Derivas kafkianas

Una mirada sobre la burocracia judicial

 

 

Este año se cumplen 100 años de la muerte del escritor Franz Kafka (1883-1924), que en 1906 se recibió de abogado y después trabajó para una aseguradora de riesgos del trabajo. Probablemente El proceso sea la obra más estudiada para abordar los temas jurídico-filosóficos, aunque sobre esto desde ya se ha escrito muchísimo. Me interesa en todo caso abordar aquí cómo esa obra generó una suerte de legado para radiografiar al Poder Judicial argentino. ¿Hay algo así como una relación entre esa obra y el contexto de su recepción inicial y su continuidad en términos de dispositivo de descripción de lo institucional? 

A la fecha existen unas veinticinco traducciones al castellano de la obra El Proceso. Lo que se suele desconocer es que la primera estuvo a cargo del argentino Vicente Mendivil, un abogado políglota miembro del PC, que ya había traducido a Tolstoi y a Zweig con cierta solvencia. Por eso se le confió esta novela que fue publicada en Buenos Aires, en 1939, a pedido de la editorial Losada, que, por distintas gestiones entre Alemania y España, había logrado obtener los derechos con el aval del albacea Max Brod.  

Recordemos que Der Prozess ya había sido publicada de manera póstuma en 1925 por la editorial Schmiede. Es decir, diez meses después de la muerte del Kafka, Brod había logrado colocar el manuscrito en consideración de la editorial berlinesa (a pesar de que, por pedido de su amigo, debía destruirlo). Su estado planteaba un problema que mantuvo en jaque a aquella casa editorial; pues los capítulos destinados a ser quemados se encontraban separados en sobres sin numerar, desconociéndose cuál era su lugar en la novela; además de que muchos estaban sin terminar. 

Entonces, Brod eliminó aquellos capítulos que consideró inacabados y ordenó el resto según sus propios criterios. Fue así como El proceso apareció en la primera edición con sólo diez capítulos de los diecisiete que había en el manuscrito. Por eso, en la segunda edición publicada más tarde por la editorial Schocken (1935), aparecieron en un apéndice que no estaba en la primera, que incluía el famoso "Ante la Ley", que cobraría —luego— autonomía como cuento.

Al momento de recibir la edición alemana, la editorial Losada, a través del trabajo de Mendivil, intentó mantener el criterio de la segunda edición, con el apéndice respectivo.

Kafka era un autor desconocido por entonces, aunque ya en el mundo hispano se hablaba de su libro La metamorfosis (Die Verwandlung), publicado en vida del autor en Alemania en 1915 y, de manera póstuma, en España en 1925, gracias a la incidencia del filósofo José Ortega y Gasset a través de la madrileña Revista de Occidente, con traducción del escritor Ramón María Tenreiro. 

En la Argentina, la recepción inicial lleva el nombre de Jorge Luis Borges, quien escribió una columna sobre Kafka en el diario La Prensa (1935) e hizo el prólogo a la edición local de La metamorfosis, publicada en primera versión en la revista Sur (1938), y luego trasladada ese mismo año a Losada, en una traducción que ha generado todo tipo de polémicas, primero atribuida al propio Borges (quien tardíamente la habría negado), y luego al mencionado Tenreiro de quien sería realmente la autoría (Ver Marietta Gargatagli, ¿Y si La metamorfosis de Borges fuera de Borges?, y Primera traducción de un texto de Kafka a una lengua extranjera: La metamorfosis de Revista de Occidente).

Pero nos interesa mencionar aquí la recepción de la obra El Proceso, bajo la traducción criolla del abogado Vicente Mendivil en 1939, ya no desde el punto de vista estrictamente literario, sino implícitamente jurídico (las obras de derecho también tienen una forma de ser recogidas como parte de la cultura). Pues la recepción política de estas obras de trascendencia universal permite dimensionar y diseccionar una realidad que estas describen. Es en el contexto en el que la burocracia judicial argentina atravesaba la década infame y la aparición de una obra como la de Kafka, con alto valor explicativo-descritpivo, posibilita analizar la transformación de los dispositivos estatales; quizás algo que ninguna otra obra haya logrado hasta ese momento. 

 

La primera edición al castellano de El proceso, Losada, 1939

 

Mientras Vicente Mendivil traducía por primera vez cada capítulo de El proceso, advertía que las palabras del autor checo se iban haciendo demasiado parecidas a su presente. En la Argentina, los procesos legales se iban tornando oscuros y alambicados. El sistema judicial se apartaba cada vez más del pueblo y era utilizado por los poderes dominantes como guardianes de sus intereses, detrás de la fachada legal. Con esto, la profecía del escritor checo no se avizoraba solo posible en Europa, sino también aquí, en este sur del mundo. 

Con intuición pre-kafkiana, ya José Hernández escribía: “La ley es tela de araña, y en mi ignorancia lo explico, no la tema el hombre rico, no la tema el que mande, pues la rompe el bicho grande y sólo enrieda a los chicos”. Pero ese bicho enredado ya no será un gaucho matrero ni —acaso— Gregorio Samsa, sino el ciudadano “señor K", víctima de la casta judicial, a quien se lo procesará y condenará por hechos que nunca llegará a conocer.

 

 

El contexto argentino de recepción de Der Prozess

No creo que sea casual que la primera traducción al castellano de la obra El Proceso sea argentina. 

Aquellos que, por entonces, se hicieron de la primera edición de Losada entendieron, al leerla, que no hubo —ni habrá— libro más lúcido y didáctico para describir un tipo de prácticas de Estado, cuya forma es engañar y aplazar la resolución de los problemas reales en el sentido de lo justo; mientras unos curiosos y absurdos personajes vestidos de saco y corbata llamados “familia judicial” se auto-reproducen en el tiempo. La política pasa, y ellos siguen.

La década infame puede ser considerada como un laboratorio de la excepcionalidad constitucional. Y el origen de esa escandalosa servicialidad de parte de un tipo de Poder Judicial hacia los poderes fácticos. 

Ese es el contexto de recepción de la obra más jurídica de Kafka.

El Poder Judicial pasa a ser protagonista, con sus formas y procedimientos, mucho más que con su contenido y su sustancia. Así, la Acordada de la Corte Suprema del año ‘30 (Fallos, 158:290 [1930]) “legalizó” el golpe de Estado de José Félix Uriburu, perpetrado el 6 de septiembre contra el gobierno del radical Hipólito Yrigoyen. La “doctrina de los gobiernos de facto” avaló y reconoció como gobiernos a sucesivos grupos armados ilegítimos con el único fundamento de que tenían el control fáctico de las fuerzas represivas, al margen del procedimiento de remoción y elección de autoridades establecido en la Constitución nacional. 

Se instala así en el país lo que Franz Kafka alegoriza mejor que nadie: la prórroga indefinida de ley. La postergación del acto de justicia hacia el débil. Que la legalidad dependa de la violencia humana, siempre actualizada y gestionada por oscuras fuerzas que rigen los procedimientos, que digitan los expedientes, los despachos laberínticos y sus cifradas sentencias, los personajes grises y fungibles. 

El poder se torna entonces en maquinaria burocrática inhumana, de fachada meramente legal, amenazante de forma tan abrumadora que el individuo se siente completamente indefenso y vulnerable. Culpable, pues la culpa ha sido cincelada sobre su cuerpo, para recibir castigo indeterminado.

Se abre así en la Argentina el período de distanciamiento entre lo axiológico (lo legítimo), que cede ante lo meramente formal (lo legal) para que los sectores que hegemonizan un modelo económico no vean interrumpido el proceso de acumulación (sea este agroexportador o financiero) en desmedro de las grandes mayorías. 

 

El argentino ante la ley, imagen del film The Trial, de Orson Welles (1962).

 

 

Del “proceso” en El Proceso al lawfare Kafkiano

Ya desde el inicio de la novela El proceso, asistimos al momento en el que “K”, como acusado, intenta saber de qué se lo acusa, mientras se le pregunta ante quién debería comparecer y quién determinará la resolución de su causa. 

Acompañamos a “K” en sus recorridos por instancias judiciales vagas, indefinidas, cuyo aire enrarecido le dificulta sostenerse en pie y cuyo aspecto se difumina en la penumbra, en la que viven una serie de personajes secundarios, tan extraños como grises, que no hacen sino ejecutar órdenes sobre el proceso del que sólo comprenden algunas triquiñuelas para dilatar algunas de sus graves consecuencias. 

En la pesadilla kafkiana la ley se ignora, está más allá del alcance de los súbditos, pero —aun así— inveteradamente se ejecuta (nos ejecuta).

En nuestro país se denomina a la última dictadura militar (1976-1983) como “el proceso”. Y ello remite directamente a la obra literaria El proceso. La literalidad no es obra del azar, es una semántica reconocida por el propio perpetrador militar al firmar sus actas. La procesualidad es parte de una secuencia oscura de secuestro y desaparición de personas, sin juicio alguno y en forma absolutamente clandestina. Todo eso mientras el Poder Judicial —salvo honrosas excepciones— miraba para otro lado o era directamente cómplice civil.

La obra teatral Oficial primero, del recordado Carlos Somigliana (dramaturgo, pero también compañero judicial del fiscal Julio Strassera, verdadero artífice —en las sombras— de su alegato), estrenada por primera vez en Teatro Abierto (TA) en 1982 es un claro homenaje a la parábola kafkiana contenida en El proceso. En ella, el oficial primero de un juzgado trata los habeas corpus presentados por los familiares de los desaparecidos y les coloca un sello denegatorio, mientras desde los armarios entre expedientes apilados caen cuerpos humanos ensangrentados (“¡Hay cadáveres!”, decía también el poeta Néstor Perlongher). Podríamos pensar en otras obras de literatura argentinas cuya influencia ha derivado directamente de El proceso y se refieren a un modo de recepción político de la obra kafkiana. Así, por ejemplo, El juez (Marco Denevi, cuento de 1966); 15 cuentos argentinos, enigma para jueces (Elías Neuman, 1977).

Por lo demás, ha sido el profesor Carlos María Cárcova, a quien nos hemos referido en este medio, que tituló su obra La opacidad del derecho, quien ha caracterizado con rigor conceptual la cuestión de lo kafkiano en el derecho argentino. El problema, según este autor, consiste en que los hombres, sujetos de derecho, súbditos que deben adecuar sus conductas a la ley, desconocen la ley o no la comprenden del todo. Esto es, desconocen el estatuto jurídico de los actos que realizan o no lo perciben con exactitud o no asumen los efectos generados por tales actos o tienen confusión respecto de unos o de otros. 

Así, la opacidad del derecho argentino o de cualquier país latinoamericano no funciona igual que en los países centrales, aunque el poder y la razón jurídica que pone en tensión la “ficción originaria” de conocer-desconocer la ley sea un fenómeno universal, pues el derecho es reflejo de la fuerza que unos sectores administran contra otros. Es decir, en esta gestión de los que ignoran y los que saben, en esa tensión o lucha, siempre hay un interés aprovechable, un capital acumulable, una forma de criminalizar a aquellos que desconocen las mallas de la ley (sus mecanismos de selectividad).

Nuestro país es un gran experimento de esa gestión de la opacidad. Las cárceles repletas de pobres así lo demuestran. Todo ello es kafkiano.

Si la novela de Kafka sigue siendo un modelo sociológico-jurídico explicativo de los rituales (opacos y discrecionales) de la casta judicial argentina, es porque tampoco hemos podido superarla desde lo institucional (aun en democracia); y aspectos de la vieja Acordada del año ‘30 siguen siendo lugar simbólico para deconstruir nuestro presente. En términos de accesibilidad, los obstáculos al servicio de la Justicia actual ilustran prácticamente todo el nudo del problema (Axat, "Franz Kafka para explicar la teoría del acceso a la justicia", en Revista Pensamiento Penal).

¿No es el lawfare —acaso— el resultado de un devenir meramente procedimental, en el que la persecución del enemigo político (como lo es el acaso “señor K”) asume una culpabilidad misteriosa, fraguada, arbitraria y subjetiva; y donde la condena está cantada de antemano? 

¿Hay algo más kafkiano que los medios de comunicación vinculados promiscuamente a esa casta dando a conocer una sentencia de trascendencia, meses antes de que la publiquen formalmente los tribunales?

La obra El proceso sigue vigente. Aunque siempre haya jueces decorosos, dignos y comprometidos. Pero lamentablemente ellos no son la regla. En el día a día, en nuestros sistemas de justicia, aparece la maquinaria distanciada del mundo, con la venda caída. 

Como si la realidad fuera un juego absurdo que imitara la trama de la novela de Kafka (¿quién imita a quien?), como si la amnesia de no reconocer esas repeticiones nos pudiera mantener atrapados en la pesadilla del ser autómata, poco autorreflexivo, servicial, banal, revanchista, convalidante, vitalicio, descomprometido con el otro. Frío, escolástico y calculador. 

Mientras seguimos en estas derivas pampeanas de Kafka, México acaba de decidir cambiar su sistema de Justicia. Queda la esperanza de que algún día sigamos —esta vez en serio— ese ejemplo.

 

 

 

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