sea restricted, sólo para mayores, llegó a ganar más de 1.000 millones de dólares en el mundo entero.
Pero, para entender el fenómeno Joker, hay que aproximarse a otro tipo de malentendido. Uno que no fue corporativo, sino político y cultural.
¿Qué cuenta la Joker original? La historia de un lumpen con problemas mentales, que un día se cansa de ser abusado, reacciona con violencia (mata a tres bullies en un subte, asfixia a su madre con una almohada, acuchilla a un colega desagradable y finalmente balea a un popular conductor de TV, ante las cámaras), a consecuencia de lo cual termina preso. El tema es que el shock masivo derivado del asesinato en vivo lo consagra como símbolo de la pequeña gente, harta de ser jodida y esquilmada por los privilegiados.
El alegato que pronuncia el Arthur Fleck que ya adoptó el disfraz de Joker, justo antes de fusilar al host del programa, tañe una cuerda social: "Todo el mundo es desagradable hoy... Es para volverse loco... Nadie se pregunta cómo siente el otro... ¿Qué pensás que ocurrirá cuando cruzás a un solitario con problemas mentales con una sociedad que lo abandona y lo trata como basura?" Es imposible no empatizar con Arthur Fleck de algún modo. Cualquier persona sensible entendería que, aunque descarriadas, sus acciones no son gratuitas. Y dado que el personaje que interpreta es tan icónico como fácil de imitar (¡cuesta cinco minutos pintarse la cara como payaso o comprar una careta!), parte de la sociedad lo emula y sale a protestar por las calles, generando caos.
El éxito del film prolongó la reacción social que muestra la película a escala mundial, sólo que sin violencia. El mundo entero se identificó con el pobre tipo que un día decía basta. Lo cual, por cierto, no ocurrió en el vacío, sino en un momento histórico de hartazgo ante las instituciones y los personajes que representan todo tipo de establishment.
En el 2019, año del estreno, ya gobernaba Trump. Su triunfo se debió en buena medida a la reacción de los pobretes blancos ante los políticos de siempre y la hegemonía cultural de ambas costas, Nueva York y Los Angeles. Trump los representaba porque, aunque formalmente fuese un millonario, se pretendía un outsider al sistema. Parte de su atractivo derivaba del hecho de que no se reivindicaba como un político, lo cual lo distinguía de los profesionales. No ser político había dejado de ser una limitación, para convertirse en un plus, un atractivo. (Cuando Fleck se define ante Murray Franklin diciendo: "I'm not political", Phillips lo está usando como un eco de Trump.)
El Agente Naranja también era un payaso, que se había hecho popular por televisión. (Los gustos de Trump en materia cultural no son más elevados que los de Arthur Fleck, por cierto.) Un tipo que, sin complejo alguno respecto de sus limitaciones, le cantaba las cuarenta a todos los figurones que se creían más que él. Ese mismo año llegó Zelensky a la presidencia de Ucrania, otro payaso de la TV. Y a esa altura, Elon Musk ya se perfilaba también como un nuevo tipo de multimillonario: adicto a la figuración, políticamente incorrecto e incapaz de experimentar vergüenza.
Nuestro propio huevo de la serpiente estaba incubando apenas, por entonces. Pero el clima social y político ya estaba creado. Y en ese contexto, Joker se convirtió en una película popular y populista, porque le daba a las mayorías lo que creían necesitar: una catarsis, la sensación de victoria poética del común ante aquellos que toda la vida se consideraron superiores. En 2019, casi todos fuimos el Joker. Tanto los que nos considerábamos de izquierda como los que se identificaban con la derecha. Resultaba intoxicante creer que alguien, aunque pareciese la más inadecuada de las criaturas, podía darle a esos abusadores, explotadores y creídos, "lo que se merecían". (Expresión que formula Fleck, antes de volarle la tapa de los sesos a Murray Franklin: que eso, o sea la muerte, era precisamente lo que se merecía.)
La pregunta inevitable sería: ¿fue esa la película que filmó Todd Phillips? El film que creímos ver todos, ¿es el que está planteado en términos objetivos, escena tras escena, o fue resignificado por su contexto histórico? Es obvio que Phillips trabaja sobre la ambigüedad como Scorsese en Taxi Driver, otra película sobre un alienado que recurre a la violencia. La diferencia es que al Travis Bickle de Taxi Driver la cosa le sale bien de chiripa, y sus crímenes son reconfigurados bajo una luz benigna, aunque el espectador entiende que no eran esas sus intenciones. En cambio, en Joker la violencia de Arthur Fleck conduce al caos, parte en dos la sociedad.
Joker no tiene nada que ver con las películas convencionales de la Warner con personajes de DC Comics. Es verdad que se cuida de insertar el film en un universo que podría albergar la trama de Batman. Allí también existe el millonario Thomas Wayne, cuyo hijo pequeño se llama Bruce. Sobre el final el matrimonio Wayne es asesinado, hecho que, en el folklore del comic, detona la vocación del Wayne sobreviviente de hacer justicia por mano propia. (Y para más detalle, es asesinado en el contexto del alzamiento que el Joker genera, por alguien que, aunque no es él, funciona como su seudópodo: un hombre con careta de payaso.) Pero Phillips creó un relato que trabaja para diferenciarse de Tim Burton y de Joel Schumacher, directores de los primeros Batman del cine de los '80 y '90, y emparentarse en cambio con el cine de los '70, por temática y por estética. (Ya desde el logo que rescató, que es el de la Warner de aquella década y solía encabezar las pelis de Harry el sucio.)
Es una película seca e implacable, la primera Joker. Que no disimula los padecimientos que convirtieron a Arthur Fleck en una víctima, pero tampoco edulcora la brutalidad de sus crímenes. Pero la mayoría del público vio otra película y celebró la reacción violenta de Arthur Fleck, a quien —como los fans del Joker que, dentro de la ficción de la película, se sumaban a la insurrección en las calles— convirtieron en un símbolo, un estandarte. El Joker del primer film encarna la rebelión de los desangelados: de aquellos que entienden que no dan el piné porque no se educaron lo suficiente, no son físicamente agraciados, carecen de lo que se considera buen gusto y encanto social y saben que no son la lamparita más brillante del negocio. Y su éxito desmesurado en la taquilla del mundo demostró que armonizaba con el fenómeno que ya estaba en marcha, y que aquí condujo al triunfo de Milady en el ballotage del '23.
Yo imagino que esto debe haber desvelado a Phillips durante años, bajo la forma de pesadillas. Porque aunque desde el principio trató a Fleck con piedad y hasta con delicadeza, la película no condona sus crímenes. (Insisto: Fleck que es un lumpen con problemas psiquiátricos, que vive medicado hasta que el Estado deja de darle las píldoras de las que depende para seguir funcionando en sociedad. ¿Les suena familiar esta circunstancia?) Por algo Phillips cerró el relato dejándolo donde consideraba que debía estar, para protección de los demás pero también de sí mismo: en una institución que, por su ambientación blanca e inmaculada, suena a hospital psiquiátrico, y no a prisión.
El Fleck de Joker no es un modelo a ser imitado: es un personaje trágico, patético en el sentido de la acepción que refiere a lo que conmueve profundamente, lo que nos inspira dolor y tristeza, por encima de su aspecto vergonzante o ridículo. Una figura que demanda el amor que nunca ha conocido, y no ser conducida a una posición de poder. Es un tipo roto, que jamás podrá ser reparado de modo de funcionar a full, pero que aun así merece de sus congéneres y de las instituciones la oportunidad que nunca obtendrá. Y esto no es nada que concite aplauso. Si algo hace Joker es advertir qué pasa cuando volvés famosa y por ende poderosa a una persona que a duras penas puede con su vida.
La subtrama en la que Phillips sugiere que Fleck puede ser el hijo bastardo de Thomas Wayne no es tan sólo un alarde de ingenio. Es la forma que eligió el director de sugerir que no vivimos en el universo donde brilla el hijo "bueno" (¡con todas las comillas del caso!) de Thomas Wayne, sino en el universo alternativo donde quien ocupa una posición social de preeminencia es el hijo "malo", el hijo quebrado y enloquecido, que como tantos que han sido abusados, no puede sino abusar del resto compulsivamente.
¿A qué se parece más nuestro mundo: al de las películas de Batman, o al mundo que Todd Phillips describe en Joker?
El remate del chiste
La idea de Phillips fue siempre que Joker cerrase dramáticamente, que no fuese un film concebido para engendrar una continuación. Pero Joaquín Phoenix creía que el personaje daba para más. De hecho dijo haber soñado —cuando todavía estaba filmando la primera— con un Joker que actuaba sobre un escenario, contando chistes y cantando. Y el éxito de aquel film indujo que a la Warner se le hiciese agua la boca, cada vez que consideraba la posibilidad de duplicar ese nivel de ganancias.
Lo importante es lo que Phillips y Phoenix decidieron hacer ante esa oportunidad. Para empezar, una película tan rigurosa e implacable como la primera. El setting sigue siendo el mismo, una megalópolis sórdida de la década del '70. (Esta alusión al nuevo film de Coppola, otra obra ambiciosa a la que público y crítica vienen condenando, no es ociosa.) Fleck ya no es huésped de una blanca institución psiquiátrica sino del inmundo asilo-prisión de Arkham, manejado por gente al mejor estilo de nuestra muchachada del Servicio Penitenciario. (Lo que se infiere de ese traslado es que, como suele ocurrir en la vida real, el establishment decidió que en lugar de tratar a Fleck como a un enfermo, le conviene más convertirlo en un ejemplo de lo que no se debe hacer, mediante un show judicial.) Además hay una escena de sexo y otra de una violación, cosas que no suelen mostrarse en películas con personajes de DC o Marvel.
Sin embargo, lo más relevante —lo esencialmente inédito— es que Joker: Folie à Deux lleva a juicio literal a su protagonista, por los crímenes cometidos durante el relato anterior, pero también a la sociedad que alentó el éxito de la película — lo cual nos incluye, como parte del público que la aplaudió. Joker: Folie à Deux deconstruye al film Joker, de modo que ya no persista ambigüedad alguna en su lectura, en su interpretación. Es un film que lo lleva todo ante el tribunal de la justicia poética, que poco tiene que ver con la justicia institucional: juzga a Arthur Fleck, juzga a nuestra sociedad y a su público y se juzga a sí mismo. Pero sólo encuentra a una persona, o quizás dos, dignas del perdón de Dios.
Al final de Joker: Folie à Deux, ya no quedan dudas respecto de la mirada de Todd Phillips sobre estos personajes mediáticos que las sociedades adoptan como símbolos de su rabia y frustración, y tampoco sobre la violencia que vuelven lícita, moneda corriente. El film deja claro que los exabruptos violentos de los personajes mesiánicos funcionan como un esquema Ponzi, una estafa, tanto para quienes los protagonizan como para quienes los aplauden. Te conceden un subidón al principio, porque te hacen sentir poderoso. (En todo esquema Ponzi ganás algo de guita al principio, para que el anzuelo clave en un lugar del que ya no lo podrás sacar. Pregúntenle a la gente de San Pedro.) Pero, una vez que la maquinaria se pone en marcha, te dejan en pelotas, sin más alternativa que enfrentarte a una realidad que, lejos de mejorar, has empeorado brutalmente.
Al high que sobreviene después de que mataste a una persona que te parecía muy hija de puta —o después de que te convertiste en Presidente, ponele—, le sucede el cachetazo de la revelación. Un lumpen como Fleck no puede matar gente sin sufrir consecuencias. (Si Fleck fuese millonario sería distinto, se entiende.) Y un tipo que llegó a la presidencia sin más mérito que el de capitalizar la bronca generalizada, no hará otra cosa que cavar su propia fosa en tiempo récord, porque no está en condiciones de solucionar ni el menor de los problemas de la gente que lo puso allí con su voto. Y esa es una realidad que no se puede disfrazar durante mucho tiempo. Se pasa de ser símbolo a pararrayos a velocidad récord.
Al comenzar Joker: Folie à Deux, Arthur Fleck es una sombra. En el asilo-prisión lo empastillan hasta convertirlo en un zombie. Nadie lo considera peligroso, es el hazmerreír del lugar. Lo tratan como a un perrito al que amaestraron, si cuenta un chiste le regalan un cigarrillo. Entonces irrumpe Harleen Quinzel, que está internada en otro pabellón de Arkham. Y ella pasa a encarnar un dos-en-uno para Fleck: es el amor, y al mismo tiempo es la música. Amor romántico, sí, pero ante todo, el amor que deriva del reconocimiento: Harleen lo trata como alguien que existe, que tiene entidad, a quien entiende y a quien valora como es. (Aunque este último punto es deliberadamente engañoso.) Eso es todo lo que Fleck necesita para salir de su marasmo, algo que los profesionales de la salud mental y los que se dedican a los rotos sociales podrían atestiguar: la atención amorosa de una (1) persona. Eso ya marcaría toda una diferencia. Pero además Lee le ofrece en bandeja la posibilidad de sublimar en tiempo real, le proporciona la música que funciona como moño de regalo, lo que cierra y engalana el paquete de su relación. Y Fleck entra como un camión.
Disponiendo del amor y la atención de Lee, Fleck comienza a curarse. Vuelve a prescindir de la medicación, pero ya no porque el Estado se la niega como en el primer film sino voluntariamente, porque necesita recuperar su lucidez, una relativa claridad mental. Y así despejado, comienza a entender su circunstancia en términos objetivos. A asumir la gravedad de lo que hizo. Sin minimizar las violencias de las que ha sido objeto, comprende que eso no lo exime de su responsabilidad. Y por eso se dispone a aceptar la condena que le dicten. Tan decidido está a pagar el precio de sus actos, que hasta confiesa un crimen por el cual no estaban juzgándolo. Porque entiende que, para amar a Lee y ser amado por ella y encarar el futuro que les quede por delante, debe empezar nuevamente pero purgado, después de saldar sus cuentas pendientes.
El punto de inflexión lo representa el testimonio que da desde el estrado Gary Puddles (Leigh Gill), un actor de varieté que en la primera película trabajaba para la misma pyme que Fleck. Porque, por detrás del maquillaje y los hechos de violencia que protagonizó, Puddles sigue viendo a Arthur Fleck. No al Joker histriónico y salvaje que Fleck interpreta, más por desesperación que por otro motivo, sino al alma gentil que conoce bien, porque Puddles sufre de enanismo y Fleck es la única persona que lo trató como a una persona y no como a un freak, o al punchline de una broma. Puddles le recuerda quién es y quien quiere seguir siendo, quien reclama el derecho de ser. A veces pienso que ese es el derecho más inaccesible: pocas cosas son más difíciles que conservar la dignidad y ser decentes en un mundo tan horrible como este.
Y es entonces donde se consuma la tragedia. Porque Lee no quiere a Arthur Fleck. Por algo lo manipuló de manera magistral durante todo el film, diciéndole y dándole todo lo que intuía que necesitaba para salir del marasmo, ponerse las pilas y convertir el juicio en un show que reavivase su popularidad y, con suerte, hasta le valiese un veredicto de inocencia. Lo que Lee quiere, lo que Lee codicia, es al Joker. Desea participar de su notoriedad, formar parte del fenómeno, ser su Karina. Fleck no le sirve: no es nadie, aunque al final haya llegado a ser la mejor versión, la más cercana a la sanidad, de ese pobre tipo. Y por eso lo larga duro, lo cual constituye el tiro del final.
Después de convencerse de que podría redimirse por amor, a Fleck no le queda otra que aceptar que a esta sociedad le chupa un huevo su redención. A nadie le ha interesado nunca como un buen tipo, como una persona íntegra. Para su madre era apenas un peón en su plan de llegar a Thomas Wayne. El Estado lo dejó librado a su suerte, y a partir de allí lo traicionaron todas las instituciones. Y, en último término, lo traicionan también las fantasías que le inoculó la industria del entretenimiento: los musicales, el amor romántico, los happy endings. Nada de eso obtendrá Arthur Fleck, en su obcecación por negarse a ser el Joker —el personaje, el monstruo— y ser fiel a sí mismo.
Es por eso que el coraje que Todd Phillips demostró como autor me resulta admirable. Fue fiel al personaje que había creado en Joker, hasta las últimas consecuencias. Porque fuimos muchos los que, viendo y reviendo aquella película, nos decíamos: Este no puede ser el Joker de los cómics y de los otros films. Este tipito no está en condiciones de convertirse en el Payaso Príncipe del Crimen. ¡Si no puede organizar ni una cena, es un hombre enfermo! Para darnos la razón y no traicionar a su creación, Phillips se cagó en la tentación de los mil palos extra que podía haber ganado, y de los aplausos que hubiese obtenido si Fleck se coronaba como Joker y se dejaba manipular por Kari... por Harleen Quinzel, perdón, y mataba a gente de mierda y se llenaba de guita.
Joker: Folie à Deux nos niega a conciencia la catarsis fácil de la violencia, se rehusa a complacernos. Y hace bien, porque nosotros no somos mucho mejores que el personaje de Lady Gaga. Nosotros también queremos vivir vicariamente a través del Joker, brillar bajo su luz, linkearnos a él para participar de su popularidad. (Porque hoy los pueblos no bailan al ritmo de los musicales, hoy bailamos al ritmo de las redes.) Eso es mucho más fácil que ser responsables por nuestro destino.
Estas películas sobre Arthur Fleck / Joker redondearon una tragedia contemporánea en dos partes, de la que forman parte elementos clásicos del género. (En muchos pasajes no le vendría mal la música de Leoncavallo, hay que admitirlo.) Pero, al mismo tiempo, habla como pocas del mundo actual y por ende no podría haber sido concebida así, tal cual, hace veinte años, o cuarenta, o sesenta. Así como Joker: Folie à Deux anticipa su culminación desde el comienzo del relato —ya está implícita en el dibujo animado del arranque y en una de las primeras fantasías musicales, esa en la que Fleck imagina a Harleen y a sí mismo como Sonny & Cher—, nos anticipa cuál será nuestro destino si seguimos viviendo de este modo. Sin reaccionar, persuadidos de que nuestras interacciones digitales son toda la acción que hace falta para modificar la realidad. Y sin organizarnos para recuperar el dominio de nuestros destinos, que le cedimos gentilmente a los más lunáticos del asilo.
El pobre de Fleck intuye que es demasiado tarde para ser ingenuamente bueno, porque —entre otros signos— se lo está diciendo la música que hasta entonces consideraba, como tantos lo hacemos, meramente pasatista. Cuando la música popular es excelsa, te dice la verdad aunque recubra su amargura con un baño de almíbar. La canción que cantan los carceleros todo el tiempo es When the Saints Go Marching In, cuya letra es inequívoca: "Cuando los santos entren marchando / Yo quiero ser parte de su formación". ¿Y cuándo llegarán así los santos, según la tradición? Durante el Juicio Final, efectivamente. Que es a lo que llama otra de las canciones, Get Happy, a pesar de lo juguetón de su melodía: "Preparate para el Día del Juicio" (Get ready for the Judgement Day.) Igualmente inmisericorde es la letra de That's Life, que aunque propone que uno debe levantarse cada vez que caiga ("Cada vez que me encuentro / Tumbado de cara en el suelo / Me levanto y / Retorno a la carrera", afirma), también admite que todo tiene un límite, y termina diciendo: "Si a la altura de julio nada me salió bien todavía / Me voy a enrollar como una bolita / Y me voy a dejar morir". Que es lo mismo que sugiere World On A String: "La vida es una cosa hermosa / Siempre y cuando seas vos el que tiene el piolín que la maneja". Parecido a lo que dice The Joker, la vieja canción de Leslie Bricusse y Anthony Newley que también forma parte del film:
Siempre hay un joker, esa es la regla
Pero el destino reparte las cartas, y ahora veo
Que el joker soy yo.
Eso es lo que dice Todd Phillips a través de esa oportunísima provocación, ese fuck you al público masivo que es Joker: Folie à Deux. Si seguimos tonteando, no nos quejemos cuando se revele que estamos a esto del Juicio Final. Somos el remate, el punchline, de las bromas de los poderosos. Y no somos el Joker, no, aunque lo pretendamos: somos Arthur Fleck, y gracias.
Si no nos decidimos de una vez ocupar el escenario y hacer nuestra gracia, vamos a terminar como aquel se convirtió en el único hombre decente y redimido de Ciudad Gótica, cuando ya era demasiado tarde.
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